lunes, octubre 20, 2025
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El amor más canalla de todos

Por Rodrigo Brusco

“Rosario Central es como mi madre, en cambio la Selección es como una tía”, respondía Fontanarrosa cada vez que le preguntaban lo que sentía por ambos equipos. Fiel a ese fanatismo, el Negro era capaz de decirle “no” a grandes propuestas con tal de no perderse un partido del Canalla. Él fue al Gigante de Arroyito por primera vez a los 10 años y con su padre (Roberto Fontanarrosa Voelklein), el 1 de agosto de 1954, cuando Central derrotó 9 a 2 al Club Atlético Tigre, por la última fecha del campeonato de aquel año. Su fanatismo no paró desde ese momento, por eso el último dibujo que hizo fue un hincha con un brazo estirado y un gorro que dice: “Soy canaya”.

“El 28 de abril de 1999 venía a Rosario Pérez Reverte a realizar la presentación de su último libro, en aquel momento era el escritor de habla hispana que más libros vendía en el mundo, y quería que lo anunciara el Negro”, cuenta Rubén el Pitufo Fernández. “Le habían pedido con tres meses de anticipación su participación. Pero unos días antes de ese encuentro, reprogramaron la fecha en AFA y pusieron a Central contra Argentinos Juniors para el mismo día. A principios de esa semana, llegué a El Cairo y lo vi con cara de preocupado. Le pregunté qué le pasaba y me dijo: ‘¿Vos podés creer, la puta que los parió, que el miércoles tengo que presentar a Pérez Reverte?’. A lo que yo le dije que no era gran cosa, que por una vez que no fuera a la cancha no iba a ser tan grave”. Fernández creía que así lo calmaría, pero no. El Negro estaba tramando un plan del que Fernández sería su cómplice.

“Me acuerdo que me dijo: ‘No, Pitufo, hagamos una cosa. Yo lo presento y ahí te asomás vos por el túnel chico del Parque España’. Así fue, estaban sentados los tres para hablar de literatura, el Negro, Reynaldo Sietecase y Pérez Reverte. Cuando me vio ahí parado hizo el anuncio de que lamentablemente se tenía que retirar porque había llegado el Pitufo y se tenía que ir con él a la cancha. Además, imaginate que con mi altura era fácil reconocerme después de que me nombrara por mi apodo. Pérez Reverte se levantó, lo aplaudió como quien entiende la situación. Lo aplaudía todo el mundo, era increíble, les estaba diciendo que se iba porque tenía que ir a ver a Central y la gente aclamaba. Después el partido fue una mierda, terminó 0 a 0, pero tenía esas cosas que solo a él le salían bien”, recuerda el Pitufo.

Una canallada a la política

No sólo le ha dado la espalda a la literatura por su pasión “Canaya”, sino también a la política. A principios de la década del ’90, Héctor Caballero, primer intendente socialista de Rosario, le ofreció ser Secretario de Cultura de la ciudad. El Negro estaba entusiasmado con la propuesta, hasta que evaluó la situación y le dijo a Caballero: “Mirá, yo te aclaro una cosa: si es el Día de la Bandera y juegan Central contra River, yo me voy al Gigante. Si está la inauguración de la Fiesta Nacional de la Colectividad y jugamos de local, me van a encontrar en la platea. Esas son mis condiciones”, recuerda sus palabras Rogelio Molina. Con esas palabras rechazó la propuesta.

“Así como le dijo que no a estas cosas que mencionamos en la mesa, para él no había nada que se interpusiera con la posibilidad de ir a ver a Central”, dice Fernández. “El Negro fue uno de los pocos tipos identificados con los colores de Central que también se ganó el respeto de los hinchas de Newell’s. Porque Fontanarrosa era así, un genio reconocido por todos”.

Dady Brieva: “Me pareció un tipo espectacular, inteligente”

Por Stefanía Vera

Mi relato es el de un tipo al que le pasó algo en un club del pueblo y terminó en tragedia. Lo cuenta en un juzgado, durante 16 minutos”, cuenta Dady Brieva sobre su interpretación del cuento No sé si he sido claro, uno de los seis que se narran en la flamante película Fontanarrosa, lo que se dice de un ídolo, dirigida por seis cineastas rosarinos: Juan Pablo Bucarini, Pablo Rodríguez Jáuregui, Hugo Grosso, Gustavo Postiglione, Héctor Molina y Néstor Zapata.

-¿Conociste personalmente a Fontanarrosa?

-Muy bien. Lo conocí y me pareció un tipo espectacular, inteligente. Una persona muy cerrada, como son todos los humoristas gráficos. Siempre me decía que yo tenía suerte porque escuchaba la risa de la gente, él no podía. Le hubiese encantado estar el domingo cuando un tipo abría el Clarín y veía a Inodoro Pereyra.

-¿Participaste de La Mesa de los Galanes?

-No, pero los conozco a todos, al Colorado, al Negro Centurión. Conocí la mesa pero nunca participé, porque siempre respeté esos guetos que se forman, esas logias donde no entra cualquiera.

-¿Qué características valorás de la escritura del Negro?

-Yo escribí un libro, hice monólogos. Tengo un relato bastante parecido al de él. Me gusta ese formato, mezclar el humor y la tragedia, el cuasi drama-humor me gusta, me apasiona. Me gusta hablar de los pueblos, de los personajes, me parece que teníamos esas cosas en común. También me devoré a Osvaldo Soriano, Isidoro Blaisten, Juan Sasturain.

-¿Qué episodio de su vida recordas?

-Si me tengo que quedar con un pasaje en la vida de él, sin dudas me quedo con el discurso que hizo en el Congreso de la Lengua, en el que pide una amnistía para las malas palabras. Yo, como soy integrante de Midachi, soy medio boca sucia. Hizo una descripción muy inteligente de lo que es la palabra pelotudo, donde se acentúa, porque tiene fuerza y porque no puede tener un sinónimo. Y dice de la palaba mierda que la fuerza está en la letra ere porque si fuera en Puerto Rico sería mielda y ya pierde fuerza. Me pareció muy inteligente, muy popular, de una observación muy profunda.

Las historias detrás de los cuentos

Por Rodrigo Brusco

Cuando Fontanarrosa llegaba a El Cairo no sólo se encontraba con sus amigos, sino también con un sinfín de posibilidades para escribir sus cuentos. En La Mesa de los Galanes ocurrían cosas comunes, graciosas, como las que pueden sucederle a cualquiera en una reunión con los suyos. Pero el Negro era capaz de identificar en sucesos cotidianos las tramas de sus historias.

“Cuando el Negro empezaba a escribir un cuento, le llevaba un tiempo, no lo hacía completo en una noche”, dice Reynaldo Molina. Y agregua: “Algunos quedaban por la mitad y comenzaba con otro por distintas situaciones, por las cosas que iba viviendo en el bar, en la cancha, en muchos de sus viajes al exterior o a Buenos Aires. Se nutría de momentos para terminar o empezar esas historias. Quizás algunas de ellas eran una mezcla de tres sucesos que le sucedieron en diversos lugares. Cuando volvía nos contaba, la resumía y ponía en boca nuestra todo lo que había vivido”.

A José “El Colorado” Vázquez se lo ve un tipo tranquilo, reflexivo y simpático. En primera instancia, uno duda en que se parezca en algo al Colorado fanático y cabulero que planea el secuestro del viejo Casale en el cuento 19 de Diciembre de 1971 junto a sus secuaces, capaz de hacer cualquier cosa por ver ganar a Central. Identificado como uno de los personajes principales, Vázquez dice que es un “eterno agradecido” a Fontanarrosa porque en la década del 80 atravesaba un momento económico muy malo: “El Negro llegó un día y me regaló y dedicó especialmente esa historia, en la que yo era uno de los personajes más importantes”. Ese relato se enmarca en la semifinal del torneo de aquel año en la que se disputó el clásico rosarino en el estadio de River Plate con la figura saliente de Aldo Pedro Poy y su palomita que les dio el triunfo y el pase a la final del torneo con el viejo Casale, muerto es su butaca. Pero como dice Fontanarrosa en su cuento: “¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro, lo envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa, hermano! Yo elijo ésa”.

Desde la muerte de un viejo cardíaco por haber ido a la cancha por última vez hasta un hincha que, ganado por el nerviosismo, no quiere saber nada acerca del clásico que se está disputando, todo podía suceder en sus historias. El cuento La observación de los pájaros tiene una realidad diferente a la que se relata. El momento que dio paso al hilo conductor lejos está de un partido entre Canallas y Leprosos. Todo lo contrario, Rubén Fernández dice: “En 1988, Newell’s jugaba la final de la Copa Libertadores por primera vez, dirigidos por José Yudica. Para aquel momento, el Negro estaba de viaje por Colombia y no tenía manera de saber cómo iba el partido, estaba en un hotel que no tenía nada y antes las comunicaciones no eran como ahora, no había Internet, nada, de modo que se fue a dormir. A su regreso, nos contó que a la mañana siguiente, bien temprano, caminaba por los senderos externos del lugar donde se hospedaba y, de la nada, apareció un guacamayo que frente a él desplegó sus alas de color azul y amarillo. Supo en ese instante que no sólo fue un acto de la naturaleza, sino una señal Canalla de que el clásico rival había sido derrotado por Nacional de Montevideo”. Vázquez considera a este cuento como la “perfecta descripción” de cualquier persona que no quiere saber lo que pasa con su rival.

Al Negro, jugar con esos paralelismos entre la realidad y la ficción lo divertía. Y qué mejor que sus amigos como personajes de sus cuentos para hacerlos aún más coloridos. Ricardo Centurión, también fue parte de esas historias aunque se define como un “mal lector” de su amigo, a pesar de que cada vez que publicaba un libro le regalaba un ejemplar a cada uno de los galanes. Según Centurión, sólo el talento de Fontanarrosa podía transformar “las boludeces que sucedían en cuentos”, tal como el que dio origen a la historia La Mesa de los Galanes cuya trama está basada en la desesperación de uno de los personajes, el Francés, por encontrar al fotógrafo que lo retrató en pleno affaire con la mujer de un sindicalista.“Cuando empiezan a aparecer las revistas de televisión por cable, salían a sacar fotos para ponerlas junto a la programación”, continúa Centurión. “En una de esas, nos fotografían y el Negro dice ‘si, nos enfocaron a nosotros, pero también salieron los que están ahí adelante. Con esto vamos todos en cana’. Al tiempo, cuando leímos el cuento, ¿de quién era la culpa del quilombo que tenía el francés? Del fotógrafo. Esto que cuento fue un instante, terminó ahí para nosotros. Después nos enterábamos qué había sido de ese momento”.

Asistencia perfecta

Por Tomás Sánchez de Bustamante

Sobre uno de los lados del Gigante de Arroyito se encuentra el Club de Regatas de Rosario. Dentro de su sede, cada día que El Canalla jugaba en su cancha, Roberto Fontanarrosa comía junto a grandes amigos, como José Vázquez, Rubén Fernández y Chiquito Martorell, y luego iban a ver el partido de la Reserva. Desde su butaca del sector K, Fontanarrosa vivía los partidos “sentado y muy tranquilo”, según Vázquez, con quien compartía casi todos los encuentros desde la tribuna. En ese momento ellos veían, después de almorzar, a las otras categorías e iban marcando a algunos chicos que tenían algún nivel de proyección.

Martorell, hincha de Newell’s, era socio de Regatas y junto a un grupo que iba a almorzar también en la previa de los partidos se colaban a la platea. “Yo llevaba la radio para cantar los goles en otros estadios y en especial los de La Lepra. El Negro sabía que cuando yo me movía mucho o hacía un gesto fuera de lo normal era porque Newell’s había hecho un gol”, recuerda Martorell una época en la que en la cancha había menos peligros y él podía ser el informante de lo que ocurría en los demás partidos.

El Negro vivía sin sobresaltos el desarrollo del partido. “En la platea gritaba el gol y punto”, dice Rubén Fernández. “No se lo veía sacado, era de los típicos personajes que la procesión les iba por dentro”, agrega Vázquez,

Es mentira que el fútbol es una diversión, si es un sufrimiento continuo”, dice Vázquez citando una de las frases que compartía el Negro con ellos en la mesa: “Si tuviéramos la pasión del cine o el teatro, antes del estreno o la presentación estaríamos deleitándonos. En la previa de un partido del cagazo que tenés no podes comer, cagar, ni estar tranquilo y, depende del resultado, podes salir de la cancha siendo un tipo muy feliz o muy amargado”.

En el campo de juego el Negro adoraba ver a Omar Palma y a Emanuel Villa. “Con el equipo del último semestre, habría estado feliz con Teo Gutiérrez, era el tipo de jugador que lo calzaba justo”, se imagina José Vázquez por cómo se desempeña el colombiano en la cancha, un goleador con buen pie y muy aguerrido. Análisis como esos eran los que circulaban en la mesa del Regatas a la que se sentaban a tomar café después de cada partido.

Poy: “El Negro entendía a la perfección el fútbol”

Por Adrián Olszewskiç

Que alguno me diga si, de puta casualidad, lo vio al viejo Casale como lo vi yo cuando el referí dio por terminado el partido y la cancha era un infierno que no se puede describir en palabras. Te digo que me gustaría que alguien me diga si alguien lo vio como lo vi yo”.

Así recuerda Roberto Fontanarrosa, en el cuento 19 de diciembre de 1971, el histórico gol de palomita de Aldo Pedro Poy con el que Rosario Central venció por 1 a 0 a su rival de toda la vida, Newell´s Old Boys, en el estadio Monumental por la semifinal del Torneo Nacional de AFA de ese año. Tres días después, el 22 de diciembre, el equipo dirigido por Ángel Labruna consiguió el primer título en la historia del club, al superar en la final por 2 a 1 a San Lorenzo.

Muchas personas en la calle me preguntan si el cuento del Viejo Casale fue real. Está tan bien contado que la gente cree que fue verdad”, dice Poy, en el espacio que lleva su nombre en el bar Central Oroño, en Rosario. A pesar de sus 71 años su bigote negro sigue intacto como aquel miércoles de diciembre que pasó a la historia del equipo Canalla. Está sentado en una de las butacas amarillas que estaba en la vieja cancha de Central, antes de su remodelación para el Mundial ’78.

De la pared de ladrillos detrás de Poy cuelgan diplomas con los logros que consiguió con el conjunto de Arroyito, un póster con una imagen suya de cuando vestía los colores azul y amarillo, y diarios de la época que recuerdan sus actuaciones más destacadas. A su izquierda, la gigantografía hecha de cartón del actual emblema e ídolo Canalla Marco Ruben, con la cinta de capitán, y un banderín del club del cual son hinchas y referentes Poy y Fontanarrosa.

En y desde Rosario

Fontanarrosa y Poy se conocieron en el barrio, ya que sus casas de la infancia estaban ubicadas a menos de diez cuadras, sobre la calle Agrelo. A pesar de esto, la relación de amistad entre ambos comenzó en la adultez, cuando Poy ya era goleador del equipo Académico, y Fontanarrosa dibujaba a Inodoro Pereyra en la contratapa del Clarín.

Para nosotros, los rosarinos, era muy difícil ser reconocidos a nivel mundial, creíamos que el éxito estaba en Buenos Aires”, dice Poy. Fontanarrosa logró eso, e incluso sus obras fueron exitosas en otros países además de la Argentina, como Boogie, el aceitoso en Colombia y México. “El Negro hacía todas sus cosas en su provincia. Era una persona que amaba Rosario”, dice Poy quien compartió largas charlas futboleras con el dibujante.

Fontanarrosa, según Poy, “entendía a la perfección el fútbol”“le gustaba mucho jugar”, pero “no tenía pasta para ser director técnico”“No sólo amaba a su equipo. Cuando terminaban los partidos, íbamos a comer al club Regatas, que está a metros del estadio de Central, y analizaba con mucha coherencia lo que había visto en la cancha”.

No puede faltar la cábala

Por Tomás Sánchez de Bustamante

Fonatarrosa “era muy cabulero”, dice José Vázquez. En todos los partidos que El Negro miraba por televisión, siempre un amuleto lo acompañaba a él y sus amigos. En la tribuna, pese a que siempre comía antes del partido y tomaba un café después en el mismo lugar por divertimento y no como ritual, no tenía ninguna cábala. Sin embargo, prestaba atención a qué situaciones del partido eran señales de que la fortuna estaba con Central.

Cuando murió una de sus tías, Vázquez contó en El Cairo que la mujer había pedido que tiraran sus cenizas en el Gigante de Arroyito. Los familiares hinchas de Newell’s las arrojaron afuera del campo de juego y los canallas dentro. Al rato todavía quedaba más para desparramar. “Eran tantas las cenizas que en un momento viene un sobrino y me dice: ‘me queda todo esto’, y yo le dije en una fanfarronada: ‘anda a tirarla al corner así buscamos un gol olímpico’, y las tiró en la esquina de Avellaneda y Génova”, recuerda Vázquez.

Al domingo siguiente, Rosario Central perdía 1 a 0 contra River jugando como local y en el minuto 44 del segundo tiempo hubo un tiro de esquina para el equipo rosarino. Desesperadamente, el Negro le preguntó a Vázquez: “¿Esa era la esquina de tu tía?”. No hubo gol y el partido terminó con la victoria del equipo de Nuñez y una mueca de disgusto de Fontanarrosa, que miró al suelo de la platea y se lamentó por la jugada malgastada de su equipo que tenía a la tía buscando el empate desde arriba.

Chucho desaparece

El Negro tenía una cábala particular cuando miraba junto a sus amigos los partidos de Central de visitante por la televisión. Ubicaba frente al televisor un títere que había comprado en Brasil al que todos habían bautizado Chucho y consideraban amuleto. “Era un pequeño peluche celeste, amorfo, parecido a nada, con algún ribete blanco y algo deshilachado de no más de 30 centímetros de largo”, describe Pitu Fernández, sobre el muñeco que, según Vázquez, “ha dado muchas satisfacciones”.

Pero un día, César Mansilla, amigo de Rubén Fernández y entonces gerente del Club Atlético Fénix, les pidió prestado a Chucho porque su equipo estaba por jugar la final de vuelta para ascender a la Primera C. En el partido de ida, igualaron 1 a 1 y lo querían tener para el encuentro decisivo en cancha de San Miguel. El 14 de mayo de 2005, Fénix ganó 4 a 3 por penales, luego del empate en 0 y ascendió de categoría, pero Chucho desapareció. “Lo llevamos a Pilar y el equipo ganó, pero en los festejos y el alcohol se perdió. No apareció nunca más. Según me contaron, se extravió en el río Lujan”, dice Fernández.

Chucho seguía sin aparecer cuando, el 29 de mayo de 2001, Rosario Central visitó a América de Cali por el partido de vuelta para clasificar a las semifinales de la Copa Libertadores. En la ida, el equipo Canalla ganó 1 a 0 pero como en esa época el gol de visitante valía igual que de local, sus hinchas estaban preocupados por el segundo encuentro. Antes del inicio del partido, Fontanarrosa salió de la casa de Fernández, donde estaban reunidos. Corrió a su auto y agarró una virgencita como talismán. En el estadio Pascual Guerrero, el equipo colombiano dominó el partido durante 89 minutos. A los 23 del segundo tiempo, América convirtió el 3 a 0 parcial que parecía dejar a los rosarinos fuera de la copa. Pero, a los 44 y a los 46, Juan Antonio Pizzi marcó dos goles que obligaron a la definición por penales. Laureano Tombolini atajó cuatro, tres de ellos de forma consecutiva, y Diego Erroz pateó el último que consumó la hazaña de Central.

“El Negro ese día estalló de alegría y de festejo”, recuerda Fernández. “En mi casa se transformó en un hincha. Cuando terminó el partido, subimos a su Citroën y fuimos tocando bocina hasta el Monumento a la Bandera para festejar.”

El Negro + 10

Por Matías Chiacchio

Cada mañana de sábado durante unos meses, luego de largas noches de bares y peñas, Fontanarrosa y otros diez galanes, alentados por amigas que hacían de porristas, entraban trotando a la cancha que está al lado del Canal 3 de Rosario, a las afueras de la ciudad. Todos llevaban la remera que los identificaba como equipo, blanca con los trazos del Negroen el pecho: el dibujo de un camello pisando una pelota y el nombre del bar El Cairo.

En un partido, cuenta Ricardo Centurión, Rodolfo Perazzi, ex arquero del equipo, “llegó medio borracho”“se había acostado a las siete de la mañana”. En la defensa, como siempre, estaban Rogelio Molina, Carlos Galli, Guillermo Jaraj y Ricardo Centurión; en el mediocampo, con garra leprosa, Carlos Martorell con la 10; a sus lados, Fontanarrosa, Manolo, Willy Ryan y Rubén Fernández, que todavía recuerda como lo integraron a La Mesa: “Me invitaron a un partido y entré por el Chelo. La camiseta me llegaba a las rodilla y me costaba correr, pero, cuando faltaban 10 minutos, hice el gol del empate”. Aquel partido finalizó 1 a 1, con una gran actuación del Negro, según recuerdan en la mesa.

El Negro jugaba bien al fútbol y, a pesar de que estaba rengo, no se perdía ningún partido porque le encantaba. Él se ubicaba de inside derecho”, dice Martorell. Fontanarrosa había tenido una lesión en la rodilla mientras jugaba para el Club Universitario de Rosario, pero no hizo la rehabilitación correspondiente luego de la primera operación. “Esta renguera, con la vida que hacía, le empezó a joder la cadera”, dice Martorell. “Un día no pudo más y debió operarse, pero para ese momento jugaba muy poquito”, agrega.

“Hasta los hinchas de Newell’s lo respetaban”

Por Adrián Olszewski

“Al principio el conocimiento que tenía de él era muy circunstancial ya que, solamente iba a la redacción que el diario tenía en Rosario y llevaba los dibujos para que los manden por avión a Buenos Aires”, dice Héctor Cardozo, compañero de Roberto Fontanarrosa en la redacción del diario Clarín e íntimo amigo. “En ese momento, las historietas que el Negro realizaba no eran para el periódico, sino que salían publicadas en diversas revistas, como Risario en nuestra provincia u Hortensia en Córdoba”.

Fontanarrosa comenzó a trabajar con mayor frecuencia en el diario siguiendo todos los partidos de la Selección. Sin implicar el grado de importancia del encuentro, el Negro estaba presente en los amistosos, eliminatorias y en los mundiales que Argentina disputaba. “Nuestra relación se hizo más estrecha cuando íbamos a comer después de los partidos de la Selección junto a Horacio Pagani.”

-¿Cómo era el Negro en la redacción?

-Su paso por la redacción era muy fugaz, pero era una persona muy querida y reconocida por todos. Era muy franco y laburador. Le dedicaba muchas horas a su profesión.

-¿Cuál de sus libros te gusta más?

-Los libros son todos buenos, no hay uno que sea malo. Leí un millón de veces La observación de los pájaros por lo que transmite. Tenía mucha calidad para escribir, era muy gracioso. Es muy difícil sacarle una sonrisa a la gente escribiendo.

-¿Qué situación que hayas vivido con él recordás hasta el día de hoy?

-Cuando estábamos en Estados Unidos cubriendo el Mundial de 1994, recuerdo que estacionó en un lugar que no se podía. Los policías nos cagaron a pedos y hasta nos hicieron la multa. Nos asustamos todos porque allá no te dan explicaciones, te gritan por los parlantes del patrullero que bajes del auto con las manos arriba. Cuando lo recordábamos nos reíamos, pero en su momento no la habíamos pasado muy bien.

-¿Cuál fue el momento más duro que viviste junto a él?

-Cuando le declararon la enfermedad. Sufrimos mucho. Su decadencia se empezó a notar rápidamente. Lo único que la enfermedad no podía cortarle era la cabeza. Tenía una mente brillante.

-¿Seguía dibujando luego de que le detectaron la enfermedad?

-Sí, dibujó hasta cuando pudo. Le hicieron un lápiz especial porque tenía la mano medio cerrada y no podía moverla normalmente. Realizaba los trazos de los dibujos mucho más grandes y después se los achicaban en la computadora.

-¿Qué significó para los hinchas de Central?

-Para los que lo quisimos, siempre estará presente, es imborrable y para los hinchas de Rosario Central es un símbolo. A la semana de su muerte jugaron en La Bombonera Boca frente a Central, y había muchas banderas de los hinchas de Boca homenajeando al Negro. Era reconocido más allá de la camiseta. Yo creo que hasta los hinchas de Newell’s lo respetaban. El Negro era un genio.

-¿Qué dejó Fontanarrosa?

-Nos dejó enseñanzas. El mensaje de él es de alguien con mucho talento que incorporó a la literatura algo que no le va a cambiar la vida a nadie, como lo es el fútbol. Salir campeón del mundo no te hace mejor país ni mejor persona.

El Cairo, que lo parió

Por Rodrigo Brusco y Matías Chiacchio

En medio del bar El Cairo, ubicado en Sarmiento y Santa Fe, esquina céntrica de Rosario, hay una mesa de madera pintada de cuatro colores: amarillo, azul, rojo y negro, por los tres clubes de fútbol más importantes de la ciudad (Rosario Central, Central Córdoba y Newell´s Old Boys). Las patas están talladas como piernas de mujer con tacos altos. Debajo del vidrio que cubre la tabla se ven fotos en blanco y negro. En una está el Negro sentado junto a Joan Manuel Serrat y otras 20 personas, entre las que se encontraban los galanes, como Ricardo Centurión, José Vázquez, Rubén Fernández, Rogelio Molina y Carlos Martorell.

“Acá hay más de 30 años de historias para contar, así que todos los que vienen se llevan algunas”, dice Centurión, uno de los galanes más antiguos. Vázquez cuenta que la mesa fue fabricada por Rodolfo Perazzi después de la muerte de Fontanarrosa. “Antes era una mesa común, como las que se ven en el bar, todas de madera”, dice Molina.

Detrás de la mesa, varias lamparitas forman el apellido Fontanarrosa junto a Mendieta, el perro de Inodoro Pereyra. En las otras paredes hay caricaturas del Che Guevara, Messi, Luciana Aymar y el Negro, y una biblioteca en la que están sus libros, no muy lejos de la estatua suya que hay en el ingreso a los baños, apoyado en un buzón rojo con unos jeans claros y un buzo azul.

El Cairo era como estar en casa con un ventanal a la calle, así podíamos mirar a las minas que pasaban por la vereda”, dice Martorel, quien a pesar de ser Leproso no se perdía de ir a la cancha con Fontanarrosa y disfrutar el tercer tiempo. “Es que eso era lo único que hacían, mirar minas por la ventana hasta que llegué yo”, fanfarronea Fernández, uno de los últimos en incorporarse a La Mesa de los Galanes luego de vivir en Barcelona. Él cuenta que de a poco se fue integrando hasta lograr la aceptación definitiva en el grupo.

Nos juntábamos de lunes a viernes a la tardecita, y los sábados al mediodía”, recuerda Molina. En El Cairo siempre había algún galán sentado en una mesa, por eso nunca tuvieron que reservar un lugar. A partir de las 19 se reunían todos, aunque también aparecían otros que nadie conocía y arrimaban una silla para escuchar lo que hablaban. “Cuando venía gente de afuera, no podía joder de cierta manera, porque algunos no iban a entender”, dice Fernández.

Pero El Cairo, más que un bar, era la oficina personal de Fontanarrosa. Cuando alguien quería verlo, él lo invitaba a la mesa donde charlaba con sus amigos, casi siempre de fútbol o anécdotas relacionadas. “A veces estábamos charlando, el Negro levantaba la mano y de repente se sentaban Les Luthiers, Eduardo Galeano, Joan Manuel Serrat, el mejor violinista de Argentina”, dice Molina. “Hay momentos que te preguntás: ‘¿Qué hicimos para ligar esto?’. También con el tema de los cuentos. Ahora somos personajes de la literatura”.

Bares y fondas

Para mantener la intimidad del grupo, los galanes cenaban una vez al mes en el restaurante Sunderland, en avenida Belgrano 2010, frente al puerto de la ciudad, y charlaban hasta altas horas de la noche. En el Sunderland hay una pared con fotos que rememoran aquellas cenas. También hay en un menú un dibujo de Inodoro Pereyra con una copa en la mano y un globo de diálogo que dice “Para el Sunderland”, que el Negro hizo con un fibrón el 6 de diciembre de 1991.

Los galanes también visitaban otros bares además de El Cairo. Durante dos años, entre 2002 y 2004, fueron al Bar La Sede, en Mitre 599, luego de una recorrida por muchos bares que duró seis meses porque El Cairo había perdido popularidad y, decían, “no había mujeres para ver”. Tras la partida de los galanes, El Cairo fue cerrado para su remodelación. Cuando reabrió a fines de 2004, luego de un incendio, el 3 de mayo de aquel año, que imposibilitó que la reapertura fuera antes, el Negro y sus amigos volvieron al lugar que los homenajea.

El último cambio de bar se debió a la Esclerosis Lateral Amiotrófica que sufría Fontanarrosa. Como no podía movilizarse mucho, los otros galanes eligieron la confitería que está a una cuadra de su última casa, en la avenida Wheelwrithe y Paraguay. “Cuando el Negro estaba muy enfermo, nos empezamos a juntar en el bar que estaba debajo de su casa”, recuerda Centurión y Pitu Fernández agrega: “Además, en el último tiempo nos juntábamos, una vez por semana, en su casa”.

América, te hablo de Ernesto

El 29 de junio de 1952 ha quedado grabado a fuego en la memoria del fútbol colombiano. En aquella jornada El Ballet Azul, el memorable equipo de Millonarios de los argentinos Alfredo Di Stéfano, Adolfo Pedernera y Néstor Rossi, humilló en el clásico de Bogotá a Independiente Santa Fe. Los azules se regodearon en el Campín con el histórico 6-0, la victoria más abultada del derbi bogotano. Sin embargo, esa misma tarde y a más de mil kilómetros de la capital, en un pueblo a la vera del Río Amazonas, limítrofe con Brasil y Perú, dos argentinos también se anotaron en los anales del fútbol cafetero. “Alberto estaba inspirado; con su figura parecida en cierto modo a Pedernera y sus pases milimétricos, se ganó el apodo de Pedernerita, precisamente, y yo me atajé un penal que va a quedar para la historia de Leticia”. Alberto es Alberto Granado. Y él Ernesto Guevara de la Serna. El Che.

Para un argentino resulta imposible hablar de Cuba y no mencionar al compatriota más famoso de la historia, incluso cuando no es de política de lo que se está charlando. Es que mucho antes de la lucha en la Sierra Maestra, el Che había tenido una vida bien argentina en las sierras cordobesas de Alta Gracia y más tarde en Buenos Aires. Nacido en Rosario, dicen que le tiraban los colores azul y amarillo de Rosario Central. Aunque en sus años de exposición haya sido mejor conocido como un excelente ajedrecista y promotor del deporte-ciencia en la isla, el fútbol ocupó un lugar de gran importancia en su mapa deportivo y que vale la pena repasar.

No hace falta recurrir a la lucha armada para descubrir en el Che una vocación guerrera, de lucha permanente. Su primera batalla la libró contra una neumonía contraída cuando llevaba apenas dos semanas en este mundo. La enfermedad dejó secuelas permanentes, una propensión a las afecciones pulmonares que estalló a los dos años cuando sufrió su primer ataque de asma. El pequeño Ernesto había tenido la suerte de haber nacido en una familia de buena posición económica, lo que facilitó la mudanza de los Guevara a la ciudad cordobesa de Alta Gracia, donde el aire contenido por valles y sierras es un bálsamo para las enfermedades respiratorias.

El Che niño era un deportista implacable al que no le importaba que la vida se le fuese en ello. Los padres intentaban cuidarlo, pero era irreverente. Ni siquiera se atemorizó cuando luego de caer desvanecido durante un partido de rugby el médico le dijera que había estado a punto del infarto. “Sólo dejaré de practicar deportes cuando me muera”, les comunicó a sus padres, sin dejarles alternativas.

A decir verdad, el rugby fue el deporte que practicó con mayor seriedad durante su adolescencia. Era un medio scrum inteligente pero con tackle voraz, la más poderosa de sus armas. Siempre conseguía que algún compañero de equipo corriera por fuera de la línea de la cancha con el inhalador en mano, por si necesitaba controlar su asma. En Córdoba jugó en el Club Estudiante y en Buenos Aires lo hizo primero en el San Isidro Club, del cual su padre había sido fundador y su tío era el presidente. Luego, a pedido de su padre, el tío (a través del entrenador) lo dejó fuera del equipo y él se unió al Atalaya. En el partido final del torneo de ese año jugaron contra el SIC, anotó el try de la victoria y casi lo trompea al entrenador de su ex equipo, Mario Dolan.

Por aquellos días en Buenos Aires, Fuser, el Pelado o Chancho, como lo llamaban ya en sus tiempos de estudiante de medicina y vacunador en la municipalidad, era redactor de la única revista de rugby que se editaba en el país: Tackle. De ella se publicaron 11 números y en seis aparecen artículos firmados por un tal Chang-Cho. Ésta, su primera intervención como cronista deportivo, serviría para que años más tarde cubriera algo más grande: los Juegos Panamericanos de México 1955. Lo hizo como fotógrafo –su verdadera profesión desde que estaba en México– y redactor deportivo para la Agencia Latina, dirigida por otro médico argentino, Alfonso Pérez Vizcaíno. Fueron dos semanas en las que durmió un promedio de 4 horas; por día escribía varios artículos, tomaba y revelaba las fotos. Cuando los Juegos finalizaron, la Agencia fundió y la plata no apareció hasta después de seis meses.

A lo largo de su vida practicó también la natación, el golf, el ciclismo, el alpinismo y otros tantos deportes. Pero el fútbol nos aúna. Y el fútbol del Che no es para despreciar. Fue en su infancia y adolescencia uno de sus pasatiempos preferidos. La práctica del fútbol lo halló casi siempre parado debajo de los tres palos debido a las dificultades de su enfermedad. Ya de grande el fútbol fue para el Che, por sobre todas las cosas, su gran compañero de viaje latinoamericano. La primera travesía por el continente la realizó junto a Granado a bordo de La Poderosa II, una moto modelo 1939 de 500cm3 de cilindrada. En verdad, la moto sólo logró llevarlos hasta Chile, ya que sus tantas averías, producto de mil caídas en ruta, la terminaron por convertir en chatarra.

Y fue ahí mismo en Chile cuando el fútbol aparece por primera vez en la historia de este viaje. Cerca de la Salitrera de Toco, bien al norte del país, un grupo de obreros de construcción de carreteras se hallaba jugando un picado. Los dos viajantes se sumaron al partido y fueron contratados por los trabajadores para disputar un torneo al domingo siguiente; consiguieron sueldo, casa, comida y transporte hasta Iquique. Dos días después perdieron, pero Alberto deleitó a los chilenos con unos chivos asados. Luego viajaron a Arica y entraron a Perú por el puesto aduanero de Chacalluta.

En Perú participaron de partidos en llanos próximos a Machu Picchu, de los cuales también formaron parte el gerente y empleados de un hotel de la zona turística que luego le facilitaron el alojamiento y la comida. El 1 de mayo de 1952 llegaron a Lima y trabajaron en un leprosario, donde no sólo se ganaron el cariño de los pacientes por el trato de igual a igual que practicaron, sino que también jugaron al fútbol con ellos. Más tarde abandonaron la capital y por el Río Amazonas se dirigieron a San Pablo, donde otro leprosario peruano recibió tanto más de sus manos galenas y de su fútbol argentino.

El 23 de junio desembarcaron en tierras colombianas, en el poblado de Leticia, del cual se desprende la anécdota del inicio. Sin embargo restan detalles de aquello. Allí fueron contratados como entrenadores de un equipo de fútbol de la liga local, donde el deporte se practicaba con una velocidad de antaño y una técnica poco depurada. El domingo 29 jugaron un partido del lado brasileño del Amazonas y a la tarde participaron del torneo en el que, al ver el nivel que sus dirigidos demostraban, decidieron alinearse.

Días más tarde y ya en la capital colombiana asistieron al amistoso entre el club Millonarios y Real Madrid. En esas jornadas visitaron al argentino Alfredo Di Stéfano, entonces en Millonarios –luego en Real Madrid, claro–, que se interesó por el viaje de ambos y además les regaló un par de entradas para el otro amistoso que Millonarios también le iba a ganar a los españoles.

El 14 de julio ya habían llegado a Caracas, donde volvieron a ser espectadores de un nuevo choque entre los mismos equipos, que habían sido invitados para inaugurar el Estado de la Ciudad Universitaria de Caracas. En esta ocasión, el Che prepoteó a un español y Alberto y el amigo que les había pagado las entradas, García Butillo –embajador de Venezuela en Cuba en 1965–, tuvieron que separarlo ante la evidente inferioridad física de Ernesto.

El periplo junto a Alberto Granado, que había conseguido trabajo en un leprosario y decidido quedarse allí, culminó en Bogotá. El 26 de julio el Che tomó el avión de regreso que hizo escala en Estados Unidos, donde permaneció un mes por desperfectos técnicos.

Cuando culmina su primera experiencia como trotamundos, también empieza a terminar la etapa del fútbol en su vida. Aquel viaje de ocho meses que llegó a su fin en agosto de 1952 lo cambió. En 1953 se recibió de médico y para el 9 de julio de ese mismo año ya había armado las valijas del viaje, esta vez con Carlos Ferrer, del que nunca volvería.

El peregrinaje comenzó vía ferrocarril en Retiro y tuvo como primer destino a Bolivia. Luego continuaron por Perú, por pasos ya andados, para seguir por Panamá y Guatemala, donde conoció a exiliados cubanos que habían participado del Asalto al Cuartel Moncada, el 26 de julio de ese año, que comandado por Fidel Castro había tenido por objetivo derrocar al dictador Fulgencio Batista.

Ya en 1954 se instaló en México, donde se ganó el pan como fotógrafo y luego como redactor deportivo, como ya ha sido relatado.

Por estos años no existen registros del Che vinculados con el fútbol. El alpinismo pasó a ocupar sus ratos de ocio. En 1955 conoció a Fidel Castro, que exiliado en México preparaba a la guerrilla del Movimiento 26 de Julio para un nuevo intento de que la Revolución triunfe. Guevara comenzó el entrenamiento militar y la práctica de tiro.

Luego del desembarco del Granma y del comienzo de la lucha en la Sierra Maestra, el Che conoció al Comandante Camilo Cienfuegos, un fanático del deporte nacional de Cuba: el béisbol. A partir de ese momento creció su vínculo con este deporte. En tanto nunca abandonó la práctica del ajedrez, quizás por la comodidad que llevarlo a cabo implica. Un tablero, un par de metros cuadrados en cualquier lugar del mundo y alguien dispuesto a medir sus fuerzas con el guerrillero que ya había alcanzado el rango de Comandante.

Cuando la Revolución triunfó, el argentino tomó el cargo de Ministro de Industria y se involucró fuertemente en el deporte de la isla. Según contó el entonces director de la Dirección Nacional de Deportes, Felipe Guerras Matos, el Che realizaba llamadas constantes para preguntarle por el progreso del fútbol. Además, en 1961 creó el INDER, el Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y la Recreación, que todavía hoy regula a todos los deportes de Cuba.

Durante sus años cubanos y de últimas guerras dedicó casi por completo su tiempo al ajedrez, del cual fue un gran impulsor creando el famoso torneo Capablanca In Memoriam, en homenaje al Gran Maestro José Raúl Capablanca, campeón del mundo entre 1921 y 1927, que también había sido su primer contacto con Cuba en el año 1939, cuando en ocasión de las Olimpíadas de Ajedrez Capablanca viajó a Buenos Aires y ganó una medalla de oro. Cabe destacar la calidad de ajedrecista que era el Che, que largamente superaba las de un aficionado común y corriente. Entre sus actuaciones más destacadas pueden mencionarse dos tablas con el Gran Maestro argentino Miguel Najdorf, que en su visita a la primera edición del Capablanca In Memoriam evocó su enfrentamiento con el Che en unas simultáneas:“Recuerdo que el entonces joven Guevara fue uno de los pocos que lograron hacerme tablas en Mar del Plata en el año 1949, ¿se acuerda usted comandante?”. Además de Najdorf, el Che logró tablas contra el GM checo Miroslav Filip, otras contra el GM estadounidense Larry Evans, tablas también contra GM soviético y campeón del mundo Mijaíl Tal y frente al GM yugoslavo Petar Trifunovic. Además perdió contra el GM soviético Víctor Korchnoi y cosechó algunas victorias frente a Maestros Internacionales, como con el inglés Robert Wade. El amor por el deporte-ciencia fue tal que hasta para su última batalla en Bolivia ordenó la compra de algunos tableros para jugar cuando el tiempo se lo permitía.

Con Najdorf luego de las simultáneas en La Habana.

A pesar de su casi exclusiva atención al ajedrez, todavía restan vínculos entre el comandante y el fútbol, al que relegó de sus principales actividades pero que nunca olvidó. En mayo de 1963 el club Madureira de la Primera División del fútbol brasileño visitó Cuba. Allí jugó contra el campeón nacional, el equipo habanero Industriales, y ganó 5-2. Luego se midió con el Combinado Habana y el Che fue espectador del encuentro y partícipe de un saludo de cortesía dentro del campo de juego antes del comienzo del mismo. Por eso días también presenció el choque entre la selección de Cuba y el Dínamo de Kiev ucraniano, entonces soviético.

Un año antes había participado de un partido de fútbol en Santiago de Cuba ante un equipo de la Universidad Oriental, del que Granado, que residía en Cuba desde 1961 por pedido del Che, relató que Fuser realizó una atajada de manera profesional y que su equipo ganó 1-0. Durante el primer tiempo había ocupado posiciones de ataque, teniendo que recurrir en más de una ocasión al inhalador.

Mucho tiempo después, luego de fracasar en su expedición revolucionaria por el Congo, partió hacia Praga. Durante una excursión por un bosque de las afueras de la capital checa se topó con un grupo de muchachos que practicaban fútbol y se les unió. De aquella estancia en Praga, José Luis Ojalbo, funcionario del Departamento América y encargado de tramitar la llegada del revolucionario a Europa, dijo: “Lo recuerdo pegado a la radio con mucho interés escuchando los juegos de la Copa del Mundo de fútbol de 1966”. Esta declaración deja sentenciado el apego del Che por el fútbol aun en sus últimos años de vida, aun lejos de su patria futbolera, de los nombres de todos los equipos de Primera División que podía cantar de memoria, de su marca hombre a hombre en Bower (un pueblito cordobés entre Alta Gracia y Córdona), de sus atajadas por todos los rincones de Sudamérica. No resulta difícil imaginarlo en aquellas tardes de 1966, cuando seguramente puteó en criollo con el gol de Geoff Hurst para el 1-0 definitivo de Inglaterra, y apretó con Antonio Rattín el banderín inglés de camino al vestuario, luego de caer con nada decencia en Wembley.

Del Che y el fútbol cubano queda la sensación de que no logró transmitirles a los dirigentes la pasión por este deporte que terminaron relegando con el pasar de los años y de su muerte. Con él, quizás hubiese sido otro el futuro del fútbol en la isla.

Ya convertido en mito, el Che ha logrado conquistar el interés de los habitantes de todo el mundo, que han tomado su vida como ejemplo de lucha. Los homenajes con su rostro y en particular con la famosísima foto que Alberto Korda le tomó en 1960, se repiten en cada ciudad del globo. Pero en la actualidad hay dos equipos de fútbol que decidieron llevar el retrato a su camiseta: el Madureira, aquellos cariocas que visitaron Cuba en 1963, y el Club Social Atlético y Deportivo Ernesto Che Guevara, de la ciudad de Jesús María, Córdoba.

Del homenaje del Madureira se puede decir que fue en motivo del 50 aniversario de aquel partido disputado en el Estado Universitario de La Habana, y que fue el equipo de fútbol sala el que vistió la camiseta con su rostro y la leyenda: “Hasta la victoria siempre”.

Por su parte, al Club Social Atlético y Deportivo Ernesto Che Guevara lo fundaron en 2006 Mónica Nielsen –primera y única presidenta–, Claudio Ibarra y María Luna. Las particularidades que distinguen a este club de otras instituciones tradicionales son las estrictas políticas deportivas y económicas. Por ejemplo, la camiseta que lleva la cara del Che en su frente está limpia de publicidades; los jugadores no pueden ser transferidos a otros clubes: simplemente el Che les dejará el pase en su poder a aquellos que decidan seguir sus carreras en otro lugar. Tampoco existen los socios en este club que rompe con los moldes, y en su lugar se promueve la realización de rifas, ventas de comidas y, principalmente, que su gente se involucre para crear un núcleo de pertenencia, según explicó Mónica a El Gráfico. Para cuando hace las veces de local en la Liga Regional Colón, el club Deportivo Colón le cede su estadio gratuitamente, aunque ya resten pocos de estos días: la Sociedad Rural de Jesús María le donó un terreno en Colonia Caroya para que construyan su propia casa, que ya está tomando forma gracias al trabajo de toda su gente.