miércoles, diciembre 25, 2024
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En el clásico de los pecados capitales, quedate con la lujuria

Por Joaquín Arias

Seguramente hayas notado que la inmensidad del Superclásico radica, entre tantos otros ítems, en que es una oportunidad excepcional para crear. Crear un pack televisivo exclusivo para esas casi dos horas, crear previas maratónicas redituables y también activar el ingenio y, en una faceta más frívola, crear memes o, en su versión 2019, stickers, que después funcionarán como los goles que servirán para ganar el otro encuentro, el de las redes.

Tal vez hayas percibido también, o no, que el fenómeno Boca-River es tan grande que usándolo como ejemplo se puede enseñar. ¿Qué ilustra mejor el significado de la pasión que él? ¿Qué suceso grafica tan bien lo cambiantes que podemos ser emocionalmente en solo 94 minutos? ¿Y lo que es una manifestación de masas?

Ahora bien: si de casualidad alguien se te acerca con la curiosidad a flor de piel implorando una clase sobre los siete pecados capitales, ahí va a estar el Superclásico levantando la mano para ofrecerse como ejemplo. Enseñale con el ejemplo, siempre sirve. Acá, algunas ideas.

Empecemos cerquita en el tiempo. El 1° de septiembre la gula y la avaricia chocaron en el Monumental. La ambición y la voracidad de Gallardo y un equipo que afiló los colmillos chocaron con el planteo tacaño de un Alfaro que además de interpretar a un cliente que fue a renovar el plazo fijo, tuvo la mentalidad de un paciente automedicado que fue a salir ileso.

El Boca-River es la envidia de cualquier país futbolero. Claro, porque la revista inglesa Four Four Two (Cuatro Cuatro Dos) lo ponderó como el mejor clásico del mundo o porque ¿cuántas finales internacionales gozaron los uruguayos con un Peñarol-Nacional? ¿Y los brasileños con un Fla-Flu? ¿Y los españoles con el derby? Ninguna.

El superclásico es uno de los terrenos más fértiles para la soberbia. Una muestra de ello la expresan los hinchas –y algunos entrenadores- quienes ubicarán a su club en la cúspide, indefectiblemente, al margen de cómo estén jugando y de los resultados obtenidos en el último tiempo. Siempre habrá excusas y “peros” para una derrota superclásica. Nunca superioridad futbolística del rival. Al menos, de la boca para afuera.

Y ante esa caída, la ira. Si en una de sus cuatro acepciones significa “sentimiento de indignación que causa enojo”, esta se potencia a la enésima en ese partido en el que, como tantos repiten como loros, la palabra derrota no figura en el diccionario. La ira la suscita también que un alienado disfrazado de hincha tire gas pimienta y todo se termine, o que otros barbáricos arrojen piedras a un micro y que nada pueda suceder.

El rostro de la pereza es el de un país entero durante esas casi dos horas en los que la pelota rueda en el Monumental o en la Bombonera. O en el Bernabéu. La pereza, como el superclásico, es sinónimo de sedentarismo, de quietud y de congelamiento del mundo exterior.

¿Y la lujuria? Acá quería que lleguemos. Podría ser que para una Conmebol con tan mala imagen, que de las ruinas haya construido un imperio de 880 mil dólares en Madrid, sea un lujo demasiado exacerbado disponer de otro Boca-River. Pero la lujuria es otra cosa: es eso que pasa cuando un pibe de 21 años nacido en San Fernando, en el marco de los cuartos de final de Libertadores, decide acomodarse, darle la espalda a un colombiano tres años mayor y, ante una Bombonera rebasada, inmortalizar el acto de creatividad y belleza más emblemático de la historia del Superclásico. Tres segundos y algunas décimas le alcanzaron para dominar la Penalty World Stability a unos siete metros de la mitad de la cancha, dar un toque para el lado del arco protegido por Oscar Córdoba y luego enterrar, con la planta del pie y pegado a la línea de cal en la franja derecha de su ataque, la idea de que la inclinación exacerbada hacia la opulencia no siempre es mala.

¿Riquelme empezó a ser Román a partir de ese caño? Quizás su primer gol importante haya sido en el partido de ida de aquella serie ante River, cuando la clavó en el ángulo de Bonano, de tiro libre. Sin embargo, cuesta imaginar que en su despedida del doce del doce, le susurren al oído “que gol le hiciste a Bonano eh”, aunque sí “que caño le metiste a Yepes acá adentro eh”.

Por eso, si tenés tiempo para contarle de un solo pecado capital, agarrá la foto del caño de Riquelme a Yepes y no lo dudes: contale qué es la lujuria.

Campeones de América

Por Iván Lorenz

El colombiano Juan Fernando Quintero ya le dijo que no al taco y eligió la personal tras el rechazo de Franco Armani. Gonzalo el Pity Martínez empezó a correr hacia la mitad de cancha del Santiago Bernabéu, el mítico estadio del Real Madrid, que desde su fundación en 1947 nunca imaginó albergar una final de Copa Libertadores de América. Pero así es el fútbol, el negocio de lo imposible.

Lucas Olaza forcejea con el número 8 de River que entró al minuto 57 para cambiar la historia. No hace falta que levante la cabeza, ya sabe que el Pity, el verdugo de Boca, está corriendo para donde tiene que correr y empieza a dibujarse el tercero. En Villa Crespo, a miles de kilómetros de España, Adriel y Lautaro Hudson, padre e hijo, dejaron de hundirse en sus asientos por el susto que les produjo el remate al poste de Leonardo Jara que provocó que todo el equipo del rival de la vida subiese al área en busca de la epopeya. Aprovechando el envión, se levantan del sillón y se disponen a correr con el 10 de River rumbo a la conquista de América.

Ni el mismísimo Cristóbal Colón lo imaginó de esa manera. Lautaro está con su remera blanca que tiene el escudo estampado en el corazón. Adriel se saca su buzo rojo y empieza a hacer el helicóptero, que ni cerca está de alcanzar la altura a la que se encuentran estos dos fanáticos de River. Empieza el conteo para que detone la bomba de bronca acumulada por haber pasado toda la tarde en el Monumental días antes, prendidos fuegos bajo el sol, ardiendo ahora en su casa por la pasión.

El Pity está a punto de agarrar el pase de Quintero. Tampoco se imaginó esa corrida. Quizás sí, en el Monumental. La debe haber soñado incontables veces. En Madrid, ni loco. Pero Lautaro y Adriel le dicen que sí, que está loquísimo. Lo mismo que le dijo el hijo a su padre cuando este se puso a averiguar cómo desasociarse del club de sus amores. Es que el veterano se sintió estafado, les robaron la ilusión de una final River-Boca en sus grandes narices, rasgo inconfundible de los Hudson. Tiene sentido que algo malo haya ocurrido aquel 24 de noviembre, porque, a diferencia de siempre, entraron a la cancha por Labruna y no por Udaondo y al micro de Boca lo mandaron a doblar por Monroe.

A Lautaro le hubiese encantado ver cómo el Pity ahora puntea la pelota hacia delante sin oposición, porque Carlos Izquierdoz le mira la patente, desde su rinconcito de la Sívori, el recoveco que elige para alentar a River. Así lo hace desde la Libertadores 2015. Los Hudson se mantienen firmes: nunca faltan a un partido de local de Copa, no hay nada más importante. Como tampoco lo hubo aquel 23 de junio de 2012, cuando el Rey David Trezeguet devolvió al Millonario a Primera. Lautaro recuerda aquel día en el living de su casa, donde vio llorar a su viejo y no pudo contener las lágrimas. El momento en el que se unió a River para siempre.

El Pity Martínez está por pisar el área de Boca y definir con el arco vacío. Lo acompañan Javier Pinola y Camilo Mayada, que con un ademán le dice al resto que se sume para el abrazo definitivo. Los Hudson quieren correr y no saben para dónde ir. Están en su fortaleza, el líving-garage, donde miran todos los partidos de visitante por Copa Libertadores sin falta. Tímidamente, Marcela Muñiz, madre y compañera, se acerca para grabar el momento final. Rex, el perro fiel, levanta la cabeza para ver qué pasa.

Lautaro y Adriel sienten la lluvia de la final de la Copa del 2015, el 3-0 ante Tigres que vivieron en la cancha. El Pity está por impactar, se encuentran a segundos del Déjá Vú que de Déjá Vú no tiene nada porque no hay nada que se compare con esta final.

Impacta. La pelota besa la red. El Pity se tira al piso, Pinola se le abalanza, llega Mayada, llega el resto. Desde Villa Crespo, los Hudson se funden en un abrazo y la casa es un crisol de emociones. Le gritan al cielo. Adriel se separa para tomar aire y Lautaro lo mira, como mirará todos los días desde el 9 de diciembre de 2018 algún videíto sobre la final, en busca de alguna explicación que pueda poner en palabras lo que siente. Pero no encontrará otra que se le acerque tanto a la definición perfecta como la que pensó mientras veía cómo el viejo se agarraba la cabeza en el living: “Papá, somos campeones de América”.

Te salvaste, lechoncito

Por Franco Sommantico

Hilario golpeó con fuerza el costado de su pequeño televisor Hitachi para que de una vez por todas le devolviera la señal del partido entre Boca y River. A lo lejos se oía la potencia incansable del río Paraná. Afuera del rancho, los chanchos dormían. El gordo Salcedo esperaba impaciente sentado sobre una silla de mimbre, con los pies apoyados en la mesita de plástico que sostenía el televisor, fumando y ahuyentando a los tábanos que se acercaban a esa hora de la noche a picarlo. Hilario golpeó de vuelta. La pantalla amagó con captar la señal pero después hizo un cortocircuito y volvió a quedarse negra. El calor era agobiante. A la musculosa blanca y embarrada de Hilario le empezaban a aparecer lagunas debajo de las axilas.

La señal se había ido hacía un rato, en el entretiempo, y desde entonces Hilario había probado de todo para traerla de vuelta. Primero lo había desconectado y vuelto a enchufar. Nada. Después había agarrado el televisor con las dos manos y lo había sacudido como si fuera una caja de zapatos, tampoco. Se había subido al techo de chapa y toqueteado la antena. El gordo Salcedo se había quedado abajo para gritarle si volvía la señal, y por momentos se había visto, pero no bien Hilario dejaba de hacer presión, la pantalla volvía a ponerse negra. Había intentado sin éxito trabar la antena con un palo de escoba, y hasta la ató con alambre al tronco del eucalipto que tenía en la puerta del rancho, pero nada había funcionado.

Parecía mentira, se iban a perder el final del partido por una antena de mierda. Gladys le había dicho varias veces que el televisor ese andaba mal porque se le cortaba mientras veía las novelas de la tarde, y sin embargo él no la había escuchado. Y por no haberla escuchado antes ahora estaban ahí, los dos, suplicándole a los dioses del cielo y las señales que se dignaran a traerla de vuelta para poder ver el final del partido y saber si le habían ganado o no la apuesta al borracho Quiroga. En realidad era eso lo que más los motivaba. Si bien los dos eran fanáticos de River, como este partido era contra Boca y le habían apostado un lechón a Quiroga, era imposible que se lo perdieran.

Se lo habían cruzado al mediodía, cerca del muelle, cuando volvían de pescar. El gordo Salcedo había bajado a comprar unas empanadas y Quiroga estaba echado en la puerta del almacén con un vino de cartón en la mano. Salcedo, -le dijo- ¿qué jugamo’ pa’ ésta noche? Salcedo no respondió nada. Siguió caminando hasta meterse en el almacén. Compró las empanadas que tenía que comprar y cuando salió, Quiroga le volvió a preguntar. Salcedo, repitió: “Ésta noche gana boquita, ¿qué queré juga’?”

Salcedo no le hubiera respondido si no hubiese sido por Hilario, que desde la canoa había escuchado y le había gritado, confiado porque la pesca había sido buena, que él le jugaba lo que quisiera. “Un lechoncito de esos que tienen en el rancho”, dijo Quiroga. “Y si yo pierdo les doy cinco gallinas a cada uno”.

Hilario ni siquiera dejó que Salcedo lo pensara y, antes de que llegara a abrir la boca, él ya había aceptado. Por eso habían discutido varias horas cuando volvió a subir a la canoa, y por eso ahora estaba tan enojado que, al acordarse, le pegó de lleno una patada al televisor.

Hilario saltó hacia atrás asustado. El televisor hizo un breve cortocircuito y la imagen de a poco comenzó a tomar color. La voz robótica del relator empezó a llegar con retraso y distorsionada. Ninguno de los dos podía creerlo. Se quedaron paralizados por temor a que la señal se fuera de vuelta. Hilario había quedado detrás del televisor, pero eso no importaba. El marcador indicaba empate en uno a los cuarenta minutos del segundo tiempo. Había córner para River. El gordo Salcedo miró con atención el recorrido de la pelota. Cuando estaba por caer en el área dejó suspendido el cigarrillo y abrió los ojos y la boca. Fueron uno o dos segundos en los que vio venir de atrás a lo lejos a Ramiro Funes Mori en un salto interminable, y después fue la pelota acariciando la red y un grito de gol desaforado. Se levantó de la silla, revoleó el cigarrillo y abrazó bien fuerte primero al televisor y después a Hilario. De la emoción salió corriendo para afuera, al corral donde dormían los chanchos, se metió con las ojotas en el barro húmedo y lleno de mierda, y levantó a upa a un lechoncito al que luego miró a los ojos y le gritó: ¡Te salvaste, hijo mío! ¡Te salvaron!

La boina fantasma de Varela

Por Santiago Carrodeguas

La tempestad que azotaba al Vapor de la Carrera no era nada al lado del mal humor que tenía ese forward uruguayo. Todo lo que había construido en Peñarol, los títulos que había ganado (cuatro al hilo, nada menos) habían sido olvidados por esos ingratos que solo pensaban en buscar a una nueva estrella para lucrarse a su costa durante diez años y arrojarlo a la basura. Pero él no era así, no estaba dispuesto a ser un estrellado más.

Fue su sed de revancha la que lo hizo aceptar, a comienzos de 1943, aquel telegrama de Boca Juniors que puso trabas antes de contratarlo porque lo habían injuriado con lesiones crónicas que no tenía. Los dirigentes le comunicaron que tenía que jugar un partido de prueba, como si fuera un simple principiante y no un goleador consagrado que pisaba los 30. Al final, después de mucho discutir, se tragó su orgullo y despejó las dudas de los que no creían en él.

Era fácilmente distinguible en la cancha y no por sus rasgos faciales. La boina blanca que usaba en los partidos había llegado con él a Buenos Aires y sabía el impacto que provocaba en la gente. Incluso cuando fue tapa de la revista El Gráfico no se separó de ella, era lo que lo hacía destacar por sobre otros delanteros. Más que una novedad, era el resurgimiento de algo que había sido habitual cuando la pelota era de tiento, ya que ayudaba a reducir el impacto en los cabezazos, pero que pasó al olvido luego de que tres argentinos inventaran, en 1931, una nueva pelota sin el peligroso material.

Muchos lo acusaron de tramposo porque, supuestamente, usaba un refuerzo de cuero bajo la boina que le daba una potencia descomunal a sus cabezazos. Nunca les dio el gusto ni desvelo el secreto como sí hizo Bernabé Ferreyra, ídolo de River, cuando les enseñó su pie zurdo a los que no entendían cómo lograba ese disparo que lesionaba rivales.

Desde joven se dio cuenta de que la vida del futbolista era muy corta y por eso tenía un empleo en Uruguay en la empresa Usinas y Teléfonos del Estado, de lunes a viernes. Los sábados viajaba a Buenos Aires para jugar y los domingos a la noche volvía a Montevideo. Para él, ese empleo era para toda la vida, y aunque trataron de convencerlo para que no siguiera esa agotadora rutina, nunca lo abandonó.

Eso, aunque no le importó demasiado, generó una mala relación con algunos integrantes del plantel: “Le teníamos envidia, porque era muy ostentoso en sus ademanes y en su manera de ser. Sus gestos no caían bien entre los compañeros. Hacía un gol y tiraba la boina para las tribunas. Era vivo para ganarse a la hinchada y para fabricar penales; esa actitud nos molestaba. Viajar el día antes del partido conspiró contra su rendimiento”, contó Juan Carlos Lorenzo, integrante de ese plantel y campeón de América e Intercontinental como entrenador de Boca en la década de los ’70, en su biografía El Toto, escrita por Alfredo Di Salvo.

Orgulloso o no, sus cualidades goleadoras eran notables y las demostró a lo largo de todo ese campeonato que pelearon Boca y River hasta el final. En el clásico de la primera vuelta, en la Bombonera, anotó pero los Millonarios triunfaron por 3 a 1. La revancha se jugó en un escenario de paridad y en el que todo se puso cuesta arriba para el Xeneize después de que Félix Lousteau le diera la ventaja a River.

Apenas inició el segundo tiempo, Lucho Sosa, marcador de punta derecho de Boca, tiró un centro pasado pero que no tenía ningún destinatario. No había nada especial en esa jugada y Carlos Lettieri, arquero de River, ni siquiera tenía intención de jugarla, por lo que la pelota se iba lentamente hacia la línea de fondo. Hasta que apareció él.

Era una sombra, un fantasma que se desplazaba sin hacer ruido y un doctor Jekyll que se transformó en Mister Hyde tan rápidamente que no levantó nada de polvo cuando se zambulló al lado del arco para inflar la red. Lettieri intentó detener lo inevitable, pero ya era tarde. Severino Varela, aunque nadie lo advirtió, empezó a irse justo cuando acababa de llegar.

Es el Boca-River para todo

Por Gianfranco Zanier

Inter y Milan, Barcelona y Real Madrid, Manchester United y Liverpool si hablamos de Europa. Más cerca Nacional y Peñarol o Flamengo y Fluminense. Pero no sólo se encuentran en el fútbol, CASI y SIC lo comprueban. También lo hubo en la literatura cuando las publicaciones se separaban entre lo que era el Grupo Florida y el Grupo Boedo. Y en la música con los fanáticos de los Rolling Stones y los de los Beatles, o los “soderos” y los “ricoteros”. Pero, ¿qué tienen en común todas estas cosas? La respuesta es fácil: son o fueron distintas rivalidades que surgieron a lo largo de la historia. Sin embargo, para los argentinos es aún más fácil: “es el Boca-River de”.

Esa frase, que simplemente hace alusión a un enfrentamiento entre dos clubes de la capital de nuestro país, tiene el peso suficiente para transmitir algo que es muy difícil de explicar con otras palabras. Porque más allá de una rivalidad, denota dos grandes potencias que comparten un mismo escenario, pero son (o quieren ser) opuestos en todo lo demás. Es la descripción de dos masas con una identidad y un sentido de pertenencia, que los ponen en veredas opuestas y los obligan a querer ser los mejores.

Pero cuando uno piensa: “¿De dónde nace esta extrema y constante confrontación?”, la respuesta es obvia: son los dos equipos más grandes del país. Pero deja muchos interrogantes: ¿Por qué se establecieron como los clubes más importantes del país? ¿Siempre fue un “Superclásico”? ¿Cómo llegó el partido a convertirse en una expresión?

Los más grandes

Con la profesionalización, Boca y River rápidamente se acomodaron como las grandes potencias, repartiéndose 13 (seis para Boca y siete para River) de los 17 torneos que se jugaron en los 15 primeros años de fútbol profesional y así se subieron al pedestal de los equipos más grandes.

Finalmente, con la explosión del fútbol como fenómeno popular, ya asentados en el primer escalón del fútbol argentino, pasaron a la historia con los primeros logros continentales para grabar a fuego sus nombres en la historia del fútbol sudamericano. Primero Boca en 1977 y nueve años más tarde, en 1986, River Plate.

El Superclásico

Al ser los dos clubes más importantes del país y quienes se disputaban la mayoría de los títulos, la rivalidad fundada en La Boca persistió. Pero no siempre fue como se vive en la actualidad. En los primeros años del profesionalismo, el Boca-River era tan solo un enfrentamiento entre los dos cuadros más poderosos, un simple partido importante dentro del calendario del campeonato.

Pero llegados los años 70 algo empezó a cambiar. La masividad del fútbol atrajo al periodismo, que encontró en él un canal directo a los sectores populares. También la llegada de los patrocinadores y sponsors cambiaron la forma de concebirlo. El fútbol profesional dejó de ser una actividad deportiva para convertirse en un negocio.

A partir de aquel momento, los clubes forjaron un sentido de pertenencia nunca antes visto en el deporte nacional. Los hinchas del fútbol dejaron de ser “del fútbol” y pasaron a ser hinchas de sus respectivos equipos. El placer de ver un buen partido dejó de existir ya que lo único importante era ganar y ser mejor que el rival. Con todo estos cambios y la ayuda de los medios, nació el Superclásico.

Aquel partido que llamaba la atención y generaba expectativas, pasó a ser el centro de la atención popular y el encuentro deportivo más importante del año. Ganar el Superclásico comenzó a ser un objetivo en sí, más allá del desempeño en el campeonato. Y para terminar de consagrarse como tal, llegó la final del Nacional 1976: en más de setenta años de existencia, los archirrivales se cruzaban, por primera vez, en una final.

La rivalidad que en algún momento fuera meramente deportiva en la actualidad es total: estilo de juego, idiosincrasia de club, identificación. “Mirá que distintos somos”, se canta en la cancha del Millonario. “Muchas cosas nos separan”, en la del Xeneize. Ese duelo de equipos poderosos, hoy es una guerra entre movimientos populares. Gareca, Ruggeri, Caniggia o Batistuta serían los más grandes traidores en el fútbol de hoy.

La frase

Como consagración de lo que significa y de lo que es esencialmente el hincha de fútbol en la Argentina, el “Boca-River” es un conjunto de sentimientos, calificativos, semejanzas y diferencias. Porque esa expresión tan sencilla significa pasión e identidad, grandeza y popularidad, y deja bien claro que dentro de una misma escena no hay opuestos más lejanos. Precisamente eso es lo más llamativo: dos clubes, nacidos en el mismo barrio, igualmente populares y de una paridad increíble en cuanto a logros deportivos, son las caras opuestas de la misma moneda. Son muchas las similitudes y muy pocas las diferencias, pero hay una que pesa más que todo el resto y le da vida al mítico Superclásico: los colores.

Cuando los unos son uno

Por Joaquín Grasso

Cien metros de verde los separan. Y varias líneas de cuatro hombres. De tres. A veces dos. Y otras tantas cinco. También los 16 kilómetros y medio desde Núñez a La Boca en micro blindado con custodia policial. O las casi 11 horas de travesía por rutas 33 y 7 desde el Barrio Centro, en Casilda, Santa Fe; hasta San Martín, al norte mendocino. Los separan las infancias contrastadas. Los colores del buzo y del escudo que llevan hilado al pecho. Los separan Boca y River, y a la vez los unen.

En Esteban Andrada y Franco Armani se funde el número 1, brillante a sus espaldas. Las cláusulas de rescisión de cifras exorbitantes. El sacrificio de haberla remado desde abajo: a Andrada, un accidente de tránsito le arrebató a su padre a los 15 años. Se hizo cargo de su madre y seis hermanos, y pasó su infancia trabajando en una finca. “Perderlo fue lo más duro que me pasó en la vida”, confesó. Y agregó: “Tenía que cosechar, meter las uvas en un tacho y cargarlas en un camión. Se pagaba cinco pesos el tacho y cada uno pesaba 30 kilos. Yo era flaquito, así que me calzaba el tacho al hombro y hacía equilibrio”.

Equilibrio que no lograba Armani en su incursión por tierras colombianas. Habían pasado casi tres años desde su partida de Deportivo Merlo y en Atlético Nacional su nombre no figuraba siquiera en las convocatorias. 27 años y tercer arquero. Las lesiones lo apartaron a un costado de la línea de cal. Hasta que un día se paró bajo el travesaño y no salió más. Se volvió un pilar angular del elenco paisa y hoy día es el ídolo máximo de su historia. Su explicación: la fe en Dios. “Al principio estuve de vacaciones. Hacía turismo y de noche me la pasaba llorando. Pero él me llevó a conseguir todo, a la posición en la que estoy. Tenía algo para mí”.

Aquellas fechas volaron del calendario, pero el mundo fútbol se pausó el 9 de diciembre de 2018. Uno de cada lado, a ellos también los une Madrid. Primera vez que compartieron el mismo suelo. River-Boca: la final de la Copa Libertadores.  El resto es historia cantada. Las cámaras gatillaron en el festejo de Lucas Pratto, en la zurda inmortal de Juan Fernando Quintero, en la alegría –siempre mesurada- de Marcelo Gallardo, en el derrumbe emocional de los vecinos de enfrente. Pero la foto, con ellos como protagonistas, quedó escondida en algún recoveco de internet.

Una captura en baja calidad desde la tribuna del Bernabéu que a simple vista no dice nada. Un apelotonamiento de futbolistas en el área millonaria. Solo resaltan los unos, uniformados de flúor. Lo que vale es el contexto; un instante congelado que parece tener continuidad. Porque fue la última jugada del partido que todos recuerdan –aunque no todos quisieran-. Y la mente va armando el rompecabezas secuencial: córner al punto penal y sigue el bombardeo de recuerdos; el puño diestro de Armani que ganó por encima de 16 cabezas, entre ellas la de Andrada, que cruzó todo el campo a por la heroica. Fue el génesis del tercer grito, el de la corrida de Gonzalo Martínez, el del final en la final.

Nueve meses más tarde, volvieron a cruzarse en la parda en cero de la quinta fecha de la Superliga. Fue en el Monumental, el lugar que se perdió la hazaña copera por el mangoneo de los violentos. Nuevamente rivales, pero también, esta vez, compañeros. Sus descollantes presentes los encumbraron a la Selección Argentina. Compartieron -comparten- habitación en las concentraciones y también un puñado de récords.

Luego de los tres mazazos en Madrid, llegaron las buenas para el centinela xeneize. El arco de Andrada ostenta 1049 minutos invicto por competencia oficial, un registro arriba de figuras del calibre de Antonio Roma y Carlos Navarro Montoya. “Son estadísticas. Cada vez que salgo a la cancha no pienso en eso”, comentó, perfil bajo. Es la máxima marca en la historia de Boca. Similar a la que despliega Armani con la banda cruzada: 671, un escalón por encima del gran Amadeo Carrizo y Marcelo Barovero. “El récord me motiva para seguir creciendo, pero esto es gracias al equipo”, afirmó.

El arribo de octubre los tiene presentes. En los medios, los bares, las calles y también en la cancha. Cara a cara, otra vez. Ya pasó la ida en el Monumental con el aplastante triunfo del local por 2-1 y el 22 se definirá la serie en La Bombonera. Una excusa más para que los dueños del área grande sigan defendiendo, de poste a poste, la identidad de sus colores; tan desiguales, tan complementarios.

El baile de la gambeta

Por Mariano Sánchez

En una villa nació, fue deseo de Dios. 1960, en Villa Fiorito: el fenómeno había llegado a la Tierra para cambiar para siempre la historia del fútbol. A 21 años de su arribo, en una Bombonera en la que no había lugar para nada más que un sueño que daría alegría a propios y extraños. Un pecho, una zurda y una derecha despojarían del alma de todos los bosteros el grito de gol. De la garganta, al cielo dejando la tierra para viajar a la felicidad de la victoria.

Tiempo de un país marcado a fuego por la brutalidad de la dictadura militar, buscaba la felicidad por cualquier lado. El deporte y la música, en muchas ocasiones, brindaba a los argentinos el momento de felicidad. Queen llenaba varios puntos del país con su música y Reutemann conseguía el sub campeonato de Fórmula 1. Por aquella carrera decisiva, el primer clásico de Maradona se jugaba temprano. El Diego convertía su primer gol contra los primos, pero perdería 3 a 2. El Monumental le prohibiría festejar.

La vida es una tómbola. A veces decidida por el azar, otras por un ente que llega entre simples mortales para decidir por ellos. Dos goles separaban a los locales de la visita, así como un partido más, pero cada historia tiene su pizca de inigualable. El mejor de todos, Pelusa –por aquellos tiempos- pondría su estampa distinta y decidiría que aquel Boca 3 River 0 sería recordado para siempre.

En una noche de lluvia en Buenos Aires, se disputaba el segundo Superclásico del año 81. Víctor Hugo relataba para el país una demostración de fútbol. Sin darse cuenta, narraba el deseo de Dios:

“Siempre Córdoba. Se frena. Se demora. Permite que se acomode River. Viene  para Maradona, domina cara a cara. Escapa. Ta, ta, ta, ta ¡Que sea! ¡Que sea! Gol. Gol. Gol. Gol. Gooooooool de Boca. Diego Armando Maradona el mejor jugador de fútbol del mundo”.

Aquella noche, El diez Xeneize dominaba con la zurda un centro elevado. Pie a mano con Ubaldo Filliol, lo desparrama en el área chica con una simple pincelada izquierda, luego, sin presión de definir, amaga para dejar en el verde césped a Alberto Tarantini, dejar la pelota en el fondo de la red y correr hacía el banderín izquierdo y grabar en la memoria del fútbol, una muestra  del gran Diego Armando Maradona.

Pilar Campoy: “Hoy le diría que no a Las Leonas, más adelante no sé”

Por Brenda Molina

María Pilar Campoy acomodó su vida a un sueño: llegar a la Selección argentina de hockey. Desde los 15 años formó parte de las elegidas para representar a Buenos Aires y de ahí saltó al seleccionado nacional, pero hoy está muy lejos de eso. 

Hace un tiempo que Pilar no tiene un lugar en la Selección y tampoco se la nota con muchas ganas de formar parte. “La realidad es que estoy transitando otro momento en mi vida. Hoy las veo jugar y no tengo esa sensación de querer estar ahí como me pasaba antes, siento que hay muchas cosas que se perdieron en estos años. Sé que hoy diría que no, más adelante no se, no tengo las puertas cerradas. Estoy haciendo otras cosas de mi vida y estoy disfrutando un montón”, expresó Campoy. 

A principio de año tomó la decisión de irse a España definitivamente y está muy cómoda en la Real Sociedad. Fue fichada y vive de lo que más le gusta, que es jugar al hockey, pero con un plus: está al lado de su novio después de meses separados y de hacer viajes express a Europa. 

Pasaron 24 años de la primera vez que agarró un palo y una bocha. Sus papás la llevaron al Club Banco Nación porque jugaban sus primas y escucharon que era una linda actividad para su hija. Desde ese entonces nunca lo dejó. A la par empezó a hacer tenis tres veces por semana, pero es una anécdota la Pilar tenista. Cuando empezaron a llegar las convocatorias relacionadas con el hockey, la raqueta y el polvo de ladrillo quedaron de lado. 

El primer llamado llegó para representar a Buenos Aires en 2006 y, según ella cuenta, ese fue el momento en el que hizo el click de que quería meterle más al hockey: “Creo que ahí hice ese pequeño cambio y dije ‘creo que voy más por el lado del hockey’. Mi familia siempre me apoyó y ellos también me hicieron ver que era por ahí”. 

No sólo sus primas y sus papás la llevaron por el camino del deporte, sino que su hermano Tobías también aportó lo suyo. Se criaron juntos y disfrutaron de jugar al fútbol, al básquet e hicieron taekwondo, todo a la par, Tobías adelante y Pilar, chiquita y rubia como es ahora, seguía a su hermano. Él la ayuda desde afuera de la cancha y Abril, su hermana menor, desde adentro. 

Con Abril compartieron equipo toda la vida -primero en Banco, donde se formaron, y después en Náutico Hacoaj- y es el gran apoyo de su hermana cuando se pierde en la cancha. Al ser tan exigente, cuando no le salen las cosas bien se va del partido, pero si al lado está Abril no hay problema, ella sabe cómo hacer para que Pilar dé lo mejor de sí. “Jugar con mi hermana es algo especial, cuando estamos lejos donde más la extraño es dentro de la cancha”, confesó la más chica de los Campoy.

Las hermanas Campoy vistiendo la camiseta de Hacoaj, segundo club en el que jugaron juntas. Foto: Instagram.

Pilar fue quien tomó la decisión de separarse en la temporada 2011/12 porque creía que era necesario salir de su zona de confort: “Me sentía como estancada, llegué a ser capitana y ese era mi tope”. Tuvo la posibilidad de ir a varios clubes, pero Jorge Lombi y su idea de juego la convencieron para que se inclinara por Hacoaj.

En 2016/17 Abril pasó a Náutico también, pero Pilar no estaba muy convencida, ya que ella sabía que en cualquier momento se iba a ir al exterior y no quería que su hermana se quedara sola. Al poco tiempo le surgió la primera posibilidad de irse a España y se fue al viejo continente a vestir la camiseta del Taburiente, en Islas Canarias.

En realidad, fue la primera vez que la oportunidad de jugar en Europa se concretó. En 2015 estuvo a dos semanas de irse a Madrid, tenía pasajes pagos y todo organizado, pero un llamado de Gabriel Minadeo cambió todo en un segundo. “Hacía dos horas yo había dicho que al seleccionado no volvía más porque quería hacer otras cosas y de repente me cayó esta noticia. Yo había sufrido un montón en la Selección pero sentí que ese era mi momento”.

Así fue la primera vez que formó parte de una lista oficial de Las Leonas. Por dos años y medio figuró en el plantel fijo, hasta que llegó el actual entrenador y no la tuvo muy en cuenta. El año pasado le tocó quedar fuera de la lista para el Mundial. “Era un sueño para mi jugar un Mundial, es el torneo que me falta”, contó la oriunda de Vicente López. 

A pesar de todo, fue muy feliz vistiendo la albiceleste. Se sonríe y muestra su tatuaje de los anillos olímpicos en su muñeca izquierda cuando le preguntan por los Juegos de Río de Janeiro 2016. “Fue algo único que muy pocos tienen la posibilidad de hacer y yo disfruté mucho desde entrenarme para ese momento, subirme al avión y compartir con otros deportistas. Para mí era todo muy mágico”. Cuenta que fue algo que la marcó no sólo en lo deportivo, sino también en lo personal. Fue un antes y un después en su vida y por eso decidió llevarlo para siempre en su piel.

Hoy, ya lejos del seleccionado, sus compañeras la extrañan. “Extraño todos los días la complicidad que teníamos, extraño lo que nos reíamos todo el día y el hecho de compartir todo”, recuerda Agustina Albertario. Aparte de aportar habilidad y goles a la Selección, dentro del grupo era alguien importante. Dentro de los planteles siempre hay mucha competencia, pero Pilar está lejos de eso. Siempre está pensando, no solo en el arco, sino también en sus compañeras.

Campoy y Simonet representaron a la Argentina en los Juegos Olímpicos de Río 2016, en hockey y handball respectivamente. Foto: instagram.

Hoy vive en la ciudad de Benidorm, entre Valencia y Alicante, ya que Pablo Simonet juega al handball allí. Pilar viaja de viernes a lunes o de jueves a domingo para entrenar con el equipo y juega los domingos. Los días que está en su casa entrena con Pabli, como le dice ella, y salen a correr por la playa o a caminar con su perra, Mila. 

Lo que más le cuesta de su nueva vida es el tiempo libre. Necesita siempre estar haciendo algo, es muy inquieta. Todo el tiempo busca actividades para que hagan los dos, recorrer ciudades, ir al gimnasio, al shopping, cocinar, lo que sea, pero no estar sentados en el sillón excepto que sea para mirar deportes. “Los domingos en casa son a cuatro pantallas: básquet, handball, hockey y fútbol. Eso es espectacular”, dice Pablo con cara de enamorado. 

El tiempo libre la empujó a volver a comenzar una carrera. Cuando terminó el colegio había empezado el Profesorado de Educación Física, pero entre los entrenamientos, el estudio y el trabajo no podía con todo y decidió dejar lo que más le costaba, el estudio. Siguió entrenando y continuó con el trabajo, que era ser profesora de deportes en colegios como el Florida Day School y el Palermo Chico. Hace poco se anotó en la carrera de Relaciones Públicas y Organización de eventos, que la hace a distancia y rinde cuando vuelve a Buenos Aires.  

No es una persona que piensa mucho en lo que va a pasar, pero sabe que el amor por su pareja maneja su vida y por eso no tiene otra cosa en la cabeza que ser felices juntos y poder sostener la familia que de a poco van formando. “La realidad es que no sé qué me depara el futuro. Hoy estoy viviendo en Benidorm y por ahí mañana me tengo que ir a Francia. Sé el hoy, no el mañana”.

La máquina de producir talentos bajó las revoluciones

Por María Belén Muñoz Suárez

Argentina es uno de los países en el que hay varios clubes que históricamente se han caracterizado por un buen trabajo en inferiores, como el Club Atlético Tigre, que recientemente se consagró campeón de la Copa Superliga con jugadores en su plantel que salieron de las inferiores, como Lucas Menossi y Gonzalo Flores.

En promedio de juveniles se tiene el dato de que llegan tres futbolistas por categoría a la Primera. Un caso particular es el de Flores, quien desde la séptima categoría fue citado a la Primera. “Mi paso por las inferiores me dejó la experiencia de que no importa lo poco que tengas, sino las condiciones de cada uno y lo que quiera llegar a ser el día de mañana”, destaca el jugador de 18 años. “Lo que importan son las ganas y la motivación de querer llegar rápido a vivir lo mejor”.

Tigre es un club que busca promover la excelencia deportiva en el desarrollo sano de los más chicos. Para el club, el fútbol amateur es una apuesta fuerte y se demuestra con hechos cuando se ve en la Primera un equipo de once conformado por seis o siete jugadores surgidos de la cantera y el progreso en las obras que se realizan en el predio, que ponen a disposición un lugar único para que puedan entrenar en las mejores condiciones.

Santiago Giretti, ex futbolista y actual preparador físico de la séptima categoría en las inferiores del club, relata que su trabajo es entrenar a los jóvenes con ejercicios técnicos de desarrollo muscular y potencia máxima. “Los capacitamos para la sexta que es la categoría donde los jugadores explotan y en quinta normalmente ya suben a Primera”, señala. En las inferiores en general hay dos coordinadores, uno de directores técnicos y uno de los profesores que es el que les marca la línea de trabajo.

Sin embargo, Giretti destaca que no se utiliza el mismo método que en la división mayor: “Se intentó en su momento con Cristian Ledesma que se llevó varias personas de inferiores pero le fue mal en Primera, lo echaron y a partir de ahí no se hizo más”. En inferiores y hasta la reserva se sigue la misma línea, en Primera se trabaja aparte ya que tienen su propio método. “Las urgencias eran distintas en su momento en la Primera que en inferiores y hubo tantos cambios técnicos que no se puede seguir una misma línea porque es una veleta que va de acá para allá”, resalta.

En Tigre hay 35 chicos en cada categoría, pero puede que de alguna lleguen cinco y de otra, uno o ninguno. La presión de padres y representantes, la falta de identificación con referentes y los errores en la formación son a veces algunas razones que explican la ausencia de nuevos talentos. La máquina de producir talentos que solía ser la Argentina, en los últimos años, bajó las revoluciones. No suelen abundar los grandes proyectos.

Los pocos juveniles que brotan suelen tener una explosión muy importante, pero luego, en el momento de mantener y confirmar su nivel, la mayoría tropieza. “Es duro llegar y también es duro mantenerse”, manifiesta Flores. Y así pone en plano que son grandes las diferencias entre los entrenamientos de la división mayor y los de las inferiores: “La gran diferencia se nota, son otros controles, otros perfiles, otro manejo de pelota, otra coordinación, otro ritmo y otra velocidad”.

Son cada vez menos los chicos que triunfan acá, lo hacen allá, en Europa, y hoy son número puesto hasta en la selección argentina. Esta tendencia se hace más notoria en determinados puestos: laterales, tanto por la izquierda como por la derecha, centrales zurdos, volantes centrales de marca y centro atacantes goleadores son algunos de los puestos donde menos chicos surgen, que más solicitan los equipos del fútbol argentino en los mercados de pases y donde se advierte una escasez que llega hasta todos los clubes.

Cambios permanentes en los cuerpos técnicos de primera división, una situación que no se modificó, presión por parte de los padres y representantes para que los chicos ocupen determinados puestos, la falta de identificación con referentes en su posición y errores vitales en la formación, son algunas de las razones que los coordinadores del fútbol juvenil encadenan como causas de esta pobreza de nuevos talentos.

Giretti señala que llegan menos del 10%: “Un chico que forma parte de un club de la A y llega a la sexta, puede jugar en Primera, si llegó a la sexta es porque puede jugar al fútbol pero después hay que ver el nivel y si quiere hacerlo”. Refiriéndose a la formación de los jugadores, dice que hay que cambiar cosas para poder mejorar: “El apoyo psicológico sería muy importante porque hay muchos chicos con bastantes problemas familiares; hay casos de padres presos o golpeadores, madres que los abandonaron, chicos huérfanos”.

Un abanico de dificultades se muestra en las inferiores del club, pero consideran que apuntalándolo desde el lado psicológico se podría ayudar a que los jóvenes se formen. Hay chicos que no llegan por las cosas que pasan en su entorno o porque están mal ellos. En Tigre recién el mes pasado empezó a trabajar un psicólogo pero creen y esperan que esta modalidad va a ir creciendo.

Juan Pablo Pochettino, ex preparador físico del club, opina sobre la formación de jugadores y señala que hay que cambiar muchas cosas tal como lo de las pensiones: “No hay que obligar a que los chicos vengan de tan chicos a Buenos Aires, sería bueno que puedan seguir jugando cerca de sus familias y sus amigos hasta un cierto tiempo como los 14 o 15 años, antes no”. Ejemplifica esto diciendo que en el sur de la Patagonia tienen que mandar niños de 13 o 14 años a Buenos Aires para que se terminen de hacer buenos futbolistas, y esto tiene que ver mucho con la historia del país y la centralización histórica.

Por este lado de las pensiones y siguiendo con la misma línea de los chicos con problemas en su entorno, no hay pensión para ellos en Tigre. El año pasado había una con 16 chicos del interior pero la redujeron a ocho por temas de presupuesto. La prioridad es supuestamente para los que mejor juegan o los que más futuro le ven. “Para que algunos chicos puedan llegar hay que sacarlos del entorno que los rodea, por ahí el pibe es bueno y lo perdés solo por lo que pasa en la casa”, manifiesta Giretti.

Pochettino afirma que los técnicos y preparadores del club deberían primero formar a la persona más que al futbolista, enseñarles a los jóvenes a ser buenas personas y respetuosos. “El fútbol es un deporte en equipo, por eso hay que entender que necesitas de alguien más para ganar, uno no entrena solo sino que entrena con otros y por eso lo humano es trascendental”, asegura.

Desde el club lo que buscan es que los chicos reciban el cuidado necesario para formarse no solo como jugadores sino como personas de bien. Quieren que concurran a escuelas del Municipio, se alimenten y desarrollen actividades complementarias al entrenamiento diario con sus compañeros en el gimnasio. Para así, afianzar los lazos con la zona que los vio nacer, brindando la oportunidad a los jóvenes de participar de un deporte sanamente, defendiendo los colores de la Institución. 

 

Con la mira en Francia

KUMAGAYA, JAPAN - OCTOBER 09: Head coach Mario Ledesma of Argentina congratulates his players after the Rugby World Cup 2019 Group C game between Argentina and USA at Kumagaya Rugby Stadium on October 09, 2019 in Kumagaya, Saitama, Japan. (Photo by Clive Rose - World Rugby/World Rugby via Getty Images)

Por Ignacio Garavello

Nadie esperaba este final de Los Pumas en el Mundial. Ni los jugadores y el cuerpo técnico. Menos quienes viajaron a Japón a alentar. Tampoco los que están leyendo esta nota. Las semifinales en el 2015 y la llegada de Jaguares a la final del Super Rugby ilusionaron con, por lo menos, repetir lo hecho en Inglaterra. Pero lejos se estuvo de ese desempeño.

Una gran diferencia de hace 4 años es el grupo en el que estuvo Argentina. Los Pumas estaban entre los 8 primeros del ranking de World Rugby y tuvo que compartir la primera fase con Nueva Zelanda, Georgia, Namibia y Tonga. Perdió con los All Blacks y después ganó los otros con comodidad, así accedió a los cuartos de final. Para la conformación de los grupos de este Mundial, estaba por debajo del octavo lugar y debió enfrentarse a Francia e Inglaterra que formaban parte de los primeros.

Mario Ledesma es el head coach de Los Pumas desde hace un año y una de sus primeras declaraciones como entrenador fue que era difícil apuntar alto para el Mundial de Japón por el poco tiempo que iba a llevar al mando del equipo. Después de la victoria ante Estados Unidos por 47-17, Ledesma, haciendo un balance de toda la Copa del Mundo, dijo que “me quedo con gusto a poco porque en ningún partido pudimos llevar a la cancha todo lo que habíamos practicado y después miras los partidos de Francia contra Tonga y Estados Unidos y duele, pero, por otro lado, veo un futuro esperanzador para el rugby argentino”.

Los nueve debutantes de Argentina en esta Copa del Mundo fueron Emiliano Boffelli, Marcos Kremer, Bautista Delguy, Santiago Carreras, Juan Cruz Mallia, Mayco Vivas, Enrique Pieretto, Santiago Medrano y Lucas Mensa, que, muy probablemente, si Ledesma sigue como head coach, veremos en Francia 2023. La era de Ledesma arrancó hace, relativamente, poco y debería extenderse hasta el 2021 que es cuando finaliza el contrato.“El próximo Mundial arrancó hoy”, exclamó el entrenador argentino en el campo de juego en el que acababa de perder contra Inglaterra y estaba a un paso de quedar eliminado. La preparación y los procesos previos a los grandes torneos es muy importante. A Japón Ledesma llegó con poco tiempo de trabajo. A Francia, llegará con 5 años al mando del equipo y con una experiencia mundialista en su haber.