Por Gregorio Gajate
En octubre la temperatura de Misiones ronda los treinta y cinco grados en promedio, y esta no es la excepción. Es el día dieciocho del 2012. Lucas Báez tiene veintitrés años, sale de la ducha de la casa de su abuelo y se viste para el cumpleaños de cincuenta de su padre. Acaba de bañarse y las gotas de sudor ya le chorrean por todo el cuerpo. Agarra la camisa blanca, se la pone y se da cuenta que le cuesta abrocharse los botones. Después se pone el pantalón, pero cuando va a ajustarse el cinto ve que ya no llega al agujerito que usaba siempre. Agacharse para atarse los zapatos nunca fue un problema, hoy sí, y esa fue la gota que rebalsó el vaso.
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Lucas tenía dieciocho años cuando dejó la ciudad de Chacabuco, al noroeste de la provincia de Buenos Aires, a unos doscientos kilómetros de Capital Federal, para estudiar arquitectura en la Universidad de Belgrano.
“Cuando vine a Capital dejé el fútbol, pero jugué desde los cuatro o cinco hasta los dieciocho en Argentino de Chacabuco y no seguí entrenando acá porque no me daban los tiempos, cursaba muchas horas semanales, más los trabajos que tenía que entregar, no llegaba”.
Arribó a la ciudad y automáticamente se instaló en el departamento junto a su hermano –que hacía dos años que estudiaba–, ubicado en Paraguay y Bulnes. Si bien no sabe por qué eligió esa carrera, dice que le gustaba el diseño y prefería hacer trabajos prácticos antes que sentarse a estudiar.
“Fueron años en los que no hice absolutamente nada desde lo deportivo. Capaz algún partido con mis amigos, pero nada más que eso, le dediqué todo mi tiempo al estudio porque la única herencia que podía recibir era esa, la posibilidad de estudiar. Además, mis viejos estaban haciendo un esfuerzo enorme y me tomé la responsabilidad de recibirme lo antes posible”.
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El Rosedal es un parque del barrio de Palermo que integra el conjunto conocido como Parque Tres de Febrero. Tiene cerca de veinte mil rosedales y hay diversos bustos de poetas y escritores, un patio andaluz, un puente griego y hasta lagos artificiales. También se pueden ver personas haciendo actividad física, como Lucas, que el 8 de noviembre de 2012 –dos semanas después del cumpleaños de su padre–, arrancó en el grupo Correr Ayuda.
“Además de hacerlo para bajar de peso, empecé para desconectarme un poco de la rutina, y le debo mucho a mi entrenador Marcelo Perotti, que sigue siendo el mismo hasta el día de hoy. Él no busca hacer atletas, el objetivo del grupo es dispersarse de la vida y yo sigo bajo esa estructura porque me siento cómodo ahí”.
En ese equipo le empezaron a decir Gaucho. Probablemente porque es del interior o “del campo”, como suelen decir los porteños, y es por eso que, al día de hoy, sigue usando su característica boina. Aunque él no tenga mucho que ver con eso. Siempre fue un tipo de ciudad.
Al año ya había bajado quince kilos y seis meses más tarde, con la ayuda de un nutricionista, otros cinco. Las buenas marcas fueron llegando solas. A medida que iba bajando de peso, se iba dando cuenta que achicaba mucho los tiempos.
“Me pasó que en un año corrí cuatro medias maratones y cada dos meses bajaba entre cinco y diez minutos el tiempo, y eso hizo que me motive. Me enfoqué mucho más en los entrenamientos y en la comida. Si bien nunca tuve una dieta muy estricta en cuanto a qué comer y qué no –acá destaca los fiambres que le apasionan, las cervezas que se toma con sus amigos o los asados que come cuando vuelve a Chacabuco–, intento respetar las cuatro comidas diarias. Digamos que vivo la vida porque entendí que la actividad pasa por otro lado”.
En esos dos años y medio viajó por todo el país para correr tanto en calle como en montaña. Él cuenta que, además de los logros que obtuvo, las marcas y los premios, lo más positivo que se lleva de estos años fue conocer nuevas ciudades y personas.
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Son casi las doce del mediodía de algún día de septiembre de 2016 en Berlín, Alemania. El cartel de llegada es gigante, de color azul, y está repleto de publicidades. El cronómetro marca dos horas con cuarenta y seis minutos. A unos cincuenta metros se ve a un tipo con boina celeste y blanca –de los mismos colores que su musculosa–, y short azul. Antes de atravesar la llegada levanta los brazos, festeja y sigue corriendo. Lucas está a punto de terminar su primera maratón. Apenas cruza la meta, salta y levanta el puño derecho.
Cuando mira su reloj, no lo puede creer. Está cansado, corrió cuarenta y dos kilómetros y todavía tiene energía para saltar, gritar y festejar. Se agarra la cabeza, sigue sin poder creerlo. Señala con ambas manos el cielo y agradece. Aplaude, se saca la boina y la agita. Su tiempo fue 2:46:34, algo impensado para él antes de arrancar la carrera. Se había entrenado para hacer un buen tiempo, pero no esperaba algo tan bueno.
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Un año después, en 2017, corrió su segundo Major en Chicago en 2:38:54, es decir, bajó casi diez minutos su tiempo. Fue el primer argentino, primer sudamericano y tercer latinoamericano en terminar la carrera.
“Fue increíble, no solo por el tiempo que logré y cómo quedé posicionado, sino porque estaban mis padres, que viajaron por primera vez al exterior para verme y encima era el cumpleaños de mi vieja. Fue el mejor regalo”.
El Gaucho ya había corrido dos de los seis Majors, pero seguía con su sueño de poder participar en el de Nueva York. Entendía que, si bien todos eran prestigiosos, el de La Gran Manzana era el que llevaba más gente y el más conocido por su espectáculo. Y lo cumplió en 2018, donde bajó diez minutos y un segundo su tiempo. Recorrió los cuarenta y dos kilómetros de la ciudad estadounidense en 2:28:53. Quedó 45° en la general, de los más de treinta mil hombres que finalizaron la carrera, y terminó otra vez como primer argentino, primer sudamericano y tercer latinoamericano.
El 16 de abril de 2019 dejó marcados sus pasos en las calles de Boston, en la 123° edición. Completó los 42 kilómetros y 195 metros en 2:29:33. Se posicionó una vez más como mejor argentino, mejor sudamericano, y segundo en la tabla general de Latinoamérica.
Al finalizar, publicó en sus redes, una vez más, agradecido del afecto de la gente y de sus padres: “Es impresionante cómo salen a la calle a darnos una mano. Nos ofrecen hidratación, llevan carteles y banderas, hacen un montón de cosas para ayudar y que no aflojemos. ¡Es emocionantes verlos! Mi premio no fue sólo la medalla, el abrazo que les dí a mis viejos cuando los pude ver después de la maratón. Los tres fundidos en un hermoso abrazo, súper emocionados. Se bancaron la lluvia y el viento hasta que llegué yo”.
Su última marca en maratón se remite al 22 de septiembre de 2019, en Buenos Aires, donde bajó de nuevo su récord. De zapatillas verde flúor, pantalón, musculosa y boina blanca, recorrió las calles porteñas en 2:23:47, para quedar como sexto argentino y decimosegundo en la tabla general.
El 30 de agosto, luego de un mes de espera, le comunicaron que quedó seleccionado entre los 300 atletas internacionales que la Maratón de Tokio deja ingresar para cubrir los cupos de Semi-Élite de la carrera del próximo año.
“En el año que Tokio se vestirá de gala para recibir a los Juegos Olímpicos, ahí estaré. En la previa. Será difícil llegar al país asiático en todo sentido. En un año complicado para los argentinos seguramente, pero iré para adelante y pensando en positivo”.
Lucas destaca lo importante que fue su familia y sus amigos para que pueda correr a este nivel. Ni hablar de su novia Magalí Montes Barnetson, a quien conoció en el grupo Correr Ayuda y comparten juntos la pasión del running hace casi seis años. Además, en 2015 corrieron juntos el Raid de Los Andes y fueron campeones en la categoría mixta.
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Baecito o Bai, como le dicen sus allegados, se define como un arquitecto corredor. Reconoce que sus tiempos están cerca de los de un atleta de élite, pero su expectativa no es esa. El día que se le presente la situación lo pensará, pero él está bien así. Trabaja de lo que le gusta, de lo que estudió, y corre, ya no para bajar de peso, sino para despejarse y pasarla bien.