Por Daniela Simón
Su rostro lo delata: es un pibe de veintipico; pero su metro 97 de altura hacen dudar si no tiene unas cuantas décadas de edad. Ese martes era día de descanso para Gabriel Deck, un santiagueño de un acento inconfundible. Nacido en Colonia Dora, un pueblo de unos seis mil habitantes, ubicado a más de 160 kilómetros de la capital provincial, es el 14 de la Selección Argentina.
“Empecé a jugar al básquet por mi hermano Joaquín. A mí no me gustaba, yo jugaba al fútbol”, explica y se ríe con todo su rostro cuando dice que era un nueve de área. A los 12 años, Gabriel pasó de ser un habilidoso con los pies a trabajar su dribling y su tiro de tres puntos. Al año siguiente, su profesora de gimnasia lo llevó a Quimsa. “Fue una decisión que se pensó mucho en casa, porque a mis papás no les gustaba mucho la idea. Pero no estábamos en un buen momento económico y nos podía ser de ayuda. Además, el club nos daba departamento y escuela, asique terminamos aceptando”, recuerda. Gabriel con 14 y su hermano con 17, se mudaron más de un centenar de kilómetros hacia el norte con la ilusión de conocer las instalaciones del club y practicar allí. “Fue un gran cambio, porque no teníamos amigos ni a nuestra familia. Aprendimos a cocinar, ordenar, esas cosas que siempre hacía mamá”, explica. Y cada vez que dice mamá lo hace como un pequeño que daría todo para tenerla cerca. Ella, el pueblo, familia y amigos son su cable a tierra, su pausa en la vorágine en la que se vive el deporte profesional.
El debut en la Liga Nacional llegó cuando tenía 15 años, pero no fue hasta los 17 que Gabriel empezó a tener más rodaje en el equipo. “Entraba 10 ó 15 minutos y estaba en las selección juvenil, ahí me di cuenta que quería ser profesional y hacer esto”, comenta. A partir de allí, comenzó a entrenarse distinto, ir al gimnasio, y trabajar por su deseo. Hoy, seis años después, habla desde afuera al ver esas ganas en otros chicos: “Algunos están horas en el gimnasio y viven entrenándose, y no es por ahí. No por eso van a ser Ginóbili. Creo que se nace con ese talento, hay una cuota de suerte, y entrenar, pero eso no es lo único”.
Desde hace un tiempo, Tortuga, como lo llaman todos, se trasladó al caos porteño para jugar en San Lorenzo. Y a veces piensa en la soledad de su casa, y ahora lo hace en voz alta, todo lo que consiguió: “Hubo gente que me dijo que no lo iba a poder hacer y lo logré. Llegué a Quimsa sin la idea de vivir todo esto, salí campeón, estoy en la Selección y ahora en otro club, todo eso en seis años, es muy loco. Eso y saber que hay amigos que quisieran estar en mi lugar es lo que me motiva todos los días”.
Julio Lamas, que ahora lo dirige en el Ciclón, lo llevó a la Selección mayor, para que sus ídolos se conviertan en sus compañeros de equipo, y para que formara parte de la etapa final de la Generación Dorada. “Aprendí mucho de ellos, sus consejos son desde el silencio, con acciones. Ahora se da un cambio de jugadores y me parece mal que se nos compare con lo que fue la Generación Dorada, porque por ejemplo (Nicolás) Brussino no va a ser Ginóbili, es Brussino”, manifiesta.
Los éxitos que ha conquistado en su corta y a la vez extensa carrera no lo sacan de su eje, todo lo que vive lo hace con tranquilidad, incluso esta charla, y no se vuelve loco cuando le dicen que lo vienen a ver de la NBA. Con esa misma serenidad vive el mientras tanto y comenta que no ha sentido presiones por parte de su familia, el público o periodistas: “Creo que a veces la gente ve el personaje, alguien que aparece por televisión, y se olvidan que es una persona. Por ahí se piensa que vivimos las 24 horas pensando en el básquet, y no es así, nosotros salimos de entrenar o terminamos un partido y tenemos una vida. Soy autoexigente, pero me permito perder en cierta medida, y es algo que manejo solo”.
Desde hace unos años Gabriel vive y respira básquet, para eso, debió perderse cumpleaños, juntadas con amigos, incluso vivió una Navidad en la incomodidad de un colectivo. Es por eso que la eterna tinta que dibuja a un búho de la buena suerte junto a un reloj en su brazo derecho le recuerda todos los días manejar sus tiempos. “En cierta medida el básquet me manejó la vida, pero fue porque yo dejé que lo hiciera, porque quería llegar a esto. Cuando decidí que quería ser profesional trabajé mucho para eso, empecé a entrenarme distinto, a ir al gimnasio. Sé que tengo 22 años y de que juego como un chico, pero debo pensar y comportarme como un adulto”, explica.
Si bien con 22 años el ocaso de su carrera se ve en la lejanía, tiene en claro que el tren es fugaz y pasajero con una llegada inevitable. “Sé que esto no va a durar para siempre. En un futuro me gustaría ser entrenador, pero no sé si lo voy a poder lograr, lo que sí sé es que quiero seguir ligado al básquet”, afirma. Es por eso, que tiene en mente estudiar kinesiología y explica tímidamente que le hace falta conseguir un papel para poder anotarse en la secundaria y finalizar los dos años que le restan, y por último poder estudiar su carrera.
Con la tranquilidad de una tortuga, Gabriel vive y se convierte en un ave de rapiña en San Lorenzo. El instinto del nueve de área está intacto: es el goleador del equipo. Y con ese puñado de años, les dice a los más chicos: “No dejen de jugar, no se olviden de eso, que es lo más lindo”.