Por Lucas Scoltore
Como cada mañana de sábado, ayudó a Johana, la menor de sus dos hijas, con su emprendimiento de repostería: el campeón del mundo y vecino más famoso de Saladillo llega con las tortas a la puerta de cada cliente. Más allá de algún joven despistado, la mayoría conoce sus proezas deportivas, pero es uno más de los 30 mil habitantes de la localidad a 180 kilómetros al sudoeste de Capital Federal. Casi 50 años después de que Julio Olarticoechea partiera de su ciudad con el sueño de convertirse en futbolista profesional, se mantiene arraigado a sus orígenes y recuerda a aquel pibe que vivía con la pelota abajo de los pies y se destacaba en las calles de tierra saladillenses.
Olarticoechea quedó invicto en los 12 partidos que disputó en las Copas del Mundo. Fue una pieza fundamental en la consagración de la Selección argentina en el Mundial de México 1986 y también integró los planteles en España 1982 e Italia 1990. Además, fue capitán en Racing, River y Boca, pasó por Argentinos Juniors y Deportivo Mandiyú y tuvo su experiencia en el exterior con el Nantes de Francia. Sin embargo, la historia del Vasco comenzó a escribirse mucho tiempo antes.
El punto de partida
“Desde que tengo uso de razón que juego a la pelota. Desde los cuatro años, mi chiche y mi pasión es el fútbol”, recuerda Olarticoechea. Su infancia fue muy humilde: se crió en una casa prefabricada, con techos bajos y paredes de madera, a diez cuadras del centro de Saladillo. Sin embargo, reconoce: “Nunca me faltó la comida ni la pelota de fútbol. Si no era de plástico era de goma o de trapo y, de vez en cuando, llegaba la de cuero, que había que cuidar. Así que me dedicaba todo el tiempo a jugar con los chicos del barrio en las calles de tierra”.
Sus inicios en el fútbol fueron en las divisiones juveniles del Club Argentino de Saladillo, donde conoció a Juan Carlos El Ruso Nanni, quien fue su primer entrenador. “Acá gambeteaba y te dejaba a cuatro jugadores en una baldosa. Venía a entrenar sólo; ya marcaba la diferencia”, rememora Nanni, con una campera de la Selección argentina que le regaló Olarticoechea después del Mundial de México de 1986.
“Pibe, ¿vos podés levantar la pistola para pintar?”, le preguntó El Ruso Nanni, cuando con 12 años y una pequeña contextura física, Olarticoechea se acercó a su taller de chapa y pintura dispuesto a trabajar. El joven asintió, pintó seis heladeras y cobró su primer sueldo. Pese al posterior enojo de Doña Rosa, ¿en qué más lo iba a gastar si no era en un par de botines de cuero? “Cuando estaba a punto de llegar a Primera, en los veranos venía a Saladillo y se hacía las changas conmigo”, comenta Nanni. El Vasco confesó que, si no hubiera llegado a ser jugador profesional, hubiera sido chapista.
La pasión por el fútbol fue más fuerte que el desarraigo
En enero de 1974, Olarticoechea tenía apenas 15 años. Acompañado por su hermano Alberto, se subió al tren a las seis de la mañana y partió rumbo a Buenos Aires con el anhelo de dedicarse al fútbol. Consigo cargaba únicamente un pequeño bolso verde con poco más que una muda de ropa. Pese a tener otras opciones para probarse, se decantó por Racing debido a la preferencia de sus tíos, Ricardo e Irma, quienes vivían en Wilde -localidad perteneciente al partido de Avellaneda- y se convertirían en pilares de su carrera. El Vasco fue aceptado y se hospedó en la casa de sus parientes. “El desarraigo es difícil, pero me pudo la pasión. Si hubiese tenido que quedarme en la pensión del club, me hubiese vuelto a mi casa. No hubiese aguantado”, reflexiona el Vasco.
El enganche que se lucía en su ciudad pasó a perder protagonismo en las inferiores de Racing. Su posición la ocupaba la figura del equipo y fue relegado al banco de suplentes. “Escoba, cepillo, que entre Saladillo”, cantaban sus familiares y amigos detrás del alambrado para que el entrenador de la séptima división, Tito Castelli, le diera minutos. Su oportunidad llegó con la lesión de un compañero, que jugaba de volante por derecha. Logró aprovecharse de la situación: se asentó entre los titulares y, prácticamente sin escalas, llegó a Primera.
Papá Héctor y mamá Rosa escondían su nerviosismo mientras celebraban la fiesta patria el 25 de mayo de 1976, en un desfile escolar en la Plaza de Saladillo. Esa tarde, su hijo menor iba a debutar en la máxima categoría del fútbol argentino: Olarticoechea, de 17 años, reemplazó a Heriberto González a los 32 minutos del segundo tiempo del triunfo de Racing por 1 a 0 ante Chacarita en el Cilindro de Avellaneda, por el Campeonato Metropolitano.
En su primera etapa como jugador de Racing, Olarticoechea llegó a ser capitán con 22 años y cumplió su objetivo principal: comprarle una casa a sus padres en Saladillo. “El resto era de yapa, pero jamás imaginé que iba a lograr todo lo que logré”, asegura. En agosto de 1981, mientras estaba en Córdoba en una de sus primeras giras con la Selección argentina, un mozo lo sorprendió al felicitarlo por su pase a River. Así se enteró de que jugaría en el Millonario, un club que admiraba desde chico por su fanatismo por Oscar Pinino Más. Apenas cuatro meses después de su llegada, contribuyó a la obtención del primero de sus tres títulos: convirtió el único gol del partido de ida de la final ante Ferro y fue titular en la vuelta para sellar la conquista del Campeonato Nacional.
“¿Héroes? No, fuimos tipos comunes que hicimos algo extraordinario”
Luego de haber sido convocado por César Luis Menotti para el Mundial de España 1982 y no haber sumado minutos, de haber renunciado a la Selección en 1984 por haber sentido que el nuevo entrenador, Carlos Salvador Bilardo, no confiaba en él y de haber regresado por un pedido especial en un peaje de la Autopista 25 de Mayo, Olarticoechea ingresó desde el banco de suplentes en los tres partidos de la fase de grupos y en los octavos de final de México 1986. Su oportunidad para debutar como titular en una cita mundialista llegó en los cuartos ante Inglaterra por la suspensión de Oscar Garré, que había llegado al límite de tarjetas amarillas en el partido previo ante Uruguay.
“Olarticoechea es el Sargento Cabral de Maradona”, expresó en diálogo con Canal Abierto el periodista Andrés Burgo, autor del libro El partido, en el que desgrana todo lo que pasó en aquellos cuartos de final. El Vasco fue el héroe escondido detrás de la actuación consagratoria del 10, que marcó los dos tantos argentinos ante Inglaterra, “La Mano de Dios” y “El Gol del Siglo”. Al minuto 81, Gary Lineker había puesto a los europeos a tiro del empate. Al 87, John Barnes desbordó por la banda izquierda y lanzó un centro que dejó a Lineker de cara al gol. Sin embargo, Olarticoechea logró despejar la pelota sobre la línea con un cabezazo de espaldas. Él mismo bautizó su salvada como “La Nuca de Dios”.
Argentina avanzó y Olarticoechea no salió más del equipo titular hasta ser campeón del mundo: jugó ante Bélgica en semifinales y ante Alemania Federal en el partido decisivo. “Mientras la final todavía se estaba jugando, la casa de mi familia se empezó a llenar de gente y ya para cuando terminó el partido no se podía caminar por la calle”, contó en el libro El Vasco de Saladillo (2016), de Agustín Di Benedetto.
Italia 1990 fue el último Mundial de Olarticoechea. No sumó minutos en el debut con derrota ante Camerún, estuvo en la cancha entre el segundo y anteúltimo partido y se perdió la definición -en la que Argentina cayó ante Alemania Federal- por acumulación de amonestaciones. No obstante, fue ovacionado por su gente en Saladillo. “Este recibimiento es más emocionante que haber sido subcampeones del mundo. Nunca me olvidé de mi pueblo. Un día el jugador de fútbol va a pasar, pero la persona queda. Y yo voy a seguir como soy”, expresó el Vasco a sus 31 años para la revista El Gráfico.
Un campeón del mundo suelto por Saladillo
Olarticoechea reside con su esposa, Gloria, y Johana, su hija menor, en un chalet como tantos en Saladillo. Gisela, la mayor, es licenciada en Turismo y desde los 18 años se instaló en Buenos Aires. En su tierra lo idolatran con homenajes. En la entrada al pueblo, sobre la Ruta 205, un monumento de 16,10 metros representa la camiseta argentina N°16 que vistió en los Mundiales 1986 y 1990, un pasaje lleva su nombre y, a las afueras del Club Argentino, un mural lo retrata con la indumentaria de la Selección junto a Maradona.
“Hoy vivo como una persona normal. A la mañana le hago los mandados a una de mis dos hijas, que es repostera. Ya para las 11 me desocupo y me junto a tomar café con mis amigos de toda la vida. Normalmente camino todos los días, a la tardecita suelo visitar a algún amigo y a las siete de la tarde ya estoy en mi casa y me cocino, algo que me gusta mucho”, cuenta Olarticoechea.
Sentado al fondo del Club Social, Olarticoechea desayuna con Gisela y Elenita, su nieta de cuatro años, su “debilidad”. Las personas que transitan por la vereda se detienen a saludarlo, pero no interrumpen su café con medialunas. Él, amablemente, responde con una sonrisa que le achina los ojos. El Vasco de Saladillo no necesita más que estar cerca de sus orígenes para ser feliz.