Por María Eva Pietrantuono
Miguel Aladro sostiene en sus manos una foto de esa tarde. La destaca entre las cientas que vivió en el predio de Banfield como coordinador de tenis del club; una de las mejores en el sinfín de historias que tiene para contar.
En ella, las sonrisas inmortalizadas de los chicos de Redondel —una Escuela de Educación Especial de Lomas de Zamora— que alzan raquetas plásticas en lo que son sus primeras pisadas sobre el polvo de ladrillo. Se ve también a Miguel, solo que una quincena de años atrás, cuando su pelo no estaba aún tan teñido por el tiempo ni su piel tan dibujada por el sol.
—Era verano y había terminado de dar clases. Fui a las piletas para refrescarme y ahí los vi. Me llamó tanto la atención cómo disfrutaban en el agua que me acerqué al profesor para invitarlos a una clínica de tenis en las canchas del club. Estuvieron encantados con la idea y vinieron. La felicidad que tenían… cómo disfrutaron el jugar, cada uno como podía, aún con sus limitaciones.
El profesor observa la imagen entre algunas otras que repasa como un mazo de cartas. Las comparte con sus alumnos después de otra práctica de martes. Está parado en la misma cancha pero mejor mantenida. Espera a arrancar la clase de la escuelita, mientras los enanos y las enanas trotan por el perímetro del fleje.
—El último día que los chicos de Redondel vinieron al predio me invitaron al cierre que hacían. Cuando llegué, me tenían preparado un regalo. Me construyeron un banquito ellos mismos en el taller de carpintería de la escuela.
El recuerdo guarda un lugar especial tanto en la geografía del living de su casa como en su memoria.
CLUB ATLÉTICO BANFIELD
Es poco probable que alguien que pise el Campo de Deportes del Club Atlético Banfield no conozca a Miguel Ángel Aladro. Aún sin saberlo.
El predio del club del Sur —ubicado sobre Camino de Cintura y Zuviría— sólo está a unos cientos de metros de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora y a varios menos del cartel de Carrefour, que se alza sobre el mismo costado de la Ruta Provincial 4. Una media de 2.000 deportistas entran y salen de él a diario. Cerca de 100 de ellos juegan al tenis, aunque la gran mayoría habrá cruzado caminos al menos una vez con el auto del profesor.
Suele ser el primer vehículo en el estacionamiento cualquier día de la semana. La imagen es la misma desde enero del 2000, cuando Aladro se volvió el coordinador del tenis de Banfield. La citroneta 3CV América, modelo 1987, con retratos de caballos y el rostro de Gardel pintados en las puertas, fileteada con banderas argentinas, ramos de flores y con un collie de nombre Scotty sobre su capó; siempre estacionada al lado del rojo del ladrillo.
Todo el que ingresa al campo banfileño —de 25 hectáreas de extensión— ve primero el escudo verde y blanco; segundo, el Citroën de Miguel.
Sólo había cinco canchas en el predio de Luis Guillón cuando tomó las riendas de la actividad: cuatro de ladrillo y una de césped, que era única en su tipo tanto en el sur del conurbano como en CABA– hoy ya enterrada bajo un alfombrado de caucho. Casi 25 años después, son ocho las canchas de tenis —todas de polvo— y la mitad de ellas fueron financiadas por el propio deporte, como así lo explica Aladro.
—El club participa de la Copa Amistad desde que se fundó en 1997. La juegan 40 clubes de Zona Sur y parte de Capital. Cada vez que toca organizarla, queda un ingreso de dinero para el club encargado. En 2001 se instalaron las luces nuevas, en 2005 hicimos las dos canchas de atrás y en 2011 las dos de adelante. Así que esas cuatro las conseguimos con recursos genuinos de la actividad.
Los oasis de arcilla colorada reposan entre múltiples sintéticos de caucho, sobre los que rueda la N° 5. Esa del poder gravitatorio. La que atrae a argentinos de todas las edades y géneros en el país de Messi y Maradona. También está la superficie azul de agua, por la que desfilan bochas de plástico duro y palos cazadores goles y victorias como Leonas y Leones.
Más el fútbol que el hockey, pero dos disciplinas de equipo que concentran la mayor cantidad de deportistas en Banfield. Cientos de chicos y chicas encandilados por el grito de gol y los abrazos de gloria compartida, por las selecciones nacionales que ganan popularidad y generan admiración con su éxito.
Desde 2016 Aladro también tiene un papel en la Asociación Argentina de Tenis (AAT). Es el representante de Zona Sur y La Plata en el departamento de menores. Junto a sus pares del Oeste, Norte y Capital, colaboran en el armado de torneos y del calendario de la categoría. Miguel tiene un contacto a pequeña y a gran escala con el deporte al que gira en torno su vida, por lo que identifica los desafíos que enfrenta el mismo al captar nuevos jugadores.
—Hoy nos encontramos con varias contras —se corrige— siempre nos encontramos con varias contras. La primera que tenemos con respecto a varios deportes es que no hay inserción escolar. Por ejemplo el hockey, la nena que viene lo hace por las amigas con las que juega en el colegio, lo mismo el vóley, el fútbol…
—¿Nunca se tuvo la intención de probarlo?
—En algún momento la asociación intentó implementar un plan escolar a través de los profesores de educación física. Tenían que hacer una capacitación y se debía proveer los elementos. Pero no había quien controlara eso, como tampoco seguridad de que las técnicas que se enseñaran fueran las correctas. Por donde lo miraras era muy complejo. Siempre se intentó, fue y vino, pero nunca se hizo. Una vez presenté un proyecto para Tenis en las plazas, debe estar en algún lugar de la municipalidad. Estaba bueno porque podés encontrar chicos que por su condición económica o por falta de contacto no saben ni qué es el tenis, ni les interesa o no pueden. De pronto tenés un talento escondido acá en el barrio 9 de abril o en Fiorito y es un monstruo que nunca va a saber que es un genio del tenis ¿Por qué? Porque no tiene acceso.
—¿Qué es lo que achica esa puerta hacia el mundo del tenis?
—Hoy volvió a ser de alguna manera caro. No es para cualquiera poder pagar un club, comprar una raqueta, un par de zapatillas… Se hace mucho esfuerzo, se trabaja, se trata de planificar y de llevarlo adonde se pueda, pero cuesta. Y hoy apareció otro tema más que es el fútbol, sobre todo el fútbol femenino. Banfield es un club donde nadie puede entender cómo tenemos 14 o 15 chicas que jueguen al tenis porque cuesta mucho armar equipos así. Con el masculino pasa lo mismo. El mundial de fútbol fue una bendición para Argentina pero a nosotros como deporte nos pegó porque hay muchos chicos que quieren ser Messi, quieren ser Di María y no quieren ser Cerúndolo.
El tenis compite con más obstáculos y precisa de más desde hace años, pero a veces los aficionados y amantes del juego son quienes contagian la pasión por el mismo, los Aladro de cada lugar.
El quiebre en la historia del propio Miguel lo hizo un simple pintor de un taller industrial, un silencioso maestro de la raqueta que deslumbraba sin ser un tenista de renombre.
Pero primero hay que hablar de Canale.
CANALE
La vida de Miguel siempre gravitó en torno al club y al deporte. Aunque no siempre fue en Banfield ni siempre fue el tenis.
Su primer hogar fuera de casa fue Canale, una fábrica de envases de lata que funcionaba en un predio de más de seis hectáreas en Llavallol. Hoy, la industria continúa, aunque con otro nombre: la Cooperativa de Trabajo Metalúrgica Llavallol (COTRAMEL), fábrica recuperada por sus empleados tras el cierre en 2018.
Miguel explica que alguna vez también fue su club de barrio. Suspira que “no existe más”.
La última vez que Miguel pisó Canale fue el 1° de marzo de 1992, cuando llegó a la puerta para dar clases —como desde hace tiempo acostumbraba— y le negaron la entrada; cuando lo dejaron pasar solo para llevarse su canasto y sus raquetas. Cuando la empresa fue vendida a Socma, parte del grupo Macri. Cuando Canale continuó solo como fábrica y dejó de ser club.
Miguel vuelve a cruzar la barrera y entra al predio 32 años después, el 19 de julio de 2024. Camina la calle principal hasta el final, donde el asfalto se vuelve césped y el pastizal le cosquillea las rodillas. Allí permanecen la pileta y su trampolín, ese por el que pegó incontables saltos bajo el sol de muchos veranos. Y las canchas de tenis, sepultadas bajo el pasto y el olvido, indistinguibles a los ojos de cualquiera, menos los suyos. Aladro pasa el alambrado y se aventura hasta el centro, donde el bebedero y los palos que sostenían las redes resisten el paso del tiempo. Aguantan lo suficiente para recordarle lo que supieron ser.
—Eran espectaculares. Las mantenían de maravilla.
Miguel sabía que se iba a encontrar con una realidad distinta a la que una vez fue, pero eso no es lo que más le sorprendió. “El silencio”, exclama al irse, ese era el mayor contraste con aquel campo que —décadas atrás— respiró vida.
—Era la época que tu papá o tu mamá te hacían socio e ibas a pasar el verano a la pileta. Jugué al fútbol, al voley. Aparte de hacer natación, salíamos de la pileta y jugábamos a todo lo que se podía.
—¿Y cómo encontraste el tenis?
—Estaban las dos canchas y un grupo de veteranos que iba los sábados y los miércoles. Gente que trabajaba en el club, que jugaban muy bien. Y a mi me empezó a gustar porque veía la técnica depurada que tenían, cómo armaban la jugada y me parecía un deporte técnicamente completo. Aprendí sus horarios, memoricé cuándo salían de trabajar y se iban a jugar ese partido, la hora en que venía la gente que jugaba bien al tenis. Entonces iba, me sentaba y miraba, miraba y miraba. Y de tanto mirar me apasioné.
Tenía nueve años cuando consiguió una raqueta de tenis prestada y empezó. Deseaba poner en práctica todas esas destrezas grabadas a fuego en sus ojos. Pero, para foguearse en el deporte de la pelota flúor, necesitaba de alguien más. Así, Miguel conoció a su “eterno amigo”, el mejor compañero del tenista: el frontón.
—Los días de semana cuando iba a la pileta me pasaba horas. Mientras los otros se iban a jugar a la pelota yo me iba con la raqueta al frontón. Traté de “copiar” lo que veía, sobre todo a un hombre grande que se llamaba Carlos Airoldi, un jefe de pintura en los talleres de Canale. Tenía una técnica exquisita, era un libro de tenis.
—¿Alguna vez jugaste con ellos?
—Cuando llevaba un tiempo practicando, la gente del club me empezó a invitar. Tanto fue así que, cuando cumplí 18 y ya andaba bien para ellos, me inventaron un recibo de sueldo ficticio para que pudiera jugar un torneo. Era una liga de la Asociación Interempresarial de Tenis de la República Argentina (AITRA). Participaban las grandes compañías del país y muchas hacían lo mismo, captaban jugadores. Pero hay una cosa que me quedó muy patente. Un día Carlos, este señor que tenía 60 años en ese momento, me preguntó: “¿Me hacés el favor de jugar conmigo?”. Ese hombre al que tanto admiraba me pidió jugar con él, ahí di la vuelta.
Miguel narra el asombro cuando, años después, se lo cruzó a Carlos un domingo en el predio de Banfield. Quien había sido un espejo para el niño que una vez fue, frecuentaba las canchas del club en el que es coordinador de la actividad. La admiración y el agradecimiento nunca se esfumaron. “¿Me hacés el honor de jugar conmigo?”, le pedía Miguel al señor Airoldi cada vez que podía, hasta el día que el hombre de la técnica impecable pegó el último drive y colgó la raqueta, al cumplir 80. “Ese cumpleaños se lo festejamos en este mismo salón”, recuerda Miguel, mientras toma su café con leche en el buffet El Banfileño.
Pero cuando Canale todavía era un club, Aladro también tuvo la oportunidad de cumplir otro sueño: enseñar. Siempre supo que quería hacerlo. Lo único que tuvo que descubrir fue qué.
—Empecé a estudiar Ingeniería Rural acá enfrente al predio de Banfield, en la Facultad de Lomas. Yo pensaba en la carrera universitaria para ser docente. Quería ser profesor de colegio. Todo el mundo me decía: “Qué mejor que hacer ingeniería. Sos ingeniero y a la vez podes dar clases”. El problema es que yo no quería ser ingeniero.
—¿Y cómo te diste cuenta?
—Estaba en el tercer o cuarto año de facultad cuando la dejé, en 1983. Entonces me dediqué a full al profesorado de tenis en el Instituto Wimbledon de Olivos, que era una institución oficial con un maestro de los maestros, un hombre grande que era el director, José María Díaz. Él me ofreció trabajo y, mientras estudié, fui profe en una escuelita en Marcos Paz hasta 1985.
Luego vinieron el Club Casablanca en Lomas, Paraíso Tenis, y La Quinta en Adrogué. Las paradas que hizo antes de llegar a la estación actual, el Club Atlético Banfield, donde está hace 24 años.
MIGUEL
Como muchos domingos, Miguel está en el predio desde temprano. Llegó a las 8.00 de la mañana para arrancar con otra fecha del interclubes, no sin antes pasar por la estación de servicio para el café con leche y la habitual lectura del diario. La temperatura ronda unos 12°C, lejos del gusto ideal de Aladro: “Ya falta menos para el verano y que no baje de los 35°C. Dame el calor toda la vida”.
Ya es casi mediodía y el profesor espera por el cierre del último partido en marcha. En cancha está Agustina —una de sus alumnas insignia, que fue campeona de los Juegos Bonaerenses— y se enfrenta a una rival de Racing. Aladro cuenta que después va a disfrutar de otra de sus pasiones, el automovilismo; ansía ver la repetición de las carreras del día en Fórmula 1 y Turismo Carretera.
Miguel está parado al lado de su Citroneta. La contempla bajo los altos árboles del campo de deportes.
—Me quedó por mi papá. Era artista plástico y la tenía desde siempre. Cuando él falleció, lo primero que pensé fue venderla porque sentía: “Era el auto de mi viejo”. Dos veces lo publiqué y dos veces vinieron a comprármelo. Pero cuando vinieron se me cerró una cosa acá —se agarra la garganta— y dije: “¿Qué pensará mi viejo si la vendo, no?”. Porque me estaría desprendiendo de una parte suya. Él la fileteó, él la hizo toda, qué se yo… Y las dos veces me arrepentí, ya casi vendida. Después me enteré que había un club del Citroën de Lomas y me empecé a enganchar con los encuentros. Son unas salidas espectaculares porque vamos en caravanas de 20, 30, 40 autos. Ahí dije: “No, no la vendo más”. Yo soy divorciado y no tengo hijos, pero tengo un ahijado que está esperando que me pase algo para quedársela —cuenta entre risas—. Me dice: “Cuidate porque esa va para mí”. El auto será para él porque no la voy a vender nunca.
Horacio Aníbal Aladro era filetero, un artista de Llavallol con un especial gusto por los retratos. Era el papá de Miguel. El talento lo llevó a Horacio a ser el encargado del mantenimiento del tren presidencial de Perón en los talleres de Remedios de Escalada. En esos años, llegó a deslumbrar a la misma Eva con una pintura que le habían encargado hacerle como obsequio.
—Cuando vio el retrato pidió conocer a quien lo había pintado y era mi viejo. Ella le dijo al jefe de los talleres: “El lunes crea la categoría de pintura artística porque este hombre no puede cobrar como un pintor de brocha gorda. Lo que hace este señor, lo hace un artista”. Mi papá nunca fue peronista. Era socialista. Pero le crearon una categoría que le permitió jubilarse con un buen sueldo porque le subieron el piso. Mi viejo siempre recordaba cómo, de la nada, Eva dijo: “Bueno, si no existe me la crea”, y se la tuvieron que crear.
Horacio pintó mucho, entre otras cosas la citroneta. Pero una obra en especial fue responsable directa de que Miguel haya nacido.
—Mis viejos vivían en casas enfrentadas en Lanús. Él era medio picaflor y por eso mi abuelo, el papá de mi mamá, lo quería lejos. Pero un día mi viejo tocó la puerta y le dijo: ‘Tengo esto para vos’. Era un retrato de mi mamá, Amelia. Cuando ella lo vio se murió de amor.
Miguel posa su mirada sobre el capó, donde la imagen del perro acapara casi todo el espacio.
—Scotty era nuestro Collie. Era mío pero se lo quedó mi papá cuando me mudé. Estaba todo el día en la puerta con él, en la plaza… Cuando el perro falleció fue lo primero que pintó mi viejo en el capó, no a mí. Obviamente, quería más al perro que a mí —empieza a reír—, ninguna duda.
Los domingos son movidos en el predio de Banfield. Entre el fútbol, el hockey masculino y el tenis, el estacionamiento es un hormiguero de autos. La citroneta siempre destaca.
En eso pasa un nene de unos diez años que salía del club. Una mujer mayor —quizás su abuela— le dice: “¡Mirá! ¿Viste ese auto?”. El chico se voltea y sus ojos estallan de asombro. Le preguntan a Miguel si pueden sacar una foto. La toman y siguen su camino.