Por Fabrizio Ortiz Pennisi
Fue un pibito de Villa Diamante, guapo e inteligente; no terminó la primaria, sin embargo fue el empresario más exitoso que pudo salir del boxeo, con 32 locales de indumentaria deportiva y el creador de la marca Jaguar. No llegaba al metro sesenta, pero siempre supo interponerse ante todas las adversidades. No solo fue un boxeador excelente que supo conquistar Japón con 31 años y una zurda inesquivable, también se trata de aquel canillita, botellero, verdulero, lustrabotas y cadete que recorría las calles de Parque de los Patricios hasta Villa Diamante, con la esperanza de poder salir adelante un día se le presentó la oportunidad de ser parte del Circo Sarrasani, donde fue malabarista, trapecista, payaso de circo, faquir y equilibrista.
Estos títulos completaban el currículum de Horacio Accavallo, el pequeño gigante que vio una nueva salida en el boxeo, cuando en las matinées de su barrio, era el espectáculo y el entretenimiento de los allegados por colocarse unos guantes para batirse a duelo con quien quisiera hacerle frente al pequeño Horacio: “Yo arreglé con el dueño del circo, que todos los domingos en los bailes invitara a la popular para ver quien quería pelear con el malabarista, el faquir, el cómico; venían grandotes que me llevaban medio cuerpo, pero se iban con un labio hinchado o un ojo morado porque yo era zurdo, y eso significaba una ventaja para mí, ya que se acostumbraba a pelear con los derechos. Ahí supe que tenía condiciones para boxear”.
Accavallo siempre fue hincha de Racing, el boxeo llegó recién en su adolescencia, pues su verdadera aspiración era ser alguien, según sus palabras. Siempre quiso dedicarse al fútbol y fue a probarse al club de Avellaneda en el puesto de wing izquierdo, pero ni calzarse los botines pudo, ya que ni bien llegó, Cacho Gimenez, entrenador de inferiores le pinchó la burbuja inmediatamente: “Pibe, sos muy chiquito para ser profesional”, fueron las palabras del hombre que permitió quizás que Horacio abra sus horizontes y encuentre el camino llano hacia el éxito tanto nacional como mundial con el boxeo.
Mientras se sometía a entrenamientos como amateur e iba sumando peleas, seguía trabajando en el circo que lo acogió a temprana edad. Un día se presentó una oportunidad irrechazable para él y le apareció un viaje a Italia, en el que pudo encontrar su estilo y perfeccionó su técnica mientras se codeaba con grandes estrellas italianas como el campeón europeo Salvatore Burruni.
Luego de superar la gira italiana de los 50’ y con una técnica ya pulida comenzó a escalar a la gloria deportiva a la que estaba destinado. Pero a pesar de tener un don o una facilidad para largar las manos, el entrenamiento fue lo que construyó el temple y la estabilidad de Horacio.
Carlos Irusta, periodista deportivo especializado en boxeo, recuerda los entrenamientos junto al ya consolidado pugilista: “Sus rutinas necesitaban de más esfuerzo del que acostumbraban otros, se sometía a ‘torturas’ por su profesionalismo y por la dificultad de dar justo con el peso, las últimas semanas era las que más sufría porque luchaba constantemente con la balanza”.
Además, cataloga su boxeo como contraofensivo, frío e inteligente: “Sabía medir el alcance del rival, lo estudiaba los primeros asaltos y una vez que encontraba sus errores se acercaba haciendo cintura, se metía al cuerpo y le daba con manos veloces, muy fuertes, presionaba mucho al adversario”.
El camino al título de este pequeño héroe comenzó en 1960, cuando combatió en la categoría mosca y pasó por grandes adversarios, pero ninguno fue tan difícil como el japonés Katsuyoshi Takayama, el poseedor del título mundial al que Horacio aspiraba con cada victoria.
Era el primer día del mes de marzo, Argentina presentaba un clima cálido que todavía añora el calor del verano que dijo adiós el 28 de febrero de ese año. Cada corazón latía por el hombre del metro y medio, la radio plasmaba el ambiente de guerra que comprendía el duelo entre argentinos y japoneses nuevamente, la posibilidad de que un compatriota reinara deportivamente en Tokio estaba a la vuelta de la esquina. Esa noche el pugilista de Villa Diamante se coronó en Japón y esa mañana (por la diferencia horaria) en Argentina nació el ídolo, el nombre de Horacio Accavallo se bañó en oro, y se impregnó para toda la vida en la memoria del público que oyó la fortaleza humana que podía poseer un hombre tan bajito, pero tan valiente el primero de marzo de 1966. La marcha de San Lorenzo se escuchó en todo el estadio, subió al ring con su armadura albiceleste, que le regaló el presidente de Racing, Santiago Saccol, y sus guantes llenos de esperanza, la esperanza de un pueblo unido por el ex cartonero.
Los cuatro rounds iniciales fueron los más duros para el argentino, Takayama resistía cada gancho al hígado, los disparos que proporcionaba Horacio ablandaban de a poco al nipón; fue un cross izquierdo a la mandíbula lo que le endureció las piernas, junto a sus gestos de dolor, y le permitió al zurdo de Villa Diamante poder desplegar mejor su estilo, era guapo y nunca achicaba. “Roquiño”, apodo que recibió de joven en honor a Rocky Marciano, sufrió mucho esa pelea también, luego del emocionante golpe a la mandíbula, recibió el gancho que pudo haberlo terminado todo; pero cuando se habla de Accavallo no hay golpe que lo tumbe.
Tan duro fue el camino, el pequeño cuerpo se sometió a tal sacrificio que una pelea de este calibre no podía finalizar con él en la lona del cuadrilátero y sumar otra victoria para el asiático. Fueron 15 rounds de castigo absoluto, (antes se peleaba hasta el décimo quinto por título mundial) Accavallo junto a su rival pudieron mantenerse en pie, hasta el último campanazo. Pero con tal actuación y destreza la victoria estaba asegurada: Nicky Pope fue el árbitro de este combate, y gracias a su brazo derecho que señaló al argentino como campeón mundial, la euforia y el llanto de todo el equipo nacional se escuchó en todo Budokan Hall.
“Mickey” Vaccari, manager de Accavallo desde sus inicios declaró en El Gráfico luego de la coronación: “Este es el gran final de una historia que tuvo mucha tristeza, dejé muchas cosas atrás para acompañarlo a Italia, hemos vivido con lo justo. Hoy esto es fabuloso, inimaginable. Muchas lágrimas quedaron en el camino”.
Por su parte, el nuevo campeón mundial peso mosca sentenció: “Es la primera vez que pelee sin pensar en el dinero ni en mí. Solo en la patria”. Esa misma que llevó en el corazón toda su vida, a la que le tenía un amor inmenso, donde triunfó y fue el hombre más importante del boxeo argentino, la inspiración de los más chicos y de sus hijos también.
“Soy admirador número uno de mi viejo, no tanto como deportista, sino como padre y como persona. Nunca nos inculcó el boxeo, siempre decía que mientras tengas un plato de comida en la mesa todos los días no es necesario ir a boxear. Desde chicos nos enseñó humildad y la cultura del trabajo, del esfuerzo; trabajábamos en su negocio y no nos daba todos los lujos, por lo que estoy agradecido porque nos ayudó a crecer como personas. Es un recuerdo hermoso que trato de transmitirselo a mis chicos”, dijo Horacio Accavallo, el menor de los hijos de “Roquiño”. Actualmente posee el local de indumentaria de su padre y cuenta con remeras, gorras y artículos históricos de boxeo, tanto nacional como internacional.
La familia y el bienestar económico siempre fueron las piezas claves en el camino del ex boxeador; pero el 9 de junio de 1998 la columna vertebral de sus principios se vio afectada por la triste muerte de su hija, Silvana Accavallo, de 25 años. Luego de ser atropellada por una camioneta falleció al instante. Esto significó uno de los golpes más duros en su familia y se vio afectado por una fuerte depresión.
Junto con esta tragedia, Horacio comenzó a presentar síntomas de Alzheimer y esta fue la pelea más dura que enfrentó: los guantes pesaban más, los movimientos no eran los mismos, la velocidad ya no era su arma más fuerte y la depresión por su hija lo tenía devastado. Posiblemente, un hombre cualquiera vería acercarse el fin de sus días, sin embargo el personaje de este texto, quien supo ser cartonero, botellero, verdulero, malabarista, equilibrista, faquir, trapecista, boxeador, padre, empresario, amigo, y campeón de la vida, poseía un corazón único que lo mantuvo en pie muchos años, hasta su fallecimiento.
Horacio escuchó el campanazo final un 14 de septiembre de 2022, justamente en el día del boxeador argentino, algo filosófico y una justicia poética en forma de conmemoración al gran “Roquiño”, quien nunca desistió, siempre salió adelante, como su compatriota Luis Ángel Firpo, (por el que se recuerda este día luego de su pelea con Jack Dempsey). Su picardía, su nobleza y su humildad fueron la clave para poder conquistar el corazón de su familia y establecer lazos con los poderosos, pero nunca venderse. Fue el único boxeador que estableció una amistad tan fuerte con el empresario e ícono del Luna Park, Tito Lectoure, y además pudo tratar de tú a tú a Ernestina Lectoure, tía de Tito y dueña del Luna Park.
Siempre tuvo una cabeza especial para los negocios y fue uno de los más importantes boxeadores empresarios. Una tarde discutía el contrato de su segunda defensa ante el mexicano Efraín “Alacrán” Torres y al no ponerse de acuerdo con el Luna Park, acordó unas butacas del lugar para su próximo emprendimiento: ” Acepto el 25% de la recaudación en lugar del 30%, pero si le gano al mexicano, ¿me vende las butacas viejas que tiene en el depósito?”.
En aquella pelea Accavallo cayó y sufrió una herida en la ceja; finalmente, se impuso en el décimo quinto round, con el público eufórico y el cinturón aún ajustado a su cintura. Al llegar hasta su camarín, Tito Lectoure lo abrazó emocionadamente. Fue entonces cuando el campeón aún herido, le preguntó:
-Tito, las butacas viejas del Luna que me regaló tu tía, ¿las vengo a buscar mañana que es domingo o directamente el lunes? Y se respondió asimismo: “mejor el lunes, ¿no?
Estas anécdotas son traídas gracias al periodista Ernesto Cherquis Bialo, quien tuvo una relación cercana con el pugil y era su acompañante en aquellas noches de copas junto a toda su banda.
“Siempre que salíamos a tomar algo quería pasar por el restaurante árabe Horizonte, nunca supimos bien el por qué hasta que le pregunté: ‘Horacio habiendo tantos lugares, ¿por qué siempre venimos a Horizonte?, Accavallo respondió con esa vocesita ronca que lo caracterizaba: ‘Acá se encuentran mis clientes y mis proveedores’”, esta anécdota resalta más el poderío mental y empresarial que consiguió con el tiempo.
Carlos Irusta por su parte reveló que Horacio se cocía los bolsillos en su saco, en los que guardaba la plata obtenida por las peleas. “Cuando llegue a Argentina me van a querer meter las manos en el bolsillo” dijo en el hotel de Japón luego de coronarse campeón.
Además, contó que se jactaba de haber inventado los casamientos por televisión, porque llegó a un acuerdo con Peñaflor y su boda fue transmitida por Canal 9, utilizando las instalaciones de la marca, y pudo casarse gratis, con una ceremonia espectacular y un alto nivel de rating.
“Para triunfar hay que tener hambre e inteligencia. Yo apenas sé leer y escribir, sin embargo, dirijo una empresa. Vengo de abajo, y el de arriba me iluminó dándome un poco de bocho para manejarme en la vida”, fueron las palabras de Accavallo y su lema desde que llegó a lo más alto, tanto deportivamente, como empresarialmente.
Así es como este héroe argentino logró la gloria y quedar en lo más alto de su vida. Siempre con la bandera del esfuerzo y la humildad demostró que lo imposible es posible. Un cartonero o un payaso de circo pueden ser empresarios importantes, y un frustrado wing izquierdo puede robarle el trono a un japonés con lucha y valentía en cada paso. Accavallo fue magia, esplendor, boxeo dinámico y actitud caballeresca. Nunca besó la lona, ni con una mano de Burruni, ni con el mal de Alzheimer. Bendecidos aquellos de haberse topado con este personaje, del que se recordará la frase: “No me bajes los brazos, pendejo ¡Vamos Todavía!”.