Por: Joaquín Grasso
“Japón hace historia”, tituló en su tapa el diario Asashi Shimbun el 14 de junio de 1998. Era su debut en un Campeonato Mundial de Fútbol. El puntapié en 16 ediciones. Sobre tierras francesas, las que no llegaron a pisar para la Copa de 1938 por culpa de las balas y la sangre derramada en la segunda guerra sino-japonesa.
Abrazados en el mediocampo del Stade de Tolouse, los 11 elegidos por el entrenador Takeshi Okada entonaron a todo pulmón el Kimigayo, su himno nacional, ante los ojos expectantes de su país y el mundo entero. Los suyos, en cambio, se situaron en su bandera, flameante sol naciente, que llamativamente poco combinaba con su vestimenta de estreno.
“¿Por qué otra vez azul? Porque es el mejor color para que nuestra bandera se distinga con nitidez sobre la camiseta”, afirmó desde la comodidad del palco Saburo Kawabuchi, por ese entonces presidente de la Asociación de Fútbol de Japón, ante la consulta de los presentes por el peculiar ropaje de los nipones. Tras vagar por la orilla clasificatoria en las copas anteriores y en los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, los directivos decidieron relegar el rojo como tinte oficial del equipo y retornar al añil violáceo de antaño que alguna que otra alegría ha dado.
Más allá de la desobediencia a los colores patrios, el hincha acogió el nuevo modelo casi sin reproches. “Ese rojo estaba maldito”, aseguró un seguidor tokiota frente a las cámaras de Fuji TV en la previa del duelo ante Croacia por la segunda fecha de la competencia. Sin embargo, el cambio sirvió también para diferenciarse de Corea de Sur y China, las otras referencias regionales, ambas coloradas.
En la mitología japonesa, el azul representa la vitalidad y la juventud. La elección de éste no se justifica solo por el significado asumido en la cultura local, sino que se configura como la continuación de una elección estilística precisa que hunde sus raíces desde hace medio milenio.
La gradación para engalanar el uniforme es conocida como kachi-iro; y cuentan las viejas y sabias lenguas orientales que en el período Sengoku, los samuráis –apodo con el que se conoce al conjunto insular- tenían predilección y se vestían con ese color ya que la pronunciación del término “kachi” suena fonéticamente igual que la palabra “victoria”, envolviendo al azul en un aura de buenos augurios y fortaleza en el campo de batalla.
Otras lenguas asienten que la elección del color es, sin duda, por una semejanza con las prendas del equipo de la Universidad Imperial de Tokio: año 1930 y en la capital se celebraba la novena edición de los Juegos del Lejano Oriente (antepasado directo de los actuales Juegos Asiáticos). Como Japón no tenía un equipo definido, sus representantes fueron los alumnos de aquella institución, uniformados de azul. Fue estreno y victoria para los locales. Aquel buen paso sirvió como señal del destino para mantener el pigmento y lucirlo en las apariciones posteriores. Y así fue hasta el paréntesis en el que el rojo dejó de ser el sol naciente de la bandera para convertirse, por un tiempo, en el color oficial japonés.
Sin avenencias, sin únicas respuestas, la elección del azul seguirá siendo una incógnita. La única certeza es que los años siguen su curso natural y el kachi-iro se mantiene vigente, sobreviviendo al arribo de las marcas deportivas que ponen sobre la mesa contratos con innumerables ceros para impregnar el poliéster con colores extravagantes. “El azul se queda”, respondió rotundamente Kozo Tashima, actual presidente de la JFA, ante el ofrecimiento millonario de Adidas por un “lavado de cara” para el seleccionado nipón. Los samuráis mantienen las bases y arriban a Brasil con las ideas más que claras: seguir ostentando un azul cargado de historia y tratar de pisar fuerte en el campo de batalla carioca, porque ellos no van de paseo.