sábado, julio 27, 2024

Francia, cuando la gloria deportiva engalana al racismo

Por Daniel Melluso

 “Cuando ganan son negros, blancos y árabes, cuando pierden son gentuza de los guetos”

Esta frase, que pertenece a Éric Cantona (ex jugador del seleccionado masculino de Francia entre 1988 y 1995), está referida al trato que reciben los integrantes de Les Bleus de acuerdo al exitismo propio del futbolero, que no distingue naciones ni patrias. El título mundial conseguido el año pasado en Rusia dignificó a un plantel criticado por sus raíces, puesto que los antecesores de 19 de los 23 citados no eran nativos del país europeo. El mediocampista Paul Pogba, el mediocentro defensivo N´Golo Kanté y el delantero Kylian Mbappé son ejemplos de ello, por mencionar algunos.

Como generalmente ocurre, las personalidades de la política electoral son quienes incitan o aplacan las manifestaciones racistas, según cuál de las posiciones les convenga para engrosar su propio caudal de votos en los comicios. Marine Le Pen, líder del partido Reagrupación Nacional (RN) —de la extrema derecha francesa—, quien en 2010 aseveraba que la selección masculina no representaba al país y que, a su vez, tildaba de “artificial” al plantel por la diversidad de sus orígenes, se retractó de sus dichos cuando el equipo dirigido por Didier Deschamps se coronó en Moscú, elogiando su actuación y declarándose “muy orgullosa” por el éxito. Una clara muestra del aprovechamiento de un hecho para un determinado beneficio, despojándose de todo tipo de ideología.

Ahora bien, las secuelas del expansionismo territorial no son la excepción en el combinado femenino, pero a diferencia de lo ocurrido con los hombres, los cuales provenían mayoritariamente de ex colonias africanas —víctimas del imperialismo francés durante la mitad del siglo XX—, las mujeres, por lo menos sobre las que está puesto el foco, tienen sus orígenes en dependencias de ultramar, generalmente las de América.

La defensora Wendie Renard (ex capitana durante el Mundial Canadá 2015) y la delantera Emelyne Laurent vinieron al mundo en Martinica, territorio insular del Caribe; los padres de Delphine Cascarino —una de las extremos del Olympique de Lyon— nacieron en Guadalupe, otra región de las Antillas centroamericanas subordinada a Francia; y la atacante Valérie Gauvin es oriunda de Reunión, isla del océano Índico, ubicada al este de Madagascar y que también se encuentra supeditada a la república europea.

Cada una tiene un rol distinto en el equipo, más activo dependiendo el caso, pero todas comparten un pasado, un inicio por fuera del país al que representan. “El Fin del Mundo. Nada más que el mar frente a ti y una montaña gigante a tus espaldas”, describe Renard a Martinica, en una nota que ella publicó en The Players Tribune. Seguro que no es la única que piensa eso sobre su lugar de origen, para las cuatro debe ser El Fin del Mundo, aún más para Laurent, coterránea de la central.

En un Estado como Francia, en el que el 25 por ciento de los trabajadores explicitan haber sido objeto de discriminaciones por su color de piel o religión, y que cada vez endurece más las políticas de entrada a su territorio para los extranjeros, es casi ineludible reflexionar sobre qué hubiera acontecido si los antecesores de estos jugadores y jugadoras no hubieran ingresado allí. ¿Al conjunto nacional masculino le hubiera alcanzado para coronarse? Nunca lo sabremos.

Es inevitable pensar, además, qué ocurriría si Les Bleues se alzasen con la copa el 7 de julio próximo. En tan solo un año, los dos combinados de fútbol serían campeones mundiales con una enérgica participación de hombres y mujeres con raíces en las colonias de principios de siglo pasado y en las actuales dependencias de ultramar. Los discursos de los dirigentes se verían modificados, quizás, y cada cual llevaría agua para su molino, engalanando a las heroínas de tal proeza. Esto último no se puede afirmar, pero lamentablemente pasa, siempre pasa.

 

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