jueves, julio 10, 2025
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AVeFA: el deporte como hogar

Por Florencia Lemme

Si sos del barrio de Boedo, probablemente conozcas, por fuera al menos, “La Plaza de los Vecinos”, uno de los pocos espacios verdes en la zona, que como bien menciona su nombre, reúne a todos los cercanos a él, sin importar el rango etario, con el objetivo de promover una comunidad barrial. Fue creada y levantada a raíz de la carencia de un lugar verde en el barrio y gracias al esfuerzo inagotable y el trabajo incansable de los mismos vecinos, quienes sin esperar ninguna remuneración ni reconocimiento a cambio, han sido pioneros de este pulmón de encuentro y disfrute, que a día de hoy, continúa portando y honrando cada uno de los nombres de aquellos que formaron parte del origen de este lugar y seguirán siendo los responsables del nacimiento de una familia vecinal.

Para adentrarnos en su historia, debemos remontarnos al lejano 1895, cuando en esta misma ubicación se encontraba la escuela Florentino Ameghino, que fue luego demolida en 1981 por las topadoras de la última dictadura promovida por el gobierno del intendente de facto Osvaldo Cacciatore con el objetivo de construir una autopista, proyecto que luego quedó detenido; tiempo después, ese terreno baldío colmado de desequilibrio ambiental fue pedido por las familias que, impulsadas por la iniciativa para la construcción de una plaza, limpiaron el espacio e idearon en diciembre de 1985 lo que hoy se conoce como la flamante Asociación Civil de Vecinos Florentino Ameghino (mejor conocida como AVeFA), una asociación vecinal sin fines de lucro que, además de brindar actividades deportivas, cede de forma gratuita sus espacios a las escuelas públicas de todos los niveles para educación física y actos escolares, como también promueve la realización de actividades socio-culturales abiertas a todo el barrio. Al mismo tiempo, prestan espacio para una escuela y funciona como centro de práctica para la carrera de trabajo social, que también cuenta con un centro educativo primario abierto a jóvenes y adultos.

A su vez, AVeFA también da lugar al trabajo por la Memoria, Verdad y Justicia recordando en su frente a ex estudiantes de aquella antigua escuela que fueron detenidos desaparecidos por el Terrorismo de Estado.

Producto del esfuerzo del vecindario, se convirtió paulatinamente en un lugar formado por una comunidad que lleva como bandera la identidad barrial, fomentando el establecimiento de lazos históricos y sociales en el barrio y la construcción de vínculos de familia y amistad que, a través de los años, construyen y defienden con alma y corazón este sentimiento de pertenencia pintado de azul y verde.

Llena de vida, plagada de colores que resaltan entre la rutina de caminar por las sombras de los edificios del barrio, la primera Placita de Boedo nos recibe con un “paseo” que lleva el nombre de Sara Vaamonde, la fundadora del mismo, donde podemos encontrar una  gran arboleda y a un costado el Vivero de Nativas, la huerta mantenida por la misma comunidad que busca inculcar la preservación y el cuidado de la naturaleza.

Una vez adentrados en la plaza, nuestra primera mirada topa con una calesita, que sigue el patrón colorido y alegre del espacio y es muy utilizada por los más chicos -y también por los más grandes-  quienes en el afán de acompañar, se quedan a un costado disfrutando de las carcajadas de los niños al intentar -o incluso, agarrar- la sortija en alguna de sus tantas vueltas. 

Si continuamos en el recorrido, nos vamos a encontrar con un patio de juegos, el cual se encuentra un tanto solitario por las mañanas pero todas las tardes, más puntualmente una vez finalizado el horario escolar de los más pequeños, se plaga de  ellos y de los adultos que van a disfrutar del espacio y de las sonrisas de los niños que encuentran la felicidad en lo simple; en ir a patear una pelota con los demás, sean o no conocidos, en trepar los árboles de los que se encuentra rodeada la plaza o también, en tirarse a jugar en la arena hasta ensuciarse los uniformes y/o delantales para luego correr del reto de los mayores.

Detrás de esta plaza colmada de cariño expresado a través del cuidado de los vecinos, podremos encontrar una de las mejores canchas de fútbol 5 de la ciudad, testigo de incontables triunfos deportivos.

Ubicada en la Avenida Independencia 4224 hace más de 35 años y sostenida con la responsabilidad y el trabajo solidario como punto de partida, resulta ser parte de la historia de vida de cientos de familias que, de generación en generación, continúan habitando cotidianamente sus espacios y disfrutando la diversidad del establecimiento, creando lazos sociales que están en constante crecimiento. 

Los autores de esta historia vecinal, definen AVeFA como una familia donde la participación de cada uno de ellos es fundamental y el interés primordial está ligado a “la gratitud de ver la plaza llena de gente y la posibilidad de que, cualquiera que se acerque, sea parte de este proyecto”. 

Es así, que si pasas por Independencia y Muñiz, vas a escuchar gritos de gol de AVeFA en los que se va a oír reflejada la voz de aquel grupo de vecinos que supo ser -y formar- una familia que cumplió un sueño.

El trabajo desinteresado y la firme convicción de que los objetivos pueden alcanzarse, le dio felicidad a cientos de personas que hoy disfrutan de una vida plena, ligada al deporte y la cultura, y se sienten orgullosos de formar parte no solo del club, si no del barrio en el que residen.

Unión Marchigiana: el semillero de Caballito

Por Pedro Lujambio

Al ingresar al siempre ruidoso Club Social y Deportivo Unión Marchigiana, a la izquierda puede verse el pequeño gimnasio, a la derecha el buffet, y más al fondo, el lugar donde sucede la magia: la cancha de baby fútbol por la cual bien se podría apodar “el semillero de Caballito” a este club. Grandes cantidades de chicos —incluso más de los que caben, quizás— entrenan toda la semana para luego, el fin de semana, competir.

Pero, ¿por qué “el semillero de Caballito”? Unión Marchigiana, asentado en el barrio desde 1936, funciona como filial del club más grande del barrio, Ferro Carril Oeste. Varios de los niños que hoy al pasar por Nicasio Oroño 457 se oyen correr, tirar pelotazos y gritar, si tienen un nivel superior a la media en “Marchi” pasarán, por recomendación de los entrenadores (algunos trabajan en ambos clubes), a entrenar en las inferiores de Ferro. Cualquier persona que pase puede dar cuenta ya que, a la derecha de la entrada sobre la que se lee pintado en la pared “C.S. y D. UNIÓN MARCHIGIANA” junto a su escudo rojo y blanco, se encuentra de la misma forma el escudo de Ferro Carril Oeste.

Theo Ortiz, ex jugador del club y vecino del barrio, señaló que, pese a que tiene algunas actividades más, lo central es el fútbol. “Arriba tiene mesas de ping-pong, en alguna ocasión usaron la cancha, que es de cemento, para hacer patinaje… pero lo central es el baby fútbol, ahí van muchísimos, muchísimos chicos”, explicó Ortiz.

Ortiz, que es de la categoría 2008, jugó desde los 5 hasta los 12 años en Unión Marchigiana. En esa canchita repleta de banderas y fotos en las que predominan el verde, blanco y rojo —los colores de Italia, país del cual llegaron los fundadores del club, más precisamente de la región de Le Marche, por eso “Unión Marchigiana”— muchos han hecho sus primeros pasos en el fútbol y el caso de Ortiz no es excepción. “Ahí aprendí todo, desde el control de la pelota de chico hasta de más grande llegar a entender más el juego”, explicó el joven mientras mostraba su camiseta de “Marchi” de hace unos años que, contrario a lo esperado, cuenta con mayoría de negro y apenas un poco de los colores italianos.

De todos esos niños que se acercaban a Nicasio Oroño entre Avellaneda y Aranguren, a menos de tres cuadras del Estadio Arquitecto Ricardo Etcheverri (Ferro), algunos lograron, llegados los doce años, cuando el baby fútbol se termina y el deporte se vuelve un tanto más “serio” y competitivo, continuar con su carrera y pasar a entrenar en el predio rodeado por las calles Yerbal, Martín de Gainza, Avellaneda y el Puente Caballito.

Uno de esos pibes que iba a pasar el rato a jugar al fútbol recreativamente —porque, más allá de que se entrene y se compita, solo se trata de niños buscando divertirse— es Gabriel Pereira. Hasta hace alrededor de tres años, Pereira iba como cualquier otro, semana a semana, a jugar a la pelota a “Marchi”. Sus gambetas y goles en la ruidosa cancha de cemento del club hicieron que, por sugerencia de los entrenadores, fuera a hacer una prueba en Ferro, club al que llevó su picardía y su engaño aprendido en Unión Marchigiana. Hoy se lo puede ver cada fin de semana con la camiseta del “Verde” siendo una de las figuras del torneo de la séptima división de la Primera Nacional. Este “progreso” conseguido por Pereira podría interpretarse como un “paso al fútbol grande”: el avance al club de renombre gracias a haber tenido un buen desempeño en el clubcito de barrio. Pero no habría nada más equivocado que ese pensamiento: si estos niños ya devenidos en casi adolescentes lograron progresar y empezar a entrenar en las Inferiores, se debe a que en esos dos entrenamientos por semana en Unión Marchigiana los han formado de la mejor manera, no sólo para las competencias que disputaban en ese momento sino también para el futuro. La grandeza no se halla, entonces, solamente en el renombre ni en el estadio lleno, sino que en esa cancha pequeña y sobrepoblada (tanto de niños como de fotos, banderas y familiares) del “semillero de Caballito” también está presente.

El club de las escuelas

Por Lucía Luque

Sobre unas calles llenas de árboles, silenciosas y poco concurridas, dependiendo del horario, se encuentra el club “El Chasqui”, pero ¿por qué dependiendo del horario son solitarias?, bueno porque a la vuelta se ubica uno de los colegios más conocidos de General Pacheco, que es el “Guiñazú”, por lo que a las 7:00, 12:00 y 17:00 horas esas calles solitarias se tornan un caos, ya que hay autos por toda la cuadra, niños que corren de un lado al otro y adolescentes que salen hacía la ruta para volver a sus casas, pero cuando la hora pico finalizá las cuadras de los alrededores vuelven a la normalidad, se parecen a un pueblo del interior a la hora de la siesta, donde todos duermen y no hay ni un perro en la calle.

Se dice que el club está ubicado en un lugar privilegiado de Pacheco, pero te diría que está en una zona que se podría considerar patrimonio histórico, porque a la vuelta se encuentra la iglesia Purísima Concepción, y por detrás de las hectáreas se localiza el castillo del General Pacheco, que fue construido en 1882. Lo curioso es que hay una leyenda, que cualquiera que haya pisado los suelos de esta localidad escuchó, que dice que entre la iglesia y el castillo habría un túnel que los conecta, y además en ese camino subterráneo estaría la cripta de la familia Pacheco. Toda esta historia se suele escuchar por las tardes en club, cuando los chicos que recién están empezando la secundaria, van a hacer educación física y se dicen entre ellos: “Estás parado sobre el General Pacheco”, porque el famoso túnel de la leyenda pasaría por encima del verde césped del Chasqui. Para llegar a la gramilla, primero hay que atravesar la barrera de la entrada, caminar por las piedritas que se encuentran en el camino, mientras la tierra que vuela, por el viento, te acaricia la cara. 

Al lugar lo frecuenta la gente joven, ya que de lunes a viernes las escuelas de la zona utilizan las instalaciones del club para hacer actividad física, con respecto a la clase social que se encuentra es variada, debido a que te podes cruzar con alumnos del Guiñazú y del Mariano Moreno, colegio de chetos dicen las malas lenguas, con sus respectivos uniformes, mochilas jansport de último modelo y en sus manos suelen sostener el teléfono de la manzanita, a su vez hay alumnos de algunas escuelas públicas de la zona, que visten la ropa más barata de alguna feria, sus mochilas con los cierres rotos, muy desteñidas y sus celulares suelen ser los heredados de algún familiar, así que el ancho pasillo de la entrada suele estar lleno de miradas prejuiciosas. Miradas de por qué algunos tienen tanto, y a su vez sentir la actitud de los nenes bien creyéndose sumamente superiores.  

Al club se lo puede dividir en dos sectores en la parte de adelante y la parte de atrás. En la de adelante transcurren las actividades deportivas más comunes, ya que se encuentran las canchas de vóley, hockey y fútbol, aquí los niños suelen pasar sus últimas horas escolares.

A las 17:00 comienzan a llegar los chicos chetos del plantel de fútbol, con sus botineros y camiseta del club. Estos mismos son los que representan al club en el torneo de AIFA. Lo novedoso es que entre esos cogotudos vas a encontrar al hijo de Juan Román Riquelme, Agustín Riquelme, que juega para “el verde”, también lo podes cruzar en la zona limítrofe, entre la parte de adelante y de atrás, esa zona es el gimnasio del club, un espacio super pequeño, pero con demasiada concurrencia. Después de las 18:00 hay gente más grande, que va luego de la jornada laboral y ese cansancio se puede notar en sus caras serias que lo único que quieren es terminar la rutina del gym, para poder ir a descansar. Todo lo contrario a lo que sucede de 14:00 a 17:00 cuando ese espacio es ocupado por quinceañeros que salen de la escuela y van al club del barrio a levantar algunas pesas para poder marcar sus músculos. En esa franja horaria el lugar se carga de mucha más euforia, charlas y risas.

La parte de atrás es mucho más tranquila al igual que el deporte que se practica en ese sector, que requiere mucha concentración, como lo es el tenis. En esa zona se encuentran las canchas de polvo de ladrillo, muy bien mantenidas, con un color naranja en el suelo bien latente y a su alrededor mucha tranquilidad. Lo que separa la parte delantera con la de atrás son unas bajitas y lindas ligustrinas.

Juventud de Belgrano, el club de barrio que dejó el básquet por futsal y vóley

Por Franco Minervini

Al cruzar la vía del tren que atraviesa Belgrano R, una seguidilla de casas modernas indican la cercanía con Colegiales. Sobre estas cuadras, un paredón gris al lado de un portón del mismo color parece desentonar con la esencia del barrio. En realidad, lo enriquece. El club Juventud de Belgrano no destaca por su apariencia, sino por la cantidad de historias que siembra. 

Una vez superado el portón, hay dos opciones para conocer el club: continuar derecho tres metros para visitar el bar o girar a la derecha y abrir una puerta blanca y sencilla. Tan simple como especial, porque esa puerta -situada sobre el corner- invita a pasar hacia la única cancha donde se desarrolla el futsal y el voley del club. Detrás del arco, cuatro filas de gradas negras y de un ancho que respeta las líneas laterales reciben a los espectadores cada fin de semana. Sobre el costado opuesto a la entrada, la pared -mitad celeste arriba y mitad azul abajo- cuenta con una hilera de bancos que recorre todo el recinto. La pintura celeste luce desgastada y, en algunos sectores, las sombras impregnadas de pelotas reflejan las prácticas de los deportistas.

Martes a las 11 de la mañana y el club está vacío, ya que todavía no abrió sus puertas. Sin embargo José, encargado del bar, me invitó gentilmente a pasar mientras prepara tres o cuatro platos simples que componen el menú y, gracias a sus 25 años de experiencia, conoce perfectamente los gustos de los socios: “Pizza para los adultos y sandwiches para los chicos que terminan de jugar muertos de hambre”, explica con una sonrisa. Sin conocerlo, puedo notar el cariño que les tiene a esos jóvenes “muertos de hambre”.  

Encima suyo, un cartel enorme y desactualizado dice “50 Aniversario – Juventud de Belgrano”. En realidad, el 1° de noviembre del 2023 se celebraron los 80 años de existencia de la institución social y deportiva que, aunque el nombre señala al barrio vecino, se ubica en Colegiales: Virrey Avilés entre Freire y Conde. “En sus inicios, nuestro básquet estaba en un nivel altísimo”, me comenta José, mientras se dirige a la entrada, donde un panel repleto de fotos resume la historia del club. Inmediatamente apunta a un recorte de diario -que parecía muy antiguo- sobre dos jugadores disputando la pelota en el aire al comienzo de un partido de básquet. 

“Da comienzo al partido”, se titula en la nota. En ella, también se incluye una imagen con jóvenes deportistas en musculosa que rodean a un hombre de traje que -asumo- sería su entrenador. El epígrafe es poco legible por su tamaño y la pérdida de color propia de un material antiguo. Sin embargo, en su inicio se deja leer: “Equipo de Juventud de Belgrano que en brillante forma logró adjudicarse el Campeonato de Básquetbol ‘Juan Perón’ para no federados”.

Entonces, en busca de más información valiosa, vuelvo a la imágen anterior que dice en su epígrafe quién lanzaba la pelota al aire para iniciar aquel encuentro: Juan Domingo Perón, presidente de Argentina en esos años. La nota había sido publicada en 1953, ya que los campeonatos amateurs se realizaron cerca del Mundial de básquet de 1950 organizado y obtenido por el país. Además de su importancia, destaca por ser la única en blanco y negro, porque alrededor lucen adolescentes en patines -disciplina que tampoco se practica actualmente- y equipos de futsal y vóley, tanto femeninos como masculinos. 

Mientras llegan los primeros miembros al club a las 11:30 de la mañana con sus bolsos, sólo las fotos me acompañan cerca de la entrada. El señor -de unos sesenta años- encargado del bar había regresado a la cocina. Los ingresantes son niños de entre 8 y 12 años que se dirigen directamente a la cancha. Algunos ya preparados para el entrenamiento y otros aún sin los botines, pero todos reaccionaron de la misma forma cuando el dueño de la pelota dispuso sacarla del bolso y empezaron a correr. Ahora sí, Juventud de Belgrano cobraba vida y el silencio se convertía en gritos de gol.

Los Repolleros: Un refugio de tradición, solidaridad y autogestión

Por Nicolás Renedo

En el corazón de la localidad Beccar, en San Isidro, se encuentra el Club Unión y Juventud. Una entidad barrial que aloja alrededor de 15 actividades semanales para el bienestar de sus más de 1000 alumnos y de un sustento económico con el que se lucha mes a mes. Si pasas sobre la calle José Ingenieros las miradas se las lleva el cartel con las iniciales “CUJB” junto al escudo radiantemente iluminado. Una fachada demasiado moderna con ventanal hacia el gimnasio y al bar, la carta de presentación perfecta para derribar cualquier tipo de preconcepto que uno puede tener sobre un club de barrio. El nivel de infraestructura no tiene nada que ver con otras experiencias similares. En este caso, “Los Repolleros” —como se los conoce por su origen entre las quintas de los cultivadores de la col— no tiene parangón y ni siquiera se cruzó el portón principal. 

Eran las 20:00, en un día húmedo y lluvioso que, claramente, no invitaba a salir de la casa. Sin embargo iban y venían personas de cualquier rango etario y social. Emmanuel “Iti” Golemmo, presidente del club, se enorgullece al contarlo debido a la dificultad que conlleva lograr un punto de encuentro y una heterogeneidad entre los socios. Al llegar, estaba en funcionamiento las clases de taekwondo, boxeo y reggaetón, que conserva en sus dos clases semanales alrededor de 150 personas, divididas en tres turnos. Según el Presidente, aquel horario es en el que más gente transita. Durante el camino, los pasillos siguen siendo de los socios. Los chicos de arte se ocuparon de llenar de frases motivacionales un costado de la pared, mientras que del otro lado se observa la Copa del Mundo con los tres años de las consagraciones, y la complementa un mural donde Kempes, Maradona y Messi en modo caricaturesco están de espaldas sosteniendo cada estrella. Justamente tres emblemas que vivieron en sus infancias por clubes de barrio.

El establecimiento defiende a capa y espada su historia. Del otro lado de la entrada se puede ver cómo mantuvieron parte de la antigua puerta, un detalle con el nombre completo del club y la leyenda “Fundado el 20 de junio de 1943 – con personería jurídica”. Además, cuenta con un mural, también realizado por los chicos que hacen arte en el club, de unos 30 metros con imágenes que recorren cronológicamente, a modo de cuento, su vida social desde la fundación y, finalizando este, se encuentra el mástil histórico, donde se iza la bandera únicamente los “días especiales”. 

Clubes así son los encargados de dar una ayuda social a los vecinos desde donde sea. Empezando por una “casita de libros” hecha de madera que fue donada para dejar libros para prestar, leer en el momento, o, si alguna persona quiere llevárselo, deberá intercambiarlo por otro para seguir promoviendo la lectura. Asimismo, una regla que impuso Golemmo es que “cada familia que no pueda pagar la cuota del chico, hay que ponerse la mano en el corazón y dejarlos que vengan igual sin cobrarles”, así se lo comunicó a los profesores de las distintas actividades. “El día que ellos puedan volver a pagar, se hace una raya en el medio y a partir de ahí abonan. Todo lo que pasó antes queda en el olvido”, una clara muestra de solidaridad y agradecimiento para con quienes mantienen vivo al club día a día.

A pesar de los desafíos y cambios en la sociedad, los clubes de barrio permanecen arraigados a su historia y tradición, gracias a la memoria colectiva que perdura hasta los más mínimos detalles. La visita al Club Unión y Juventud de Beccar reveló la esencia profunda de estos lugares emblemáticos — aunque sean de nicho —, donde la pasión y la tradición se entrelazan con la vida cotidiana de la comunidad. Más allá de cualquier competición deportiva, estos clubes de barrio representan un tejido social sólido, un refugio de pertenencia e identidad para sus socios y vecinos.

El color que elegimos para la vida

Por Gustavo Satragno

Suena la campana, cada alumno regresa a su hogar, se cierran las puertas de la escuela y ahí es donde muere la vida de este pueblo. Así sería la vida de Banderaló, al menos para los chicos que están en el primario, si no fuera por la fuerte presencia de los clubes en su sociedad.

Es mediodía, todos los niños vuelven caminando a casa, se debaten entre ellos por quién pasa a buscar al otro para el partido de la tarde, mientras que patean alguna botella que trajo el viento de camino a casa. El almuerzo es rápido, más que nada para evitar que alguien llegue primero que uno a la casa del “amiguito” que juega mejor. No es que eso les asegure tenerlo en el equipo, pero inclina la balanza, nadie quiere traicionar al compañero que lo fue a buscar primero. Mientras los adultos duermen la siesta, el silencio intimidante del pueblo da lugar a la travesía, gomera en el cuello, pedalines en las bicicletas para que nadie vaya caminando, pelota abajo del brazo y rumbo a la canchita. El calor del sol invita a meterse a escondidas al vestuario a mojarse la cabeza, el que llevó una botellita de agua sabe que se condena a hacer de campana, ya que si los ve el canchero corre riesgo el partido. Aún no son las dos de la tarde cuando se pone en marcha el partido, camisetas de todos los equipos, mitad y mitad para cada lado y a jugar. Así es una tarde cualquiera en el Club Atlético Juventud Unida.

A media tarde llega el profesor de inferiores, quien observa el partido de reojo mientras va planificando el entrenamiento del día. Las actividades dan inicio con un orden ya establecido, con las últimas horas de sol arrancan las categorías infantiles, haciendo que lleguen a casa antes de que anochezca, cuando es hora de que entrene “La primera”. El vestuario se convierte en un lugar de charla de mayores. Manos encalladas, remeras salpicadas con pintura, bombachas de campo y alpargatas, todo tipo de laburantes convive en ese espacio de relajación donde las charlas sobre el día de cada uno fluyen mejor que la pelota en el campo de juego. 

Arranca el entrenamiento de los mayores y con ellos, la ilusión de aquellos hinchas que se hacen un espacio para poder ir a ver la práctica. Llega el panadero, el carnicero, algún que otro dirigente y los padres que van a ver a sus hijos perfilarse para tener un lugar entre los concentrados para el domingo. El hincha que no se encuentra en la cancha, está en la confitería del club, donde cada tardecita se arma la mesa de truco por la bebida. El mozo desfila por las mesas desparramando bebidas como si fuera el 5 del equipo, algo que no le es ajeno porque fue un excelente mediocampista en el pasado, solo que ahora vive el club de otra manera. Gancia con soda y limón, Quilmes de litro, alguna que otra ginebra y a fumar afuera, por favor.

El club en el pueblo es más que un simple club, es una manera de vivir, que trasciende todas las edades. Tal vez podría estar cada uno en su casa esperando un nuevo día, pero la felicidad colectiva siempre es mayor que la individual, y eso en Banderaló sí que lo saben.

 

Las Cuatro FFFF, el legado que no se negocia

Por Tomás Schenkman

Inmerso en la quietud de un terreno inhóspito, el anhelo de inmortalizar una huella brotó desde las suelas de los zapatos de los hermanos Bernasconi, aquellos calabreses que se exiliaron en busca de la paz y en 1928 proclamaron su bandera en el barrio de Mataderos.

En la zona de bañados formaron un equipo de fútbol, pero no tenían cancha para hacer de local, por lo que la municipalidad les otorgó un espacio —donde se ubica la sede actual— para que lo utilicen. Entre más italianos, el primero de mayo de 1932, inauguraron el Club Social y Deportivo Las 4FFFF, enlazando las palabras Fame, Fiume, Fredo, Fastido (entiéndase Hambre, Río —por el Piave, de Calabria—, Frío y Molestia). 

Y aunque años más tarde se mantuvieron las cuatro efes, su significado había cambiado: Fiesta Familiar Franca Fraternidad, palabras en castellano para que se entendiera más, pero sobre todo, para que se reflejaran los valores que traía consigo el club. Aquel que por la década del ‘40 llegó a tener casi 3700 asociados y un equipo de básquet que alcanzó un tercer puesto en un torneo, algo utópico en ese entonces.

Esas buenas épocas tuvieron una pausa en los años 70, cuando adosaron el club al PAMI y lo pusieron a funcionar como un centro de jubilados. Un par de años después, Las 4FFFF volvió a abrir sus puertas como un centro cultural, social y deportivo, pero en el medio se había provocado un gran desfalco económico —por cuestiones que aún se siguen investigando—, y que se profundizó en parte de la década de los ‘80 y ‘90, cuando el club cerró por 11 años y sufrió un deterioro enorme, del que no llegaron a reponerse del todo por la llegada de la pandemia, que casi provoca el cierre definitivo.

Pero Carlos Capria, presidente de la comisión del club, lo evitó tras tomar la decisión de dejar de pagar el ABL por unos meses para poder financiar las refacciones, e incluso tuvo que poner plata de su bolsillo, pero fue ínfima al lado de lo que lo motivaba a hacerlo. Asiste a Timoteo Gordillo 1454 desde antes de gatear, cuando lo llevaba su abuela en 1953 y en la parte del fondo todavía se ubicaba la cancha de bochas. Pasó por el rol de vocal titular y suplente, por la secretaría y la vicepresidencia, y hace dos años preside la comisión, que está conformada por siete personas que trabajan ad honorem, sólo impulsados por amor al club.

Los ingresos provienen solamente del 30% de las cuotas de cada deporte y son destinados exclusivamente a la manutención del lugar, ya que no se cobra cuota de socio ni inscripción, sólo se le paga al profesor el mes de clase y siempre son precios muy bajos. Con lo recaudado, la mano de obra queda a merced de las personas de la comisión y a veces se suman los profesores para colaborar, salvo que la refacción requiera de un profesional.

Luego de varias temporadas sembrando, se pudieron dar el gusto de cosechar: llegaron a tener más de 15 actividades semanales con un total superior a los 200 alumnos, eventos anuales, que se pueden distribuir en dos salones, uno para 120 personas y otro para 45, aproximadamente. A su vez, cuentan con más de 2000 seguidores en sus redes sociales, y todo se debe a Lucía Zampolla, la secretaria multitareas, de tan sólo 18 años, que además tiene su taller de dibujo, pintura y escultura para niños. Ella se encarga de responder consultas y de la difusión vía flyers o volantes hace dos años y pudo notar un antes y un después: “Cuando me metí estaba muy dejado todo, había fotos con el salón sin pintar y teníamos apenas cinco actividades. Ahora triplicamos el número y tenemos todos los horarios ocupados”.

Pero debajo de esos logros se encuentra una esencia aún más profunda, aquella que hace que estar una hora ahí adentro sea mejor que estar una hora en la calle, aquella que no permite que lo político contamine el lugar con sus perversos intereses, y sobre todo, aquella que pregone el espíritu de siempre: entregarse sin esperar nada a cambio, incondicionalmente.

El club que refugia la identidad con el deporte

Por Renzo Terzián

En el corazón de Palermo, entre calles con gente y el bullicio constante de los autos, un portón azul desgastado te separa del ruido y te da la bienvenida al espíritu de comunidad. Pero para hablar de los comienzos de un simple club de barrio, hay que remontarse a la compleja historia de un país que sufrió un genocidio. 

En 1915, el Imperio Otomano asesinó a más de un millón y medio de personas pertenecientes al pueblo armenio, mientras que otros lograron escapar, formando la Unión General Armenia de Beneficencia (UGAB). 

Cuando una cultura parecía desvanecerse y dejar de existir, comenzó a tomar importancia por ser un método de apoyo hacia la comunidad armenia para organizarse y mantener vivas sus raíces, pero ahora, funciona también como un club de barrio, donde muchos comparten momentos a través de un abanico de deportes, como el futsal, básquet, vóley y natación.

La entrada del club, simple, pero con carácter, porque en el ingreso, Julio, el que suele estar cuidando quien entra y sale, te da la bienvenida, mientras que los niños, con el pelo todavía mojado después de la clase de natación, corren de un lado para otro como si nunca se agotaran, sabiendo que tarde o temprano, las madres les iban a llamar la atención para que tengan cuidado y no se lastimen. 

Si el ascensor no funciona, cosa que suele pasar, las escaleras se convierten en el camino habitual para moverse. En el segundo piso está la cancha, que siempre es testigo de la vitalidad del club, ya sea por las fotos de los logros conseguidos a lo largo de los años que decoran el ambiente o porque hay algún deporte en curso. 

“La idea es seguir creciendo. En cantidad de personas, en calidad de trabajo y de grupo”, decía Agustín Zacarian, DT de los chicos que juegan al futsal, mientras avisaba que era la última jugada porque debían liberar la cancha. “El compañerismo es parte fundamental de este juego y de la vida también. Es una condición obligatoria para formar un grupo, además de un equipo, y para que las cosas se hagan con armonía y se disfruten”, terminaba de contar Zacarian, mientras que el eco de los golpes a las pelotas que iban y volvían por los de vóley mixto que ya estaban preparándose para entrar, entre risas y entusiasmo, tomando protagonismo 

El gimnasio, en el tercer piso, poblado por los de básquet siendo supervisados por su preparador físico, que los incentiva y corrige algunos errores en las técnicas con los ejercicios de las pesas que suben y bajan al ritmo de la respiración de los jugadores. “Cuidado con la espalda, no te adelantes al movimiento”, se escuchaba entre las series, mezclado con sonidos metálicos de las mancuernas contra el piso.  

A medida que el sol se oculta, algunos finalizan sus actividades, mientras que otros recién arrancan a ocupar espacios, porque en el club el deporte no tiene un horario fijo. El salón de actos, en otra parte del edificio, alberga actividades culturales y encuentros. La mayor parte del tiempo se escucha a los que practican danzas tradicionales armenias, fortificando la idea de que es un lugar que logró ser un refugio de identidad, donde las historias personales se entrelazan con la historia colectiva, donde las generaciones jóvenes encuentran en cada esquina la huella y las raíces de quienes lo fundaron, que actúa como una llama que no se apaga, dando lugar a la convivencia de todas las culturas y edades, compartiendo algo tan cotidiano como el deporte.

Marcelo Gigante, director técnico de vóley: “Le di mucho menos a Boca de lo que Boca me dio a mí”

De Lucas Villanueva

Marcelo Gigante lleva años vinculado al vóley de Boca. Empezó en las inferiores del Xeneize en 1985 y, tras ganar experiencias en otros equipos de Italia, debutó en la primera de Boca en 1996, año en el que también asumió el desafío de dirigir a los juveniles. Desde 2003, está al frente del equipo mayor y su recorrido incluye también la selección de Colombia. Hoy, además, dedica su tiempo a dictar talleres intensivos, formar jugadores y técnicos y comparte su pasión por el deporte por todo el mundo. Historia y pasión. La palabra “Gigante” ya era sinónimo de Boca, y ahora, también lo es en el vóley.

Era el jueves 7 de septiembre a las 9:30 de la mañana y Gigante ya se encontraba en el Polideportivo Benito Quinquela Martín. Como el equipo de futsal entrenaba en el mismo espacio y había mucho ruido, decidió moverse a la oficina de la psicóloga en la pensión a escasos metros. En el camino, saludó a todos los trabajadores del club. Recordaba cada uno de sus nombres, como si fueran parte de su familia. Ya instalado en la oficina, sacó el mate, agarró una medialuna y comenzó a hablar de sus cursos de vóley, la filosofía de sus entrenamientos y, por supuesto, su amor por Boca.

-¿Cómo abordás el entrenamiento en tus talleres intensivos?

-La gente necesita verte entrenar y entrenar ellos también. Lo teórico tiene su lugar pero lo importante es lo práctico. Los libros de vóley no reflejan la realidad porque la técnica no es una, ni el golpeo, ni las situaciones a resolver. En un partido real pasan miles de cosas y no se puede aplicar siempre la misma técnica porque las jugadas no son iguales. Lo que buscamos es que sepan resolver situaciones, desde las más básicas hasta las más complejas, y eso se consigue cuando los entrenamientos no tienen un ‘guion’; en los míos doy libertad. Las resoluciones son en cuestión de segundos y en el vóley el que piensa pierde. La respuesta tiene que estar automatizada, y eso no depende del tiempo o la edad, sino del tipo de entrenamiento que hayas tenido.

-¿Considerás la salud mental de tus jugadores en tu enfoque de entrenamiento?

-Si, completamente. El jugador tiene una vida fuera de la cancha, no son robots. Juegan como viven, entonces hay que tener en cuenta los problemas externos. 

-En una entrevista hace tres años mencionaste que el partido que te marcó como jugador fue ante Ferro en 1996. Como director técnico, ¿hubo algún partido que te haya marcado?

-Lo que más me marcó fue llegar a la final en 2012, porque fue un proceso muy largo para llegar hasta ahí. Fueron tres años con el mismo grupo, y la mayoría de esos jugadores ya los había entrenado y dirigido desde la Sub 13. Los miraba y recordaba todo lo que habíamos recorrido juntos para llegar ahí. Ese año me dijeron que ya estaban cansados de quedar terceros que querían jugar una final. Entonces entrenamos todo diciembre. Capaz no servía de nada el esfuerzo, pero llegamos a la final. Después de ese logro, muchos se fueron a otros clubes.

-¿Fue difícil dejarlos ir?

-Prefiero desarrollar jugadores y que se vayan al exterior a no desarrollarlos y que se queden. Puedo ser exitoso si gano campeonatos, pero para trascender tenés que crear jugadores, formarlos. Si yo solo hubiera ganado campeonatos, no estaría dando cursos. 

¿Te quedó alguna anécdota con ese grupo?

-Me acuerdo una con Nicolás Bruno. Él tenía 17 años, no jugaba nunca en el torneo porque todavía era muy chico. Un día vino el de seguridad del polideportivo y me dijo que las cámaras lo tomaron trepando la reja para entrar. Entonces yo le pregunté por qué lo hizo y me dijo que cuando bajaba del colectivo, si hacía todo el camino para entrar por la puerta principal, no llegaba a horario para comenzar con el entrenamiento de pesas y que si saltaba las rejas se ahorraba un minuto. Desde ese momento dije: ‘este es el jugador que quiero para mi equipo’.

-¿De dónde nace tu amor por Boca?

Desde chico mi vieja me hizo de Boca. Después me llamaron para jugar y fui sin pensarlo, más allá de lo que podía ganar. En un momento River me ofreció 12 veces más de lo que ganaba en Boca y no acepté. Mi hermano se quería morir, porque en ese entonces ambos trabajábamos en un kiosko, pero no existía la posibilidad de que yo jugara ahí. 

¿Sos consciente de lo importante que sos para Boca? 

-Me lo dicen todos mis compañeros y amigos pero nunca me di cuenta. Y para mí no es así. Yo soy uno igual que cualquiera de los empleados. Saludo a todos, al que limpia, al que está en la oficina. Nunca me sentí distinto, ni más ni menos que nadie. Cada día tengo que renovar lo que vengo haciendo hace años. Ya pasaron 21 años como entrenador de Primera, pero cada día me levanto con la misma motivación de siempre. Estar acá fue una elección de vida, desde muy chico estoy e igualmente siempre pienso que estoy en deuda con el club, entonces tengo que todo el tiempo tratar de hacerlo mejor y dar lo mejor. Le di mucho menos a Boca de lo que Boca me dio a mí.

Darío Carpintero: “Todos te preparan para ser futbolista, pero nadie para el día de mañana”

Por Agustín Paratcha 

Histórico jugador del Ascenso argentino que aún, con 43 años, mantiene sus dos trabajos: Agremiados, espacio en defensa a los futbolistas, y la recolección de residuos. Generó tendencia en partidos por Copa Argentina: la patada que le dio al exjugador de Boca Cristian Erbes con la camiseta de Excursionistas, su salida peligrosa desde su propia área chica tras gambetear a dos jugadores de Sarmiento y las discusiones con Darío Cvitanich en el triunfo de Lamadrid ante Banfield por penales en la edición 2019. Se trata de Darío Carpintero, ídolo de Sacachispas, quien pasó por tres períodos. 

Un viernes cualquiera en Villa Soldati. El calor era descomunal. Darío Carpintero se sienta en una de las tribunas del estadio Roberto Larrosa, cancha de Sacachispas, para hablar sobre lo que le depara el futuro. Sabe que no es más futbolista tras retirarse este año con la camiseta de saca al salir en el minuto cuatro (en alusión a su número de camiseta) en un partido de la B Metropolitana ante Excursionistas. Recalca su amor por el club y despeja dudas sobre temas en debate: la importancia de los clubes de barrio y su rechazo al gerenciamiento.

-En una nota con Diario Olé, contaste que Sacachispas no es tu segunda casa, sino tu casa. ¿Seguís con tu afirmación?

-Sí, Sacachispas sigue siendo mi casa. Pasé mucho tiempo como futbolista en esta institución. Hoy me levanto y a veces me tomo unos mates o desayuno directo en el club Está al frente de mi casa. Además, cada vez que voy para el trabajo en la recolección, siempre paso al lado. 

-¿Pensabas entrar en la historia del club?

-No. El 7 de noviembre, presentaron el libro de Sacachispas en el club a las 7:30 de la tarde y no me esperaba estar nombrado. En lo personal, siento un orgullo enorme formar parte de la historia. Nombraron a jugadores de otras épocas y hasta al máximo goleador histórico Alejandro Ayala. 

-¿Qué sentiste al ver el mural que te hicieron con tu cara al lado de los dos escudos de Sacachispas?

-Mucha alegría porque nunca me lo esperaba. Recuerdo que me había ido a comer a la casa de Maximiliano Quinteros (hoy en Copiapó de Chile) con la familia. En la vuelta, de camino a casa por la madrugada, vi dos escudos pintados, pero me llamó la atención mi cara. Lo habían pintado cuatro amigos que se habían quedado durante la noche. El único mural que solo me imaginaba era el de Carlos Tevez en Fuerte Apache. 

¿Te gustaría ser director técnico o trabajar en la parte dirigencial de algún club del ascenso? ¿Ya hiciste algún curso?

-Hice el de técnico cuando aún era jugador, el de manager, coaching y scouting. Los tomé porque me interesan y aprendo de otras personas. El jugador piensa que se la sabe toda, pero cuando realizás los cursos te cambia la cabeza. Recomiendo que lo hagan porque uno nunca sabe el fin de su carrera. Hoy no pienso ser entrenador y tampoco dirigente. Tuve la posibilidad de ser presidente del club, aunque preferí que no por la renuncia de Roberto Larrosa al cargo.

-Hoy trabajás como recolector de residuos, pero también estás vinculado con Agremiados ¿Por qué?

-Pertenezco a Agremiados porque me gusta defender y pelear por los jugadores. Uno tiene que dejar una huella por los compañeros. Compartí vestuario con Máximiliano Quinteros, quien tomo de ejemplo como jugador por pasar momentos delicados en lo personal. Su hijo Santiago de tres años sufría de Hidrocefalia. Tenía la mejor excusa para dejar el fútbol, pero optó por luchar.

-Antes de lograr tu trayectoria, jugaste en José Soldati. ¿Qué tan importante son los clubes de barrio?

-Son fundamentales porque de entrada sacás a los chicos de la droga. También para la formación. Hoy se implementan distintas alternativas: el baby, futsal y cancha de once. Jugué en José Soldati, me crié dentro y me ayudó a no estar tanto tiempo en la calle. Además, la mayoría de los jugadores en la Argentina hacen sus primeros pasos en clubes de barrio.

En relación a los clubes de barrio y al fútbol mundial ¿Qué opinás de las Sociedades Anónimas Deportivas (SAD)?

-Estoy en contra. El Mercado Central quería pintar el club de verde y reemplazar el lila. Fui de los pocos en estar desacuerdo. La persona que quiere poner plata en un club que no es hincha lo hace por interés. En caso de que la dirigencia acepte, iré en contra porque no se trata de vender al club.

Darío Carpintero es la definición del ascenso puro. Tras sus pasos por otros clubes como Yupanqui, Talleres de Remedios de Escalada, y J.J Urquiza, hoy vive con su esposa Sabrina junto a sus dos hijos, Arian (20 años) y Luan (12 años) en el barrio de Villa Soldati, donde comenzó todo, y alterna su trabajo en Agremiados con la recolección de resíduos. Sin embargo, deja un mensaje para los futbolistas de cara al futuro: “Todos te preparan para ser jugador de fútbol, pero nadie para el día de mañana”.