lunes, noviembre 25, 2024

Ser feliz es ser perro

Por Iván Lorenz y Joaquín Méndez

-Ey, mirá. Mirá esos perros con la pelota.

-¿Qué hacen?

-No lo sé, están re locos, mirá cómo corren.

-¿Locos? ¿Por qué?

-¿Acaso dos perros no pueden carecer de cordura?¿Quién está realmente loco? ¿Nosotros que vemos a los canes o los canes que nos bailan a nosotros?

Los estamos observando. Todos los podemos visualizar. Corren y corren, se persiguen en busca de lo mismo: la pelota. Uno es blanco, pelo enrulado. El otro es negro, lacio su cabello. Tienen la misma estatura y hasta se desplazan parecido por el pasto. Se emocionan y jadean con la lengua afuera cada vez que sienten el objeto redondo, su amada. No hay otra cosa más importante que poder conservarla, se cuidan porque juegan, se cuidan porque es justo.

En el campo, ellos son y están siendo. Mutan, se transforman, metamorfosean. Son distintos, ¿acaso no todos lo somos? Pero tienen otra particularidad. Hay más perros por ahí que corren, jadean y mueven la cola. Ellos juegan solos, manejan otros tiempos. Su tiempo y el de los demás. ¿Cómo no ser capaces de eso? ¿Hay algo más real e intenso que su entusiasmo por jugar con el balón juntos? O, más llamativo aún, ¿hay algo más real e intenso que la dilatación de sus pupilas cuando el otro tiene la pelota bajo su patita? Se encuentran en un salto con un choque de hocicos, sus patas posan en sus hombros, como si les fuésemos a sacar una foto. Se equivocan, disparamos con los párpados para congelar esa bella imagen, el juego en estado puro, en alguna parte de nuestro cerebro. Algunos ilusos los quieren separar, no entienden que dos pelajes distintos se abracen y compartan la felicidad.

¿Felicidad? ¿Qué van a entender ellos y qué vamos a entender de felicidad nosotros si nunca compartimos la rebeldía de querer al que nos impusieron odiar? ¿De qué felicidad nos hablan si no aprendimos a cuestionar nuestro andar como aquellos dos perros? ¿Qué es ser feliz? Ser feliz es ser perro. Perro de verdad eh, con pasión, con la virtud de poder disfrutar al que tenemos en frente, al de la otra vereda, al del otro barrio. Ser perro es ser feliz cuando festejamos un nuevo escape en diagonal del otro, es reconocer su habilidad y aún así, seguir compitiendo para poder mejorar. Mejorarnos. Definimos las cosas que son por lo que no son, pero esta tarde, viendo a esos dos, nos dimos cuenta al unísono que ser feliz era ser como aquellos perros. Como no tenían nombre pero por alguna razón los conocíamos, les pusimos Pablo Aimar y Juan Román Riquelme. Y seguimos observando, porque da gusto.

El de rulos se alejó un poco, el de pelo lacio y corto estaba quieto, miraba. Una, dos, tres ramitas movió el blanquito hasta armar un arquito. Atónitos nosotros dos. Hacemos zoom con los ojos, observamos bien. En el pelaje, el que se prepara para patear tiene dibujado un 8. El otro, un 10. Eso, sí. No tan nítido, pero se ve. Se para de diestro el morocho. Los dos con la lengua afuera. Aimar espera cerca del arquito. Ladra. Riquelme corre y ¡Pum! Ángulo. Ahora ambos ladran. Los perros que los rodean son amarillos. Los poquitos que se parecen a ellos dos, que suponemos que son de su equipo, no tienen mucho para hacer. Todavía están abrazados, jadean y sonríen. Trotando acomodan el arco, porque la pelota le dio un besito al travesaño.

Ahora cambian los roles. Riquelme se paró atrás de Aimar. El 10 se para como para tirar un penal. Con cuidado, puede desarmar el arco de palitos. El morocho ladra y el de rulos ¡Pum! Ángulo. Pero al otro. Y también arriba, bien, bien arriba. El sol sale con fuerza, también quiere mirar. Ilumina las chapitas de los collares de ambos, son blanquicelestes. Nos acordamos: uno era de River y el otro de Boca, pero encontraron su lugar para disfrutar juntos. ¿Por qué dos perros que se quieren tanto no pueden disfrutar juntos?¿Por qué motivo se los tildaría de enemigos y opuestos si pueden hacer cosas tan bonitas de a dos?

Ya con el sol también de espectador, los dos perros dejan la pelota parada y arman un escenario propicio para combinar habilidades. Los canes amarillos se movieron acorde a la música de los ladridos del 8 y el 10, directores de orquesta. Aimar se abrió a la derecha, Riquelme se quedó en el medio para hacer quilombo. La línea de defensores se distribuía como cualquier línea de cuatro. Los laterales un poco más adelantados. El perro con pelo enrulado tenía dos oponentes, el lateral y el central izquierdo. Al de pelo lacio, uno ya le mira la cola que se mueve de felicidad. Le toca la pelota a otro parecido a ellos, de los que no eran amarillos. Este estaba delante del defensor central derecho, pero no es un perro. Salta a la derecha, salta a la izquierda, su movimiento es desprolijo, aunque le sobra elegancia. Ahora sí, se acerca a jugar. No sólo hay canes, también hay un conejo que con alegría rebota para el 8, que acelera para hacer magia. ¡Tac! La pelota va dando saltitos, tan rápida y precisa como para hacer que la oposición de Aimar no sepa si cortar el pase o ir a marcar la diagonal bellísima que vio Riquelme. Ya se filtró y ni siquiera había arrancado su carrera.

Los perros no saben qué hacer. El conejo mira mientras da un saltito. Entonces Aimar ladra y va a buscar. Corre, corre, corre. Pero corre, a diferencia del resto de los mortales y los canes, sabiendo que va a llegar. Obvio, se la sirvieron justa. Estos dos bichos, tan particulares, tan únicos, manejan el juego porque aprendieron a jugar con el tiempo. En un mundo donde nos enseñan a correr, nos enseñaron que no hace falta llegar primero porque se puede llegar mejor. Riquelme ya sabe cómo va a terminar la cosa. Nosotros también. Ya lo vimos y lo dijimos: los conocíamos a estos dos. Aquel junio del 2000, los venezolanos no pudieron contener a estos monstruos, futbolistas, perros.

Aimar llega antes que el resto de los perros y ¡Tac! Con su patita derecha, de cachetada, rápido y sutil, la pone abajo del arquito de palitos. Ladra, se para en sus dos patas y con la mano lo manda a cagar a Riquelme, hace un rulito y lo mira con cara de que se deje de joder, porque no puede ser, porque así de fácil no existe, porque le saca todo el mérito, porque lo admira. Y porque se admiran, el perro de rulos casi que ignora al otro que le viene a chupar la cara y se va a jadear con el otro, el que entiende tanto como entiende él.

Nosotros miramos y los dos se paran. Vaya sorpresa, ¿no? Vienen hacia nosotros, caminan en dos patas. Se acercan, cada vez más. Ahora ellos nos miran. Aimar ladra primero: “Esto es nuestro”. Riquelme se suma: “Cuidémoslo”. Sonríen, jadean y nos dan la pelota. Tenemos miedo a equivocarnos, vaya responsabilidad nos echaron encima, la de jugar y buscar ser felices por un rato. El reto de cuidarnos, de recordar el juego por el juego, la inocencia de bailar. Y, con ese gesto, la provocación del pase, nos invitaron a que como estos perros, el 10 y el 8, el blanco de rulos y el morocho de pelo lacio, nos animemos a dejar de correr, hacer una pausa y vivir lento, para disfrutar de esta vida. Para que aprendamos a disfrutarnos.

Buscamos ser con el otro, pero no es sencillo. ¿Cómo desnaturalizar la rivalidad que desde pequeños nos impusieron? Queremos jugar con la pausa necesaria para ver todo un poquito más claro, para hacer de un pase, una sonrisa, un guiño al gol, como estos perros.

Caminamos en otra dirección. Nos fuimos y nos miramos. Mateamos mientras pensamos en esos perros, que no sólo obviaron sus diferencias, sino que además incorporaron a un conejo. Intentamos hacer el mejor mate, porque el verde espumoso nos ayuda a pertenecer.

Hacemos una pausa y detenemos la caminata. A nuestra derecha, hay una cancha con arcos de palito como los que armó el perro blanco. Atrás, un banquito con dos chicos que observan una foto. Uno tiene la camiseta de Boca, el otro, la de River. La contemplan fijamente. Nos dio curiosidad, intriga. ¿Qué apreciaban con tanto detenimiento? Nos acercamos y los vimos. Riquelme con una camiseta azul y oro abraza a Aimar, que lleva la banda roja. Ahí, congelados para siempre en un abrazo eterno, ladrando felices por amor a la vida. Por amor al fútbol.

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