Por Emilse Torres
Él tiene una mirada filosa como el hielo; con sus 140 libras, abre paso como un tornado que arrastra consigo una angurria desmedida. Fue parte del estupor general en el ringside; Emiliano lo sabía, solo que no se lo esperaba. Sabía que el día del corpus llegaría; su alegría ocultaría al vencedor y el pecho fuerte del vencido devoraría su imagen. Engolfado, pisaría el ring, al igual que lo hizo su padre, con coraje y entrega total a ese plácido dolor que los cuerpos resisten sobre la lona. Él lo sabía; sabía que, aunque no se esperaba pelear en el extranjero, Las Vegas y Puerto Rico se convirtieron en peajes. Ante ese desarraigo, su corazón palpitaba como si fuera un estallido al ver su rostro empapelado en Ucrania, un país totalmente distinto. Sentía desesperación; la tensa calma en su mente no le permitía cerrar los ojos durante las tediosas horas de viaje. Su único consuelo fue su familia, quienes amortiguan sus caídas mientras él continúa perviviendo.
Nunca podrán decir que Emiliano García (foto a la derecha) no lo intentó. La impotencia de no poder pelear en su tierra debido a la mala paga y los bajos contratos es una realidad con la que sus colegas lidian a diario. Además, la difícil tarea de pelear como visitante cada vez les pinta más la cara a los púgiles de este suelo. Él lo sabía, sabía que sus 14 knock outs no serían suficientes. La necesidad de seguir avanzando lo empujó a ser camaleónico, así como lo es arriba del ring, engañando con la zurda e impactando con la derecha con la potencia de un ariete, la misma con la que castigó a Denys Berinchyk. Su vitola lo delata; con su andar desfachatado y verba fluida, puede convencer a Mitch Halpern de que Tyson no mutiló a Holyfield.
Carga consigo un ímpetu explosivo que impacta como un gancho y te deja boquiabierto como un óleo de Ángel della Valle. Él lo sabía; sabía que los años le pasarían factura y, aunque demuestre una eterna lozanía que nos hace pensar que ese chico que peleó por primera vez en Villa Adelina sigue en formol, su cuerpo siente los golpes, su edad sigue en ascenso y sus 39 años lo impulsan a buscar la paz. A lo largo de su trayectoria, supo confeccionar momentos que comparte con los chicos en un gimnasio de Pacheco, en la zona norte, donde entrena. Ellos lo escuchan con atención mientras a él se le dilatan las pupilas de emoción al recordar las hazañas de aquellas noches y sentir las voces enmudecer en un unísono como mares que quiebran las rocas. Su espíritu rabioso y febril sigue dentro de él, esperando a que llegue el próximo contrincante para poder salir a comerse el mundo y demostrar que aquel chico que veía a su padre pelear hoy es un hombre que lucha arriba y abajo del ring.