martes, diciembre 9, 2025
Home Blog Page 2

Araceli Blanco: el camino hacia otro Mundial

Por Pedro Carracedo y Tobias Fava

Prácticamente en el centro de San Miguel, sobre una calle que en ciertos momentos del día es intransitable por la cantidad de chicos que salen del colegio Educacional Buenos Aires, se encuentra el gimnasio “Sin Límites”.  El edificio tiene una fachada bastante discreta, dos pisos, con la pintura blanca descascarada por los años. Nada más entrar se siente ese ambiente típico de club de barrio: un pequeño recibidor decorado con afiches y anuncios sobre una pizarra de corcho. Se anuncian torneos, rifas y la actualización del precio mensual del gimnasio. Pasando otra puerta, un espacioso buffet. El delicioso olor café es penetrante. Un conjunto de mesas con sillones ocupan el lateral izquierdo. Más adelante una barra: tras ella se luce un estante repleto de trofeos y medallas colgadas en la pared. A su lado, una pequeña puerta esconde la escalera que lleva a la planta superior, donde está el gimnasio. El inconfundible barullo provocado por una mezcla de voces infantiles, ruidos de colchonetas y una voz adulta que destaca sobre las demás inunda el lugar. No es precisamente donde uno imaginaría que se prepara alguien que va a disputar un Mundial, mucho menos si ese alguien ya ganó este torneo dos años atrás.

A veces los grandes desafíos empiezan sin buscarse. Araceli Blanco tenía ocho años cuando pisó por primera vez un tatami. Lo hizo para acompañar a su hermana, que quería probar taekwondo. La hermana dejó al poco tiempo. Ella no. Se quedó. No imaginaba entonces que ese deporte de patadas, gritos y disciplina se convertiría en la brújula de su vida.

Hoy, a los veintiséis, Araceli entrena con la cabeza puesta en el Mundial ITF de Taekwondo 2025, que se realizará en Puerto Rico a partir del 14 de noviembre. No es la primera vez que lleva el escudo argentino, pero sí la más desafiante. Campeona mundial en 2023, llega a esta nueva cita con más responsabilidades, más presión y la misma pasión que la llevó a quedarse en el gimnasio de chica cuando los demás se iban.

Su aspecto encaja perfectamente con el de una luchadora: alta, robusta, imponente, con una mirada que parece que te cuestiona constantemente. Pero en el momento que abre la boca sorprende la timidez y la bondad en su voz. Su ritual previo al entrenamiento es siempre el mismo: llega, cruza el buffet para saludar a Don Carlos, quien asegura que hace los mejores sándwiches de milanesa de la zona. En el medio se cruza a un grupo de chicos saliendo de su clase de taekwondo que casi al unísono y dando un salto le preguntan cómo está. Ella responde con una sonrisa y devuelve el saludo. Nunca da una respuesta que no sea “bien, ¿y ustedes?” Incluso cuando hay ocasiones en que no está tan bien como dice.

La historia de Araceli podría contarse desde el sacrificio, pero ella lo hace por el lado de la elección. Desde el  gimnasio, entre colchonetas apiladas y olor a átomo desinflamante, dice que todo lo que deja —materias de la facultad, salidas, descanso— “vale la pena si es por taekwondo”. Es estudiante de Arquitectura en la Universidad de Moreno y cada vez que un Mundial aparece en el horizonte su rutina se reorganiza por completo. “Tuve que dejar la cursada entera el año pasado. Este cuatrimestre también. No me dan los tiempos. Trabajo, entreno, viajo. Pero sé que es lo que quiero”. Un estilo de vida que viene practicando hace mucho y hasta con su psicóloga deportiva Candela Rendine, quien siempre le recuerda que “hay que buscar un equilibrio entre el deporte y la vida, es esencial para el rendimiento del deportista. Descuidar por ejemplo los vínculos o el descanso va a hacer que no pueda ni siquiera entrenar igual”.

Aunque su relación es profesional, es imposible ignorar el orgullo y la emoción de la psicóloga a la hora de hablar de Araceli. Quizás entendiendo que sus logros en cierto punto también le pertenecen un poco y son consecuencia de un trabajo bien realizado. Es muy respetuosa de su vínculo y resalta que el trabajo en conjunto no le sirve solo en el deporte, sino en muchos aspectos de su vida cotidiana.

Los días de entrenamiento se suceden como piezas encastradas. Martes y jueves en el gimnasio “Megacenter Gym”; miércoles, viernes y sábados, en el “Sin Límites”, bajo las órdenes del Grand Master Pablo Stupenengo, director del Centro Taekwondo Buenos Aires (CTBA). Allí se mezclan competidores de distintas escuelas: San Miguel, Hurlingham, Moreno, José C. Paz. Algunos viajan una hora para llegar, otros dos. Pero todos saben que el tatami no es sólo un lugar: es un punto de encuentro, un pequeño país con reglas propias.Es nada más subir las escaleras para encontrarse con una especie de laberinto azul y rojo. No es muy grande, pero la cantidad de espejos lo hacen parecer así. Hay un molinete en la entrada sin mucha utilidad. Una barra de cemento pintada de blanco, con un tablón encima sirve como recepción. El tatami está rodeado por una red, aislándolo del resto de la habitación para lograr una mayor concentración dentro. A su lado, un estrecho pasillo con tablones amurados que sirven de banco para que los padres – o quien quiera– se sienten a disfrutar del espectáculo: un desfile de niños enconjuntados con su “dobok” lanzando piñas, patadas y practicando formas. A la cabeza está Pablo: un hombre de un metro sesenta y casi cuarenta años, al que la edad ya le está arrancando canas. Su estatura se ve contrastada totalmente con la presencia, autoridad y elegancia con la que dirige la clase. No se necesitan muchos elementos para llevarla adelante, solo colchonetas, pads, protecciones y mucha energía.

La mayoría llega un rato antes de que comience la práctica y, mientras ven a los más chicos dar sus primeros pasos en la disciplina, aprovechan para tomar unos mates y ponerse al día. Con un gesto tan sencillo alimentan la unión del grupo, creando un ambiente más ameno y, haciendo que el esfuerzo y la rutina sean más llevaderos, al punto que el chiste más recurrente en la ronda de mates es que ese es el verdadero motivo por el que van al gimnasio.

Araceli compite en tres modalidades: lucha, formas y rotura de poder. Además, integra un equipo femenino de formas adultas. Son cinco mujeres, de distintas escuelas, que se reúnen dos veces por semana a ensayar movimientos sincronizados que parecen coreografía y combate al mismo tiempo. “Nos llevamos muy bien, es un grupo re familiar”, dice Marina Alesso, compañera de Araceli. No hay divisiones ni jerarquías, aunque en los torneos se juega mucho más que unas medallas. Cada una tiene su forma de ser, muy distinta al resto. Marina por ejemplo, es todo lo contrario a Araceli. Menos intimidante, pero con una manera de transmitir mucho más seria. Cuando empieza el entrenamiento todo fluye como una máquina aceitada que no admite distracciones. A esta altura apenas necesitan pulir cuestiones técnicas. Se enfocan en repetir lo mismo una y otra vez buscando su mejor versión. Araceli se enoja cuando algo no sale como quiere, pero sigue intentando. Para alguien que no practica esta disciplina, ni mucho menos está cerca de disputar un Mundial, es imposible entender las quejas. Todo parece perfecto. Pero ella sabe que tienen más para dar, y Pablo no duda en hacérselo saber.

Su historia deportiva tuvo un punto de quiebre en 2022, cuando una lesión en la rodilla la obligó a frenar ya acercándose al mundial de Guadalajara. Meniscos rotos y la tibia comprometida, una operación y tres meses sin competir. “No sabía si llegaba a México”, recuerda con cierta incertidumbre del pasado en los ojos. Al final llegó. Y ganó. En 2023 fue campeona del mundo en su categoría, apenas unos meses después de salir del quirófano. “Me sobreexigí más de lo que pensaba que podía. Pero cuando estás ahí, te olvidás de todo. Pensás en la lucha y nada más”. La postura tímida y retraída que sostiene la mayor parte del tiempo de repente queda atrás y es opacada por la certeza y el orgullo en su mirada al recordarlo.

Como casi todos los atletas amateurs, Araceli sostiene su carrera con esfuerzo personal y los sponsors que ella misma consigue. Trabaja en la Municipalidad de San Miguel y paga el pasaje, los equipos y las cuotas del gimnasio con su sueldo. “Pedí ayuda al municipio, pero me dijeron que por ser empleada no podían darme beca deportiva. Por suerte desde Provincia me dieron una beca deportiva hace un par de meses, eso me ayuda un poco”, explica. Vino por parte de la subsecretaria de Desarrollo Social, Bernarda Meglia, quien remarcó por qué es importante ayudar a nuestros deportistas: “Acompañamos a Araceli porque el deporte no es solo competencia, es esfuerzo, disciplina y un camino de crecimiento personal y colectivo. El deporte es sinónimo de comunidad, y queremos que cada joven pueda desarrollarse y alcanzar sus sueños”.

Aun así, los números no cierran: entre vuelo, alojamiento y gastos, calcula más de dos millones de pesos. Organizó rifas, aceptó colaboraciones de conocidos y vendió remeras sponsoreadas que usará durante el mundial antes y después de los combates: “Cada patrocinador paga su lugar en la remera y se va cambiando de a dos meses aproximadamente. Personalmente utilicé esa plata para pagar la visa estadounidense -porque Puerto Rico es territorio de Estados Unidos-”. La última colecta se hizo mediante una tarde de bingo donde las familias aprovecharon para ayudar a una atleta local y disfrutar con los suyos. El precio de cada cartón era de 3.000 pesos con el premio principal de una cafetera que supera el valor de 50.000. “Lo que falta se va a cubrir como sea, pero se va a cubrir”.

Esa mezcla de orgullo y recursos acotados es parte de la historia de muchos deportistas amateur argentinos. Araceli no se queja, lo asume como parte del camino. Así lo cuenta su entrenador: “Todo esto es caro, sí, pero se disfruta mucho la experiencia. Se nota que a Araceli le gusta la idea de representar al país, no le pesa”.

Su motivación no viene del reconocimiento, sino de la rutina. De los golpes repetidos mil y una veces hasta que salen limpios, del equilibrio buscado hasta el cansancio, de las formas que se aprenden casi de memoria. “Es un deporte que te enseña mucho más que pelear. Te enseña respeto, paciencia, control. Uno descarga ahí lo que no puede afuera”.

El grupo que viaja a Puerto Rico es numeroso: unas veinticinco personas entre competidores, entrenadores y acompañantes. De ellos, Araceli es una de las referentes. Tiene experiencia internacional, una medalla de oro reciente y la tranquilidad de quien ya pasó por el dolor físico y la incertidumbre. “Este Mundial me lo tomo distinto —dice—. Ya no es tanto la presión por ganar, sino por disfrutar y dejar a Argentina lo más alto posible”.

Entre los torneos y la vida cotidiana hay una distancia que ella parece manejar de una forma que la deja con buen sabor de boca. En la oficina municipal, quienes no la conocen tanto, saben que es  “la chica del taekwondo”. En el gimnasio, en cambio, es la profe que nunca se queja, la que siempre llega con el rodete bien apretado, una sonrisa y ganas de entrenar. “Trato de mantener la calma, pero soy muy autoexigente. A veces me gana la cabeza”. Para esos momentos, guarda un cuaderno: un viejo ejercicio de su trabajo con su psicóloga deportiva. “Lo leo cuando estoy nerviosa. Ahí tengo anotadas frases que me sirvieron antes del Mundial pasado”.

Previo a una competencia de la magnitud de un mundial aparece un nuevo obstáculo mental: la presión de representar al país y de estar en el foco de la atención. “ Trato de enfocarme principalmente en la lucha, las formas me encantan pero me pone muy nerviosa que todo el mundo me esté mirando. Ahora este último tiempo que tuve entrevistas y vino gente a sacarme fotos lo sentí más”, confiesa

La exposición suele llevar a que los deportistas sean foco de la mirada y opinión de la tribuna, muchas veces generando que empiecen a medir su propio valor en base a lo que digan los demás. “Desde la psicología lo que buscamos es desvincular la autoestima del rendimiento. El valor personal del individuo no está determinado por el resultado de un combate” , explicó Candela Rendine, psicóloga deportiva.

Hay una clara diferencia entre lo que Araceli transmite en su entorno y, lo que expresa cuando profundiza en sus sentimientos. Por momentos parece que ni ella misma quiere reconocer el desafío que tiene por delante. Tampoco busca esconderlo, no tiene pudor en admitir que la competencia la pone nerviosa. Es su apariencia calma y un poco intimidante la que hace, por momentos, que una olvide quién es: una chica simple y humilde a la que no le interesa que hablen de ella, solo hacer lo que ama.

El equilibrio entre la disciplina y la emoción parece ser su sello. Araceli no habla de sueños imposibles. Habla de objetivos concretos: entrenar mejor, corregir un giro, aprender una nueva forma, viajar con su equipo. “Si se da la medalla, buenísimo. Pero lo más importante es compartirlo con ellos”.

En su relato no hay épica impostada. Es real. Hay constancia. Hay días largos, rodillas frías, madrugones y pasajes en cuotas. Hay una mujer que aprendió a moverse entre la oficina y el tatami, entre la vida adulta y la pasión desde niña. “Cada Mundial es un cierre y un comienzo. Cuando termina, ya estás pensando en el próximo”.

Araceli sigue su rutina de siempre: trabajo, estudio, gimnasio, entrenamiento y descanso corto. La ilusión no la cansa. Todo lo contrario. La empuja. En su casa, sobre una repisa, guarda la medalla dorada del 2023 que la mira con nostalgia y con la ilusión de tener otra más. No la exhibe demasiado. Dice que prefiere pensar en lo que viene.

Porque para Araceli Blanco, competir no es sólo representar a la Argentina. Es representar su propia historia: la de una chica que empezó acompañando a su hermana y terminó, sin saberlo, construyendo su propio camino hasta el mundo.

Entre vallas y sueños

Por Franco Lewkowicz y Manuel Carmona

El cielo de Lomas de Zamora duda antes de amanecer. Una bruma ligera atraviesa los árboles y deja un aroma húmedo, casi dulce. Sobre el tartán, las vallas se alinean como centinelas callados. Helen Bernard Stilling estira los gemelos, acomoda el buzo sobre los hombros, respira profundo y fija la mirada en la pista. Ese suelo funciona como confesionario.

Desde 2017 pisa esa pista. “Acá crecí”, cuenta mientras pasa su manga por la frente, tras una serie de pasadas bajo un sol que resquebraja la tierra. Sus palabras combinan gratitud y determinación.

Marina, su entrenadora, sonríe discretamente. “Su carrera tiene sello propio”, explica. “No existe violencia, solo precisión y conciencia. Analiza mientras corre. Esa percepción no se enseña; se siente”. Mientras que Florencia Acosta, su otra personal training, asiente. “Lo más valioso consiste en verla disfrutar. Muchos creen que los deportistas viven de victorias, pero se nutren de cada entrenamiento. Helen comprendió eso pronto. Su fuerza nace de la constancia”.

Helen no siempre imaginó que las vallas definirían su destino. Cuenta, mientras mira al cielo, recordando que empezó en salto en largo, como casi todos los niños. Pero Mary y Flor, como les dice ella, le hicieron probar vallas y descubrieron potencial.

En esos momentos de calma, recuerda las primeras veces que alguien le habló de disciplina, de la importancia del compromiso en un deporte que no siempre brinda reconocimientos inmediatos. “La constancia es aburrida, pero es la única forma”, le repite Marina. Helen repite la frase como un mantra, consciente de que detrás de cada logro hay un proceso invisible para muchos.

Antes de largar, pasa una mano por la frente, cierra los ojos y exhala. En ese instante borra todo ruido exterior. Lo que sigue parece música: pasos cortos, impulso, vuelo.

De niña alternó hockey, gimnasia y baile. Necesita movimiento para comprenderse. En un momento combinó gimnasia y atletismo. “No coinciden”, comenta con sonrisa, “uno exige elongación, el otro potencia. Debo elegir. El atletismo me fascina más”.

Esa decisión constituye su primera victoria: no el podio, sino la permanencia en un camino incierto. Ser atleta amateur en Argentina exige fe. No existen cheques ni flashes; sólo becas escasas y calendarios que dependen de un esfuerzo constante.

Bernard terminó el colegio en 2023 y el año siguiente comenzó a estudiar Marketing en la Universidad de Palermo. Disfruta apuntes ordenados, carpetas limpias y mates durante clases. Distribuye tiempo entre entrenamientos, masajes y viajes a competencias. Se encargó de buscar algo que conecte con el deporte. Con esa ilusión de un deportista que recién empieza, aclara mientras sueña: “Me encantaría vivir del atletismo, pero acá resulta muy complejo”.

La carga física y mental a veces la abruma. Ha sentido noches en las que la presión se convierte en un nudo en la garganta, en un silencio incómodo que no sabe cómo manejar. Pero la respuesta siempre está en volver a la pista, en sentir cómo el viento le golpea la cara y el cuerpo responde. Esa sensación la reconcilia con ella misma y la llena de energía para continuar.

Sus jornadas equilibran exigencia física y rutina académica. Abandona la pista con músculos agotados y se sienta frente a la computadora para repasar teoría. El escritorio mezcla apuntes, cronómetros, cintas kinesiológicas y medallas del Sudamericano.

Sus padres están asombrados. “Nunca la persuadimos”, afirma Gabriela, la madre. “Helen mantiene decisión. Cuando algo la atrae, no existe freno”. Martín, el padre, agregó entre risas:

“No somos una familia que entendía de atletismo”. Una vez que su hija estaba entregada a este deporte, se involucraron. Hoy ellos son los que gritan desde la tribuna.” Los padres cuentan con una sonrisa de oreja a oreja que su hija los trata como sus managers.

La familia se transforma en equipo: él administra marcas, ella organiza viajes y la hermana registra videos de cada competencia. No existen lujos, pero sí acompañamiento, combustible invisible que sostiene el esfuerzo.

Helen entrena en doble turno varias jornadas semanales. Su cuerpo registra marcas del sacrificio: moretones, vendajes, músculos tensos. Sin embargo, la calma surge tras cada serie, cuando se sienta sobre el piso y observa el cielo buscando respuestas. “Siento presión”, confiesa. “Pero hacia mí. No por otros. Es presión positiva. Impulsa y refuerza la confianza”.

Esa presión desaparece en charlas con entrenadoras. Marina aborda ritmo y paciencia. Florencia recuerda que los grandes atletas se forjan en silencio, no en medallas. “A Helen hay que contenerla más que empujarla. Desea hacerlo todo de inmediato. Aprende rápido y conserva lo comprendido”.

En la disciplina, Helen también se ha convertido en referente para las chicas más jóvenes. Sabe que su camino puede inspirar a otras, que su historia puede ayudar a que ninguna abandone por falta de apoyo o por miedo al sacrificio. Por eso, cuando tiene un rato, se acerca a las nuevas promesas, las escucha y las aconseja. No se considera una experta, pero entiende la importancia de compartir experiencia y compañía en un deporte que a veces se siente solitario.

Cada mañana se repite la escena: mientras el sol asciende y el barrio despierta, Helen corre y las entrenadoras observan. Una radio que suena, un perro cruza la calle, un colectivo levanta polvo. Nadie advierte que, a pocos metros, una joven de diecinueve años salta sobre sí misma.

En 2021, con quince años, participó de su primer torneo internacional, Sudamericano Sub 18 en Encarnación. Regresa con dos finales y una certeza: desea continuar, competir, representar al país, probar límites. Cada torneo se convierte en aprendizaje: viento adverso, calor en Bucaramanga, frío de Cochabamba, ansiedad previa a cada largada.

Este año, la atleta se hizo conocer ante el continente. La joven participó en los juegos panamericanos juveniles de Asunción. Terminó a un puesto del podio en las finales de los 100 metros con vallas. ¿Su tiempo? 13.72 a tan sólo 12 milésimas de la tan esperada medalla de bronce. Si igualaba el tiempo en semifinal, se habría colgado la medalla.

Sus logros aumentan, ella mantiene entrenamientos en la misma pista, entre conos y conversaciones con profes. A veces se sienta sobre el cordón y observa. Los auriculares descansan sobre sus hombros, mirada fija. Piensa en Europa, torneos grandes y pistas azules que visualiza por internet. “Para mi camada, es necesario experiencia internacional”, afirma. La experiencia forma al atleta. El nivel externo supera al local”.

Permanecer en Argentina implica ingenio. Deportistas financian viajes con rifas o sponsors caseros. Helen continúa corriendo. Recibe becas de la Secretaría de Deportes y del municipio de Lomas; el resto lo obtiene sola. “Deseo un sponsor privado —comenta—. Manejo redes, creo contenido y aumento seguidores. Hoy eso también forma parte de la carrera”. Son posibilidades que tiene un atleta de estos tiempos, antes no había redes ni teléfonos para conseguir tan fácil a las marcas.

Esta combinación de profesionalismo y precariedad define el deporte amateur argentino. No existe red de contención, pero sí comunidad: compañeros comparten agua, entrenadores prestan zapatillas, clubes abren puertas sin mirar el reloj. “Es difícil -admite Marina-, pero el sacrificio permite valorar cada mejora. Helen comprende y no se queja. Eso la distingue”.

Los entrenamientos concluyen caminando descalza sobre el concreto, cabello húmedo, zapatillas colgando del bolso. Los chicos que inician saludan. Sonríe. “No sé si soy ejemplo, pero si sirve a alguien ver que se puede, ya cumple función”.

Cada zancada en la pista es un acto de afirmación, un grito silencioso que desafía la precariedad y la indiferencia. Helen corre por la gratitud hacia quienes la sostienen entrenadoras, familia, compañeros, pero también corre por miles de jóvenes que sueñan con algo más allá de las limitaciones visibles. Ella se ha convertido en un símbolo sin quererlo, una luz que ilumina caminos que parecen oscuros, un ejemplo de que el talento y la voluntad pueden, juntos, transformar realidades.

Cuando cae la noche, regresa. Saca apuntes y repasa materias de marketing deportivo. Los ruidos de la calle le recuerdan los pasos que marca cada mañana: constantes, medidos, hipnóticos. Existe algo poético en esa rutina, en la obstinación de avanzar aunque el camino no sea recto.

Sus padres esperan con la cena lista. Ella relata entrenamiento, récord nacional y marca mínima para torneo internacional. Ellos escuchan con emoción. “A veces parece adulta y olvidamos que sigue siendo niña”, dice Gabriela. “Pero al ponerse los clavos y prepararse para correr, nos conmueve igual que el primer día”. Helen sonríe. No lo dice, pero comprende que corre también por ellos, por abrazos en la pista y aplausos improvisados.

Sobre el escritorio, una foto la muestra con la bandera argentina y el sol detrás. La observa antes de dormir. No contempla un logro, recuerda promesa. “Tener un objetivo y cumplirlo motiva —suele afirmar—. Impulsa a continuar entrenando y perfeccionando habilidades”.

La ciudad duerme. Mañana llega otra jornada, otra serie, otra carrera contra sí misma. Hoy sueña con pista azul, estadio lleno y viento a favor. En ese sueño no existen premios ni becas ni publicidad: solo ella, su sombra y la línea blanca que se aleja.

Helen Bernard representa hoy no solo a una atleta que lucha por su lugar, sino a toda una generación que busca transformar sueños en realidades con esfuerzo y esperanza.

El futuro para Helen es una promesa abierta, un horizonte al cual no teme mirar para adelante. Sueña con pistas más grandes, competir internacionalmente, con ser parte de un deporte que en el país va creciendo poco a poco y busca hacerse valer. Aunque sabe que la verdadera carrera es interna, que la meta más importante es mantener viva la pasión, la disciplina y el amor por lo que hace. Y así, bajo el cielo de Lomas, con el viento que juega entre las vallas y la bruma que se disipa, Helen corre. Corre por ella, por su barrio y por todos aquellos que saben que la verdadera carrera es la que corre desde su corazón, sin pausa, con fe y con la mirada siempre en alto y bien puesta en el próximo paso. Porque el atletismo no consiste en perseguir un reloj. Consiste en aprender a no detenerse.

Karina Di Felice: una de las campeonas olvidadas del Apertura 92

Por Valentina Gómez Focht

Diciembre de 1992, La Boca. Dos colores: azul y oro. En el estadio se escuchan gritos y cánticos de aquellos hinchas que visten esos tintes con orgullo. Presumen a ese equipo que se desvive por la redonda. Las revistas y diarios cubren sus tapas con imágenes de ese plantel que vuelve a alzar una copa luego de once años de frustraciones. 

Pero detrás de toda esta emoción que hay en el ambiente por ellos, están aquellas mujeres que nadie ve. Ellas visten la camiseta con los mismos colores, pero ninguno recuerda, fotografía o habla con orgullo. Es más, las juzgan, le cuestionan su sexualidad y las valoran por su belleza. Sin embargo, siguen poniéndose los botines y salen a la canchita a hacer lo que más aman: jugar al fútbol. 

Karina Di Felice es una de estas campeonas olvidadas, una mujer que soñaba con practicar el deporte que ama, pero que se encontró siendo invitada a La Bombonera por ser Miss Boca Juniors. Nadie la reconocía como la goleadora del campeonato 91, ni como aquella mujer que convirtió cuatro goles en el primer partido que disputó con aquel plantel femenino, sino que la recuerdan por su belleza exuberante y su gran carisma.

Ella creció con una pelota en los pies. Desde chica se tuvo que enfrentar a la idea de que era masculina y homosexual por tener habilidad para el fútbol. Más tarde, en un día que parecía normal, mientras tomaba mate con su hermana en Parque Chacabuco, su suerte cambió. Caty Saldico, la presidenta de fútbol femenino de Boca Juniors,  quien se convertiría en su heroína, le hizo  una invitación:

-¿Qué te dijo?

-Me dijo: “Te vengo a invitar a que vengas al Club Boca Juniors a participar del concurso de belleza del club”.

-Y ¿aceptaste?

-Le dije que no, que yo quería jugar al fútbol, pero le dio su número a mi hermana y le dijo que me convenza. 

Por situaciones de la vida, e insistencia de su familia, Karina finalmente se presenta al concurso, donde compitió con el número 7 y salió ganadora. Saldico, orgullosa de haberla encontrado le contó a los medios que no solo le gustó por su belleza, sino que también porque jugaba muy bien al fútbol. 

Plantel femenino de Boca Juniors de 1992 dando la vuelta olímpica en La Bombonera en el entretiempo de un partido masculino.

Tras ese comentario, la prensa, deseosa de verla jugar, le comenzó a insistir para que lo hiciera. Di Felice, decidida a lograrlo les dijo que lo haría cuando comience el campeonato oficial, y así fue…

-Llego a la cancha y la técnica, Mary (Lesich), me preguntó de qué jugaba. Le dije que de lo que quiera y me puso de 7. 

En ese partido, donde se enfrentó contra Sacachispas, Karina convirtió 4 goles, uno en offside, y el equipo terminó ganando 11-0… 

-Luego de eso pedí el cambio porque la camisa que estaba usando le pertenecía a una chica. 

Demostró talento y bondad, porque ella es fiel creyente de que en la cancha uno demuestra su personalidad y valores. Esto fue esencial en un grupo y en un deporte que se encuentra bajo la sombra de un género. 

-¿Cómo se llevaba el grupo con el plantel masculino?

-Con el plantel masculino, yo especialmente, me llevaba super bien. Los conocía a todos los de esa época, ellos nos conocían a nosotras también, era lindo. 

-¿No había recelo porqué a ellos le reconocen sus logros y a ustedes no? ¿O era algo que esperaban?

-Nosotras sabíamos donde estábamos paradas. 

-¿No les molestaba que ustedes tenían que trabajar, estudiar y entrenar mientras que los hombres no?

-Nosotras hacíamos el doble de trabajo, no era un reconocimiento profesional pago, pero la satisfacción de jugar y tener la posibilidad de hacerlo era bárbaro. 

Al final del día vivían en una injusticia y se conformaban. No era justo la forma en la que ellas debían demostrar el doble, como evidenciaban que sabían y podían jugar al fútbol y sin embargo, a Karina, la invitaban a La Bombonera como reina de Boca. Sin embargo aquel plantel prefería no ser el centro de atención: 

-¿A tus compañeras no les molestaba que vayas a los programas, o preferían que sea así?

-Ellas no querían salir en los programas, ellas querían tener un perfil bajo, querían jugar al fútbol de verdad. 

¿Por qué esto era así? La respuesta es sencilla, la sociedad las obligaba a tener que esconderse de quienes realmente eran…

-Era una época bastante triste de tener que cumplir con mandatos y esconder lo que uno era realmente. 

Incluso invisibilizando sus logros y engañándolas frente a la cámara. 

-Fuiste al programa “A la cama con Moria”, que era icónico en esa época ¿Cómo te sentiste?

-Venia bien hasta que Dante Zavatarelli pregunta con respecto a la sexualidad de las chicas y me sentí incomoda porque en ese momento la homosexualidad estaba muy mal vista. 

-Te sentiste atacada cuando incluso la idea era visibilizar el torneo, ya que para eso estaban allí.

-No me dijeron esa pregunta, no me advirtieron de eso. 

Los medios, lejos de convertirse en una herramienta para potenciar su historia y marcar la diferencia, terminaron siendo un peso que las hundía aún más. En lugar de usar su poder para informar, visibilizar y mejorar las cosas, muchos optaron por convertirlas en entretenimiento: un espacio para la burla, el juicio fácil y el sensacionalismo. Así, cuando podían contribuir al avance, eligieron reforzar estereotipos y desacreditar, en vez de valorar su esfuerzo y acompañar el cambio.

-¿No creían que esa visibilidad en la televisión les iba a dar un reconocimiento económico?

-No, no. 

-¿Las hundía más de lo que las ayudaba?

-Exacto. 

Esta era, y sigue siendo, la realidad del fútbol, pero se puede cambiar. ¿Cómo se preguntaran? Recordándoles por lo que fueron, campeonas y pioneras del fútbol. Hoy Las Gladiadoras cuentan con 28 títulos a nivel nacional, pero ese  equipo conformado por: Norma Altamirano, Ana María Arguello, Marcela Da Cunha, Karina Di Felice, Laura Godoy, Carla Gómez, Patricia Luna, Graciela Meza, Roxana Morrone, Ana María Muñoz, Fabiana Ochotorena, Graciela Pérez, Carina Richezza, Sandra Rosales, Marcela Russo, Marta Suárez, Susana Vela, y María Elizabeth Villanueva, fueron quienes escribieron la primera página de una historia que aún requiere reconocimiento.

La pregunta es ¿por qué decidieron someterse a esto? ¿qué las movía a jugar un deporte que las esquematizaba?

-¿Por qué elegiste jugar al fútbol en una época así?

-Mira, para mi todos los deportes son lindos. En la cancha uno muestra lo que es. Si vos sos una persona egoísta lo vas a demostrar en la cancha, si sos avasallante, también. La personalidad se ve en la cancha. Y el fútbol, para mi, es uno de los más completos. 

Porque así es el deporte, allí se demuestra quién es quién, y ellas lo hicieron. Demostraron valentía, resiliencia y la convicción de que, sin importar las dificultades, iban a estar ahí. Y estuvieron. Fueron las que marcaron el inicio de un camino que todavía hoy se sigue construyendo. Para Karina Di Felice, es solo cuestión de tiempo: 

-¿Crees que hubo una evolución en el reconocimiento?

-Le falta un poquito, pero yo creo que dentro de cuatro o cinco años el fútbol femenino va a ser uno de los deportes más visibles. 

Ellas no pierden la fe en que el fútbol femenino sea reconocido como merece. Siguen esperando que se note lo evidente: que están ahí. Que se entregan al deporte con la misma intensidad que los hombres. Porque así lo hacen, día a día.

Y en ese camino, también es importante reconocer a las pioneras. Aquellas que comenzaron todo cuando casi nadie miraba, las que abrieron la puerta y sostuvieron la disciplina incluso sin apoyo. Gracias a ellas, el presente existe y el futuro sigue creciendo.

-Si te dijeran para hacer una estatua o placa: ¿Qué diría y dónde la pondrías?

-La pondría en la Candela, y homenajearía a Caty Saldico. 

A Karina Di Felice, y a su equipo, no se las recuerda únicamente como mujeres bellas, sino como aquellas valientes que, en un contexto difícil, decidieron hacer lo que aman y hacer la diferencia. Un reconocimiento para las campeonas olvidadas del Apertura 92´.  

 

Juan “Iñaki” Antonio, de promesa de River a tener su banda de rock

Por Guadalupe Martín

Actualmente es el cantante de la banda de rock nacional argentina “Francia 98”, pero a sus 17 años fue promesa de River donde compartió equipo con Marcelo Gallardo y el “burrito” Ariel Ortega, formó parte del seleccionado argentino Sub-17 y jugó en seis equipos de Italia.

Iñaki decidió dejar el fútbol a sus 27 años por motivos personales y apostó por la música, otra de sus pasiones. Fue en 2017 cuando decide dar el primer paso junto a su hermano Danilo Antonio y comenzar a formar la banda Francia 98. 

-¿Qué recuerdo tenés de tu etapa en River?

-Era muy chico, no tomaba dimensión de donde estaba y lo que significaba el lugar. Mi llegada a River fue muy natural, yo lo tomaba como un juego. Llegué, estuve en la pensión un tiempo y en la cancha somos todos iguales, no había clases sociales ni maneras de pensar, eso tiene de lindo la cancha. Hay un lenguaje que automáticamente  podes interpretar fácilmente, a través de un juego.

-¿Deseaste ser futbolista?

-Si, tengo el recuerdo de cuando tenía 12 o 13 años, que a la noche tenía ese momento conmigo mismo y yo iba a un colegio medio religioso, tenía el hábito de hablarle a alguien y creo que me hablaba a mi o a dios, no sé a quién y cerraba los ojos y decía: “por favor quiero estar jugando al fútbol y conocer el mundo”.

-Pasaste de jugar en tu país a jugar en Italia ¿Cómo fue ese momento para vos?

– Ahí ya era un poco más grande y tenía un poco más de razón para ciertas cosas. Era un desafío distinto para mi desde lo profesional sobre todo. Cuando llegué hubo un momento de quiebre para mí porque era un país nuevo, que tiene muchas similitudes con Argentina, por el habla y por el ser de la gente. Igualmente no te regalan nada. Nos miran raro, nos miran como sudamericanos. Justo en Italia jugó Maradona que le fué muy bien, dejó un legado y gracias a él existe también cierto respeto, pero tuve compañeros de otros países que no recibían un buen trato. Son varias en contra, porque se extraña, son muchas cosas y si encima te tratan mal, nunca te terminas de adaptar.

-Cuando entras al sub-17 ¿con que te encontras?

-Me encuentro con chicos mucho más armados que yo físicamente, venían de mucha competencia, tenían mucho vestuario y hasta hablaban de manera distinta. Yo era muy de pueblo y no entendía todos esos códigos y esas maneras. Fué un choque pero con el tiempo me adapté y pegué mucha onda. El momento más lindo que recuerdo fué cuando jugamos el sudamericano por primera vez. Yo siempre me había puesto camisetas de entrenamiento con la selección y ese día llegamos al vestuario y vi mi camiseta con mi apellido y ahí caí.

-¿Ahí empezaste a tener un vínculo con la música?

-No, el vínculo con la música estuvo siempre, era una especie de amor no reconocido. Como jugaba bien al fútbol todos me reconocían como futbolista porque yo me reconocía así. Sabía que me gustaba la música y que podía hacer una canción,  me gustaba tocar la guitarra, la armónica, la batería y cantaba en los actos del colegio. Pero me decidí por el fútbol y con el tiempo se ve que la semilla que había plantado de chico resurgió y arranqué con la música. 

-¿En qué momento decidiste retirarte del fútbol y apostar por la música?

-Estaba teniendo muchos quilombos y sentía que estaba truncada mi vida. Así y todo, en un lindo lugar (Italia), jugando a la pelota, que era un sueño para mi, no me estaba sintiendo bien. Siempre fuí muy lanzado, entonces me animé a meterme en otro mundo. Yo ya me había sacado el gustito así que pensé que era el momento justo para arrancar con la música. 

-¿Cómo nace Francia 98?

-Nace luego de una sumatoria de errores y fracasos musicales. Yo llevo con esto hace 10 años y tuve varias bandas. Primero estuve en un opera rock que salimos a tocar por todos los bares y “teatritos” de Buenos Aires, grabamos un discazo pero nunca pudimos llevar la música más allá de lo que fué y tocó un techo. Después de eso armamos otro proyecto que salimos a distintos bares y luego de tanto pegarle al arco y tirarla afuera, con mi hermano decidimos armar algo argentino, que nos representa totalmente. Creamos una banda de rock nacional porque sentimos que es algo que últimamente no abunda demasiado. 

-¿Cómo eligieron ponerle a la banda “Francia 98”?

– Sonaba bien, eso fue lo primero. Estábamos buscando un nombre medio futbolero porque somos los dos recontra futboleros y nos acordamos de ese mundial. 

-¿Existe cierto vínculo entre la banda y el fútbol?

-Si, con el tiempo si. Cuando dejé el fútbol estaba medio enemistado con el pasado. Luego logré integrarlo de manera natural y cuando empezamos a tocar la guitarra es inevitable que en las letras que armamos, o en los videos, que no aparezca una pelota. Tiene que ver con volverse a amigar con uno mismo.

 -¿Sentís algo parecido subiendo al escenario como cuando entrabas a la cancha?

-Si, hay mucho de eso. Cambia el contexto, a veces la cantidad de gente pero la emoción es la misma. Es una especie de adrenalina que queres que pase y que se disfruta pero que hay una ansiedad por sobrellevar. 

Legionarios: el fútbol también se juega con las manos

Por Pedro Carracedo

Hace casi quince años que el equipo que hoy viste de blanco y amarillo no sale campeón. Enfrenta al rojo que, ya alguna vez hace mucho tiempo, le arrebató una final. El aire pesa sobre el campo: una mezcla de ansiedad y respiraciones contenidas. La pelota descansa en el suelo como si tuviera conciencia de lo que está por ocurrir. Los once de cada lado recuerdan tácticas, gestos, miradas. Se preparan para la que probablemente sea la última jugada del partido. Legionarios está arriba por siete. Una patada no le alcanzaría a Tiburones para empatar y forzar el alargue, porque vale tres. La tienen que poner en juego sí o sí.

Todos en sus posiciones. El número 24 de los rojos toma la pelota, la juega con el quarterback, que levanta la mirada buscando uno de los extremos. Si convierten el touchdown —que vale seis puntos— se meten en partido y, con la conversión, hasta pueden darlo vuelta a nada del final. Aunque todo pasa en unos segundos, parece ir en cámara lenta. El sol está radiante, el aire quieto, las pequeñas tribunas y el borde del terreno de juego explotados de gente. Durante toda la tarde hubo barullo, gritos, tambores improvisados; pero en este instante, el ruido se convierte en un silencio denso, casi religioso.

Los cascos brillan, las remeras estampadas con números gigantes, la tipografía gruesa típica. El verde del pasto, el olor a tierra seca, los gritos que quedan suspendidos en el aire. Parece una escena de una película de Hollywood: la tensión, el polvo, la expectativa. El mariscal o centro —como se le llama al quarterback en español— tiene en sus manos la posibilidad de romper una racha de dieciocho años sin títulos para su equipo. El bloqueo de la línea ofensiva le da un segundo más para pensar, visualizar, ejecutar. Lanza un pase de quince metros que podría dejar a su compañero a nada de la zona del in goal. Cuando parece que va a llegar a destino, un cornerback rival se lanza de espaldas, la intercepta en el aire y se queda con la pelota, el partido y el título.

El silencio se transforma en un estallido. Los gritos, las carreras, los abrazos que se multiplican. Los compañeros se abalanzan sobre él. En segundos, el campo se llena de cuerpos que celebran. El público de Legionarios invade el terreno de juego: una marea que corre hacia el centro. Desde la previa se sabía que solo uno iba a romper la racha, y esta vez les tocó a los de amarillo. No ocurrió en el MetLife Stadium de Miami, en el Bieber ni en ningún estadio del país anglosajón. Fue la final del Tazón Austral XX —por su vigésima edición— de football americano, en un anexo de Champagnat, en Pacheco. Una final que, como todos los años desde 2005, consagra al campeón de un deporte que todavía intenta hacerse un lugar en un país que ya tiene al fútbol tatuado en el alma.

En Argentina, cuando decimos fútbol, pensamos en una pelota redonda girando sobre el césped con un botín como guía. Pensamos en hinchadas apasionadas, canciones pegadizas, caños, gambetas, patadas, y hasta alguna puteada. Del otro lado del continente, en el norte, también juegan al fútbol. Pero si les pedís que lo describan sin nombrarlo, hablarán de bloqueos, tackles, pases de veinte yardas y shows de medio tiempo. Nuestro fútbol es su soccer.

Eso de a poco está cambiando. Después de un proceso de cincuenta años que empezó con la llegada de Pelé al Cosmos de Nueva York en 1975 y tras muchos intentos fallidos. En 2026, Estados Unidos será sede de su segundo Mundial –el primero fue en 1994–.  Este deporte allí vive su auge con nuestro número diez como bandera.  Acá puede estar gestándose algo similar, aunque más pequeño, más artesanal. Porque somos otra cosa: más cerrados, más fieles a lo propio. El fútbol, nuestro fútbol, reina; y diez escalones abajo viene todo lo demás. Pero esa tarde, en la final de la Liga de Football de Buenos Aires, ese deporte que durante décadas fue apenas una curiosidad de películas y series “yanquis” pareció, por un momento, un poco más argento.

Para llegar a esto hay que remontarse veinte años atrás, cuando un grupo de aficionados de la NFL formaron la liga de Football Americano Argentina (FAA). Con un gran esfuerzo consiguieron los equipos necesarios desde el exterior para jugar de manera legal. En un inicio la liga estuvo compuesta por tres equipos aún vigentes: Cruzados, Osos Polares y Tiburones.

Hoy mantiene la misma esencia: los que se acercan conocen el deporte por la tele, no es una pasión heredada por algún familiar. Tampoco se enamoraron jugando desde chicos. Así lo explica Agustín Ramírez , ganador del Tazón Austral con Legionarios: “El deporte me gustó desde el día uno cuando lo conocí por ESPN, veía football americano con frecuencia desde el año 2001. En 2010 se me dio por buscar en google si había algo relacionado en Argentina y llegué a la página oficial de la liga, en ese entonces no había tantas redes como ahora, solo Facebook. Lo busqué yo, lo encontré, me contacté para saber si hacian pruebas de jugadores y me anoté”

El trayecto de Legionarios no empezó en 2025 ni mucho menos. Son años de trabajo silencioso, con mucho esfuerzo detrás, planteando un proyecto y luchando entre todos por lograrlo. “Estamos en la pelea después de una buena reconstrucción a partir de 2021. Antes de eso, entre 2013 y 2019, fueron años con récords negativos y planteles con gente que iba y venía”, explicó Mariano Troitinio, Manager General del equipo.

Finalmente la reestructuración funcionó. Luego de la derrota en el Tazón Austral 2024 ante Corsarios, terminaron el 2025 invictos:  un récord de 12-0 (diez partidos de fase regular, un ida y vuelta ante cada equipo y los dos de eliminación) y palizas como el 40 a 0 ante Osos Polares en una de las últimas fechas.

El camino fue duro y existieron muchos obstáculos y golpes bajos: unas semanas antes de la final sufrieron la repentina pérdida de Ignacio Sincich, el “Head Coach” del equipo. Era jóven, tenía 34 años y venía padeciendo hace ya tiempo de un cáncer, el deterioro fue en un lapso muy corto. Una persona muy querida en el equipo y también en la Federación para la que llevaba casi quince años trabajando y había sido muy importante. Como jugador fue parte del plantel de Legionarios que en 2011  salió campeón, hasta este año por única vez en su historia. “Nos destrozó, la verdad no ayudó para nada al equipo. La final nos costó el triple y casi la perdemos. Los entrenamientos pasaron a ser un espacio de contención entre todos”, confesó Agustín Ramírez mientras desviaba un poco la mirada y se podía ver que sus ojos ahora estaban brillosos.

El título tuvo entonces una dedicatoria especial, profunda. La emoción en el aire atravesaba a propios y ajenos. Había lágrimas contenidas bajo los cascos. Después de tanto esfuerzo, de tanto golpe, de tanta preparación bajo luces artificiales y frío, llegó la recompensa.

Realizar entrenamientos especializados en el gimnasio todos los días, practicar por la noche dos veces a la semana. Invertir tiempo y dinero en algo que no es redituable. No existe un espacio fijo en el cual entrenar, por eso suelen juntarse en parques o plazas. Practican trabajos tácticos específicos según la posición y no se guardan nada. Choques, tackles, el ruido seco y constante de las protecciones golpeándose entre sí. “Aunque sea un entrenamiento hay que ir a fondo, en la que aflojás te podés lastimar seriamente”, explicó Agustín Greist, coordinador ofensivo del equipo. Greist es un hombre alto y corpulento de cuarenta y pocos años, muy distendido y gracioso a la hora de hablar. Suele participar en los videos para las redes sociales del equipo, pero en los entrenamientos se transforma. Se convierte en un director de orquesta, una sinfonía de gritos, correcciones y silbatazos que ni en el mismo partido se escucha. Repiten una y otra vez la misma jugada hasta que salga a la perfección.  El mensaje es claro: “El trabajo de la semana es la recompensa del sábado” agregó.

Obviamente el football es amateur, todo lo que se hace es por hobbie y a pulmón. Cada uno aporta su granito de arena, no solo para el equipo, sino también para la organización del torneo. Muchos tienen tareas dobles: Ramírez, además de ser jugador y uno de los capitanes, también es el preparador físico del equipo. El Manager General, los coordinadores ofensivos y defensivos, el community manager, el tesorero, absolutamente todos son jugadores retirados de Legionarios. Hay un sentido de pertenencia muy grande en el ambiente que rodea este deporte, porque no solo se juega, sino que se vuelve  un pilar de sus vidas. Todo el esfuerzo que hay detrás hace que la fecha de cada sábado tenga un gusto especial.  Probablemente lo más difícil es empezar: “La inversión inicial es lo más caro, cascos y shoulders solo se consiguen en USA, no se hacen en otro lado. Pero una vez que los compraste te duran diez años mínimo. Después están los equipos de entrenamiento que también cuestan y salen de nuestros bolsillos”, comentó Franco Iribarren, tesorero de Legionarios. Un juego completo de protecciones para empezar puede costar alrededor de 2500 dólares.

No cualquiera puede llegar y jugar. Antes hay que pasar por un campamento de dos meses que se realiza cada sábado previo a  dar por comenzada la temporada. Es ahí donde comienza a gestarse el clima de camaradería y compañerismo que distingue a este frenético deporte de otros. Deben asistir todos los días, sin excepción. Pasan la tarde realizando pruebas físicas, técnicas y teóricas: no es para todos. Hay requisitos mínimos que necesitan cumplir, por ejemplo la aprobación de un examen teórico. El nivel de desgaste que conlleva ahuyenta fácilmente a quienes no están listos para la adrenalina constante: golpes, velocidad, reflejos, tener la cabeza a mil. Poner a prueba la percepción y todos los sentidos en un campo de batalla. Para el final del campamento se realiza un ranking entre los que aplican para proseguir con un draft al mejor estilo de la NFL. Hay jugadores que son directamente anotados al campamento por un equipo, en ese caso no participan de la selección. “Los equipos hacen varios entrenamientos abiertos una vez terminada la temporada y ahí te fijás los jugadores que te sirven. Los que quieran hacer el campamento, los anotás y si terminan se suman directo a tu roster”, destacó Mariano Troitinio.

También se realizan “trades” de jugadores: se les pone un precio simbólico según su nivel. Se pueden intercambiar entre sí o  por elecciones futuras en el draft. Los más jóvenes recién pueden participar en la Liga de Football a los 21 años, antes participan en los equipos de Flag, un deporte similar, sin contacto brusco y sin equipamientos. Se basa más en lo táctico, en los pases y la habilidad para gambetear. En el pasado existían equipos exclusivos de Flag afiliados a la FABA, hoy son las canteras de los que compiten con protecciones. Sus partidos son los sábados antes de los de Football. Los mayores llegan temprano para ver a los que probablemente sean sus compañeros en un futuro. El clima es mucho más ameno. Principalmente se escuchan aplausos tras cada jugada y los gritos son para alentar y felicitar a los chicos.

La comunidad que disfruta de este espectáculo sigue siendo pequeña, pero el crecimiento es constante. Se fundaron federaciones en Rosario (Rosario Football League) y Córdoba (Córdoba Football Americano). En Buenos Aires actualmente compiten seis equipos, los tres fundadores y otros tres que llegaron con los años: Jabalíes, Corsarios y Legionarios. Los partidos no suelen tener muchos espectadores salvo las semifinales y la final. El ambiente es familiar: padres, amigos, novias, hijos. Se vive de una manera muy distinta a la que se ve en las películas y también a la que estamos acostumbrados en el fútbol. No hay porristas ni shows de medio tiempo, tampoco son comunes las canciones agresivas ni los insultos a los rivales. Legionarios tiene su hinchada: “La Guardia Pretoriana”. Van temprano, arman carpas, llevan parlantes, banderas amarillas. El fútbol americano, acá, se juega con asado al costado, mate en la mano y chicos corriendo detrás de una pelota redonda. El clima es competitivo, pero amable. “Los mismos que jugamos somos los que organizamos la liga. A fin de año formamos parte de seleccionados provinciales o nacionales, y terminamos siendo compañeros de los que nos enfrentamos todo el año. Eso te une”, reconoció Inti Sellares, capitán de Legionarios y MVP de la temporada.

El crecimiento desde 2004 fue enorme. Lo que más se destaca no son las victorias, sino el espíritu. El respeto, la fraternidad, el amor genuino por un deporte que todavía no pertenece del todo al paisaje argentino, pero que ya tiene raíces. Con la inclusión del Flag Football en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 2028, el interés crece. “Ojalá que siga llegando más gente, pero manteniendo los mismos valores”, dice Ramírez, y sonríe.

Porque de eso se trata: de mantener la esencia. De seguir yendo a entrenar bajo la lluvia, aunque nadie te pague por hacerlo. De levantarse el domingo con el cuerpo molido y sentir que valió la pena. De soñar con un estadio lleno, aunque el campo sea apenas un anexo de Champagnat en Pacheco.

Magdalena Portela: “Hay una línea muy fina entre hacer algo por amor o por obsesión”

Por Martina Espada y Juan Graib

Los sábados en el CeNARD son un síntoma de los tiempos. Los autos se suben a la banquina, bañan sus carrocerías en tierra y hacen una batahola de bocinazos para encontrar donde reposar. Hasta el verano se adelanta para tener un lugar, fundiendo el pavimento y las zapatillas deportivas en un espejismo. En las once hectáreas que ocupa el recinto, parece juntarse todo el tráfico de Capital Federal, en una sociedad que rueda atrás de lo mismo: una pelota, un aro, un récord. Una marca. Y ahí, de espaldas al arco ladrillado que da entrada a la casa madre del deporte nacional, está Magdalena ‘Magui’ Portela, mirando lado a lado como si estuviera por cruzar la mini avenida que es Miguel B. Sánchez todos los fines de semana para volver a su casa.

“Y no saben lo que es irse de acá…”, esbozó la nadadora, contemplando el hormigueo de los autos con una risa nerviosa. “Suerte”.

Acaba de salir de su último entrenamiento de la semana. Sus ondas rubias dan prueba del cloro y sus ojos café todavía se descontraen después de repeler el agua por tres horas. Vive en la pensión del CeNARD hace un año, pero en un rato le toca volver a casa de sus papás para descontracturar.

Magdalena Portela explica, riéndose: “Ahora voy por las perritas”.

La nadadora confirma que tiene dos: “Sí: Pecas y Olivia, son las dos hembras. Olivia es negra, con las patitas marrones, tiene seis meses. Y Pecas, bueno… tiene pecas, no podía llamarse de otra forma”, añadiendo otra risa.

Sobre si son tranquilas, Portela contesta: “Más o menos. Son muy tiernas, igual. Yo soy muy de los perritos, me encantan, los amo. Si pudiera, me las traería para acá”.

“Normalmente me voy para casa y pasó el fin de semana con mi familia —cuenta—. Cargo un poquito de energía, de cariño, de amor, y después vuelvo para acá el domingo a la noche para seguir entrenando”. A veces, dice, los planes cambian: “Por ahí mi compañera de habitación, Romina (Inwinkelried), o los chicos nos piden juntarnos un rato”.

En agosto, Magui estuvo en Asunción, Paraguay. Compitió en los Juegos Panamericanos Junior representando a la Selección Argentina. Ganó la medalla plateada en los 400 metros y después de cuatro años logró bajar sus marcas: en los 200 mariposa y los 400 combinados, tras romper su barrera de 4:50.00. También fue segunda en las postas argentinas. En total ganó 4 medallas de plata y una de bronce.

Magui venía persiguiendo ese tiempo hacía meses. Los entrenamientos se habían vuelto una lucha constante con el cronómetro, una carrera silenciosa entre la mente y el cuerpo. Nada parecía alcanzar: los segundos no bajaban, las marcas no se movían. Pero esa obstinación que la caracteriza no la dejó rendirse.

“Era lo que estaba buscando hace mucho tiempo y no me salía. Yo necesitaba que saliera. ‘Lo tengo que hacer’, me dije. Me tiraba una y otra vez: 4:51, 4:52… y no podía creerlo. Hasta que el día de la carrera simplemente dije: ‘hoy lo voy a hacer’”, cuenta.

El día de la competencia, con todo el país mirando, no pensó en el reloj. Se enfocó en disfrutar. En fluir con el agua, en sentirse parte del momento.

“Fui a disfrutar”, dice. “Porque de eso se trata también. Es un deporte durísimo, a veces injusto. Te rompés el lomo, hacés todo bien, y no sale. No porque no diste todo, sino porque no era el día, o te sentís pesada, o lo que sea. Pero esa carrera tuvo algo distinto: me sentía agradecida de estar ahí. Me había ganado ese lugar. Sabía que podía y lo hice. Así, simple.”

Y así fue. Sin pensar en los segundos, los bajó. Con la serenidad de quien ya había ganado antes de lanzarse al agua.

Walter, el hombre de chomba negra que custodia la entrada al CeNARD, le negó la entrada a Magui y su compañía. Justificó que no existió una consulta previa y dejó en claro que, de haberla asentado, no se habría podido grabar nada desde adentro- aunque en ningún momento se habló de esa posibilidad. Fiel a su estilo, contraatacó con un sonriente “bueno, gracias” y revoleó los ojos al banquito blanco postrado en el portón, que está absorbiendo el calor como los perros de raza a su derecha.

En la pileta, encontró algo más que una marca personal: un límite que no era físico, sino mental: “La exigencia está siempre, pero hay que conocer hasta dónde. Hay una línea muy fina entre hacer algo por amor o por obsesión. A veces lo hablo con Macarena (Ceballos), mi compañera, que tiene mucha más experiencia que yo. Y coincidimos: el desafío está en disfrutar el proceso sin perder la cabeza”.

Tiene su bolso en la pensión, pero no se apura por ir a buscarlo. Romina Winkelried, su compañera de Selección y de habitación, la espera ahí para irse con ella. Romina lleva dos años en Buenos Aires, aunque recién este año empezaron a compartir cuarto. “Llegué en marzo de 2024, y este año empecé a estar con ella”, aclara . Antes vivía sola, pero hoy no lo cambiaría: “Prefiero estar con Magui, porque te da tu espacio cuando lo necesitás. Es muy compañera, muy respetuosa”.

Incluso antes de meterse al agua, la conexión entre ambas ya está presente. “Antes de nadar, las dos hacemos un buen calentamiento, siempre”, asegura. “Por ahí dispone un poco más de tiempo que yo, pero para las dos es clave. No entramos al agua sin calentar bien”.

Aunque cada una pertenece a un equipo distinto, suelen coincidir en los entrenamientos. “A veces hacemos cosas diferentes, pero muchas veces nos toca nadar al lado”, cuenta. En esos momentos aparece una competencia sana, casi automática. “Nos vamos mirando —menciona— y cuando una ve que la otra viene nadando a la par, nos vamos picando. Es como si fuéramos un equipo, pero sin serlo”.

En esa complicidad silenciosa se refleja una parte esencial del vínculo: la exigencia compartida, la motivación mutua, el impulso que las empuja a rendir siempre un poco más.

Romina Winkelried, compañera de habitación y de Selección de Magdalena Portela, describe la dinámica de su convivencia en el CeNARD, destacando el respeto y la empatía mutua.

Romina afirma sobre compartir cuarto con Magui: “Es súper compañera, atenta, respetuosa de los espacios. Si tuviste un mal día y no querés hablar, lo entiende; si tuviste un buen día, enseguida te pregunta cómo te fue”.

Continúa explicando la facilidad de la convivencia: “Tiene esa sensibilidad, esa empatía que hace que convivir sea muy fácil. La verdad es que fue una de las mejores cosas que me pasó al llegar a Buenos Aires. Conocerla, compartir este momento, este trayecto de la vida con ella”.

Hace una pausa, como buscando la palabra justa:

—Creo que esa madurez viene de los deportistas que están metidos en el deporte desde chicos. Que pasaron por tantas situaciones de exposición, de presión, de estar al límite, que ya desarrollan otra manera de ver las cosas. En el día a día, eso se nota: saben cuándo hablar, cuándo escuchar, y cómo acompañar sin invadir—.

Entre ellas hay una relación que trasciende lo deportivo. “Siempre me dice que soy como su hermana mayor”, cuenta entre sonrisas. Esa complicidad se fue construyendo con el tiempo, en entrenamientos, concentraciones y charlas de habitación compartida. “Yo siempre soy de aconsejar, en general a la gente cercana. En lo que puedo dar una mano, lo hago. Y si veo que alguien se está equivocando, trato de dar mi opinión desde lo que viví, desde las cosas que me fueron pasando, para que pueda mejorar”.

Siempre vivió en Lanús con sus papás. Iban de un lado a otro por Magui: “Mi papá dejó un montón de cosas de lado para llevarme y traerme de Lanús a Ramos Mejía, de Lanús al Palomar, de Lanús a todos lados y siempre dándome charlas motivacionales en el auto que para mí fueron parte de quien soy”.

Eliana Walter jugaba al básquetbol en Talleres de Lanús desde que tenía cinco. Cuando cumplió 20, cruzó caminos con el base de Defensores de Banfield: Javier Portela. Antes de desarrollar el resto de su vida deportiva en el kitesurf, le llegó la chance de seguir picando la pelota naranja en Grecia. No solo le tocó determinar el porvenir de su carrera, sino también el de su relación con Eliana. Pero el destino tomó la decisión por ellos cuando trajo a sus vidas a Magdalena Portela el 8 de julio de 2005, dejando la semilla del deporte en sus genes.

Norma Salva, su abuela, apagó la hornalla y abrió la lata floreada de la que sobresalió un surtido de galletitas dulces. No necesitó prender la luz cálida, porque la tarde amarilló la cocina con el ventanal. “En sus primeros dos años y medio, Magui estaba conmigo todo el día”, confesó. “Me daba lástima que, cuando no iba al jardín, se la pase encerrada acá. Entonces le pedí el permiso a Eliana para llevarla a nadar al Club Marplatense, acá en Lanús, y me dijo que sí. Desde el primer día hizo como que la pileta era de ella. Había compañeritos varones de su edad que le tenían pánico al agua y yo, por orden de la profesora, la tiraba al fondo. Cuando salía del agua, me gritaba ‘¡más! ¡más!”.

Estiró el mate y se reincorporó después de divertirse con el recuerdo, para reflexionar sobre la mentalidad de su nieta: “Evidentemente fue su pasión desde que tuvo idea; creo que en otra vida fue un pez. Ese año, compramos una pelopincho enorme para ella y la llevamos al Club Lanús donde era todo más profesional. La llevábamos a nadar dos veces por semana, pero nos pedía ir todos los días”.

El talento excepcional de la joven nadadora se hizo evidente desde el primer día en el club. Su entrenadora, Natalia Saraceno, recuerda con claridad el momento en que notó que no era una deportista más. “No hacía falta mucho para notarlo: mientras las demás chicas seguían las consignas del grupo, ella parecía ir siempre un paso adelante”, describe Natalia, señalando la precocidad y la habilidad natural de la niña.

La entrenadora relata una anécdota que ilustra perfectamente esta diferencia de nivel: “Me acuerdo que en la primera clase, estaba en otro nivel —cuenta entre risas—. Yo la había puesto a practicar las actividades que correspondían a su edad, al grupo que tenía, pero claro enseguida se notó la diferencia.” Esta distinción fue tan marcada que incluso generó una reacción inmediata de su madre, quien cuestionó la rutina básica. “Bajó la mamá y habló con el coordinador: ‘¿Qué hace haciendo estas actividades tan básicas?’” relata Natalia, quien rápidamente aclara el malentendido: “Después nos reímos mucho de eso, porque claro, era la primera clase y yo necesitaba ver en qué nivel estaba, dar mi diagnóstico, mi evaluación, ver cómo se movía—.

Esa “primera impresión” fue suficiente. El potencial de la joven era innegable, y la decisión fue inmediata. “Inmediatamente empezó a entrenar con una categoría superior. Ya no con las infantiles, sino con las menores. Y eso duró muy poco, porque enseguida se adaptó a las chicas mayores—.” Desde sus comienzos, su rendimiento y la madurez física la situaron rápidamente por encima de sus compañeras. “Parecía más grande, no solo por su contextura, sino sobre todo por su rendimiento deportivo. En la natación, eso se nota enseguida su nivel era otro y es fundamental buscar esa detención temprana—.

Además de su talento innato, la joven deportista se destacaba por su compromiso y disciplina. “Era de esas deportistas que nunca faltaban aunque tuviera sus responsabilidades, porque era una nena”, describe Natalia. La entrenadora subraya que, incluso desde pequeña, supo priorizar el deporte: “de chiquita podía decidir entre ir a un cumpleaños o entrenar, y elegía venir.” Esta predisposición marcaba la diferencia: “Se destacaba por su buena disposición por sobre los demás, más allá de la facilidad que tenía, no solo para nadar.” En aquel momento, Natalia se encargaba de su preparación física, describiendo la labor como “la típica de los clubes, donde el preparador hace un poco de todo.” A pesar de la preparación generalizada de ese inicio, el talento de la nadadora brillaba con luz propia, ya que “aun así era súper talentosa”.

Después de esa primera etapa, encontró su lugar. La entrenadora lo recuerda como un cambio clave, no solo deportivo sino también emocional.

—Empezó a nadar en el lugar donde hoy sigue entrenando —cuenta—. Se sintió cómoda desde el principio—.

Esa comodidad, explica, no se trató solo de una pileta nueva, sino de un entorno que la abrazó.

—Formó un grupo de pertenencia con sus entrenadores, con sus compañeros y eso es fundamental —destaca—.

Porque, en la natación, el tiempo lo es todo: las horas dentro y fuera del agua, los viajes, los entrenamientos, los vínculos que se crean.

—Son muchas horas —afirma—. Entonces, que el chico se sienta cómodo, que los padres confíen, que haya un clima de trabajo sano, hace toda la diferencia—.

Magui y Natalia no se contactan con la frecuencia de antes, pero no se olvidan de su historia. Cuando expresó en Instagram su emoción por haber bajado sus mejores marcas en Asunción 2025, Saraceno dio testimonio de sus años: “Disfrute mucho gran mujer!! Esa pequeña Magui se lo merece”. A su dedicatoria, la nadadora le agradeció y le retrucó: “Siempre vas a ser parte de esa mini Magui”.

Felipe Gobello, preparador físico, estacionó su Chevrolet Classic en el cruce de Garibaldi y Tres de Febrero. A las 10 de la mañana, todo San Isidro está encerrado en su trabajo menos él. Cuando habla de su alumna “Entrenarla es como entrenar a un caballo de carrera: solo va para adelante y hace lo que le decís. Da la seguridad de que si yo le digo lo que tiene que hacer, va y lo hace. Y si le fue fácil, me pide si puede ser más difícil. También es muy de buscar y compartirme información, ejercicios o cosas que hacen otros nadadores de afuera. Es muy proactiva y curiosa en ese caso”.

Esa curiosidad se refleja en los pequeños gestos cotidianos. “Imaginate —explica Felipe— que está mirando en redes algún video de un nadador de su categoría, o que nada su misma prueba, y de golpe le aparece un ejercicio nuevo. Se lo guarda y me lo manda”.

Él nota la diferencia entre el inicio —hace cinco años— y la actualidad y como creció. “Cuando la conocí era mucho más chica, otro desarrollo, otra intensidad, y realmente se vio una evolución tanto física como mental”, expresa.

El entrenador explica el origen de su relación con la deportista. Con un tono que denota claridad y reconocimiento por el nivel de la atleta, detalla que el inicio de su trabajo conjunto se debió a un logro deportivo significativo: “Por ser parte del equipo de la Selección Argentina y al ingresar pasa a estar conmigo”. Con esto, subraya que la nadadora se incorporó a su tutela en el momento en que alcanzó la categoría de selección nacional.

En cada detalle, en cada intento por mejorar, se resume su manera de ser: inquieta, atenta y con una determinación que no se apaga ni cuando termina el entrenamiento.

—Ah, mirá vos, me olvidaba de esto —dice Norma, después de tirar sus ojos al horno. —El domingo fuimos a almorzar y Magui hizo un cheesecake espectacular. Cuando lo desmoldó y le sacó el aro, no lo podíamos creer: le quedó perfecto. Viste, de esos que te dan ganas de sacar una foto antes de cortarlo. Le gusta eso. Le encanta cocinar, sobre todo la repostería. Siempre está haciendo algo cuando llega a casa: un budín, una torta, algo dulce para el fin de semana. Para la comida no tanto, pero los postres… los postres son lo suyo—.

En el fondo, no es tan distinto a lo que hace en la pileta. En ambos lugares busca el punto justo: ni más ni menos, lo exacto. Hay concentración, hay paciencia. Maneja ese pulso que no se apura. Como si cada brazada o cada cucharada tuvieran su propio ritmo. Su propia respiración.

River en modo Bell Ville: se pone la pilcha de Boca o queda afuera de la Copa

Por Francisco Gentile

El triunfo de Boca frente a Argentinos causó que el campeonato xeneize sea la única forma que tiene River de clasificar a la Copa Libertadores. Con la duda de si gritarán o no los goles de Merentiel, el Millonario podría ponerse la camiseta de su homónimo de Bell Ville para hinchar por River con la azul y oro puesta.

Ya es un hecho, el último club aún en pie en el Torneo Clausura que ya tiene su boleto a la próxima Copa Libertadores es Boca, por ende, es el único que liberaría un cupo en caso de levantar el título, convirtiéndose así en la esperanza final de River para disputar el certamen ¿Es preferible la desgracia ajena o una pizca de alegría entre los festejos de la vereda de enfrente? Ante esta pregunta, los hinchas podrían ponerse la peculiar camiseta de sus tocayos de Bell Ville para seguir alentando por los suyos, mientras visten los colores boquenses.

El Club Atlético y Biblioteca River de Bell Ville nació el 23 de marzo de 1923, con fundadores de opuesto sentimiento futbolístico, pero con las mismas ganar de homenajear a sus amores, por eso se llegó a la insólita resolución hace más de 100 años de que la institución cordobesa utilice el nombre de uno y los colores del otro. Aunque la suerte no quiso que exista un Boca que use la banda, sí decidió un River teñido de azul y oro. En el apodo, los de Núñez ganaron la pulseada y en la Liga Bellvillense se los conoce como el Millonario.

De haber existido este hipotético Xeneize blanquirrojo, la casaca se hubiera traído a colación en la definición de la Liga Profesional 2022, en la que tras no poder vencer a Independiente, el cuadro de la Ribera festejó un penal atajado por Franco Armani a Jonatán Galván en el último minuto que les permitió dar la vuelta olímpica y relegar a Racing al segundo puesto, en una jornada donde parecía no haber rivalidades.

Lo más descabellado es que el Millonario podría no ser el único grande en maquillarse con los colores del barrio de la Boca y calzarse esta extravagante casaca: si Estudiantes o Gimnasia juegan la final, Independiente también deberá ponérsela si quiere disputar la Copa Sudamericana, pues su pasaje al torneo está sujeto a que uno de los primeros diez de la tabla anual salga campeón.

En el ¿peor? de los casos para los de Núñez, verán a su eterno rival festejar mientras con un puñito por debajo de la mesa celebran la clasificación a la Libertadores otro año más, guardando la camiseta de sus primos en un cajón que desearán no volver a abrir. En el mejor de los casos para el elenco dirigido por Claudio Úbeda, se coronarán y cerrarán un año que comenzó de forma trágica, sabiendo que le dan una mano al equipo de Marcelo Gallardo, que si algo sabe es ser un obstáculo a nivel internacional, y con el que incluso podrían compartir fase de grupos, ya que en este contexto, jugarían el repechaje.

 

 

El día que Riquelme se puso a bailar merengue

Por Gabriel Milian Scuri

Una madre cualquiera en Don Torcuato cuarenta años atrás, mientras cebaba mate a uno de sus once hijos, nunca pensó que aquel muchachito de pelo corto y flaquito que se sentaba enfrente de ella en la mesa de su casa le pintaría la cara al Real Madrid.

El 28 de noviembre del 2000, Boca se proclamó campeón del mundo por segunda vez en su historia, en Japón, ante el club español. Pero hubo un hombre que, dentro de la cancha, fue el encargado de llevar las riendas de lo que sería una gesta histórica para el fútbol argentino. Juan Román Riquelme, con 22 años, llevó todo su potrero al continente asiático y fue intérprete de una excepcional actuación individual.

El Torero se puso a bailar merengue. De aquí para allá. En el transcurso, pasaban jugadores vestidos de blanco. Se amontonaban para buscar alguna forma de romper esa barrera inquebrantable que construía el número diez con sus delgados brazos. Les ponía el culo y chau. No había con qué darle.

¿Quién lo hubiera pensado? Todo sucedió contra el equipo más poderoso del mundo. Aquel rival de Boca era la base de lo que estaba por venir. Los antecesores de Los Galácticos. Figo, Roberto Carlos, Casillas, Hierro. Bestias totales. Un Balón de Oro entre ellos. Pero en los barrios de La Argentina ya hubo un Pibe de Oro que les demostró a todos cómo se juega. Riquelme creció así. Vio cómo se ponía la pelota abajo de la suela y se iba para adelante con gambeta corta. Román era consciente de que no había nadie mejor que él en aquella cancha.

Pase de cuarenta metros del Último Diez para Martín Palermo y gol de Boca. 2-0 en seis minutos. Locura. Nadie se lo habría imaginado. Ni siquiera Román. Así y todo, con esa tranquilidad y cara de que todo le da igual, tampoco él lo veía posible. Estaba tocando el cielo con las manos y con el club de sus amores. Su maestro Carlos Bianchi lo rodeó con sus brazos y le dijo: “¡Fenómeno, fenómeno! Somos campeones del mundo”.

Riquelme recordó todo el esfuerzo de La María, su mamá, y su padre Cacho. Se le vino a la mente aquellas tardes en la esquina del barrio en la cual tomaba una Coca Cola con sus amigos después de llegar de entrenar en Argentinos Juniors. Cuando solo era un pibe. Cuando jugaba en la calle por el pancho y la gaseosa. Lo mejor de todo es que el ídolo de Boca nunca dejó de sentir que estaba en algún potrero de Torcuato. Cada vez que se ponía los botines, salía a jugar como si el contrario fuera el del barrio opuesto. No le importaba si la cancha tenía pozos ni si el que lo marcaba era Makélélé.

Al diez de Boca lo molían a patadas tipos de cuarenta y pico de años en los picados del fin de semana, cuando él era tan solo un chico de catorce. Y, ya en ese entonces, respondía como lo hizo durante toda su carrera. Frenaba la gambeta, ponía la pelota debajo de la suela y te la ofrecía. Como diciendo: “Dale, agarrala si podés”.

Antes de la ceremonia de coronación, Figo, ganador del Balón de Oro en aquel entonces y diez del Real Madrid, intercambió la camiseta con Riquelme. El portugués se quedó con una reliquia. Con la casaca del jugador del partido. Tenía en sus manos el manto del mejor futbolista de la historia de Boca. El jugador europeo entendió muy bien el valor de ese cacho de tela, ya que la donó al Museo Legends de España. Román lo hizo por los suyos. Levantó el trofeo con la camiseta de Figo puesta y después dijo: “Le dedico esto a mi papá, que le llevo la remera”.

Diego nuestro, que estás en el cielo…

Por Luna Leylen Lorenzo

La luz parecía haberse rendido ante el acero del techo, hubo un pequeño milagro de geografía y de timing. Un único rayo de sol, fino y cálido, encontró un hueco entre las vigas y bajó para elegir a una persona entre miles: Diego Maradona, con una remera celeste Puma pegada al pecho y los brazos abiertos como si estuviera recibiendo algo que solo él podía ver. Miraba hacia arriba, al cielo que apenas se veía entre el cemento. En ese instante, no parecía un hombre recordando su gloria, sino una figura convocada por una fuerza superior, como si el estadio entero hubiese sido construido únicamente para iluminarlo a él.

Esa imagen se volvió instantánea en su lectura mística, especialmente porque ese partido, Argentina contra Nigeria en el Mundial 2018, terminó siendo un testimonio de la fe futbolera en su estado más puro. La Selección avanzaba con angustia, rozando la eliminación, mientras la pelota ardía en cada pase como un rosario que se desarma en las manos. Y cuando ya parecía que el milagro no llegaría, apareció Rojo y empujó la pelota al fondo del arco. Fue un gol que no solo clasificó a la Argentina a la siguiente etapa: fue una resurrección. Un acto de fe en el estadio de San Petersburgo.

Esa mezcla de lo divino con lo terrenal, de lo sagrado con lo desprolijo, es la que sostiene la figura de Maradona como un Dios popular. Pero no el Dios de los vitrales ni el de las estatuas de mármol: el Dios que se cae, que grita, que se equivoca y vuelve a empezar. El Dios humano, demasiado humano.

De esa devoción nace también el gesto de Sofía Sclocco, directora de arte y ambientación para cine, quien decidió montar un altar para Diego durante el Congreso Maradoniano celebrado hace unas semanas. “Yo tengo mi propio altar de Diego Maradona en mi casa, así que quise hacer algo más grande, algo que la gente pudiera popularizar y apropiarse, para convertirlo en ese dios popular, casi pagano, que es Diego para muchos de nosotros”, explica. Su intención no era solo estética: era un ritual. Una forma de ofrecer un lugar de encuentro con ese dios desobediente que acompaña sin juzgar.

Sclocco lo explica sin contradicción. Ella misma se declara atea, lejos de cualquier religión tradicional, pero encuentra en Diego algo que no halló en templos ni escrituras: “Ante cualquier situación difícil apareció esa costumbre de prenderle una vela al Diego. Y es algo que me hace bien, que no encontraba en otro lugar”. 

Capaz por eso su figura persiste en todas partes: en la política, en la cultura, en la literatura, en el deporte, en la esquina de un bar donde alguien lo nombra como si hablara de un pariente que nunca se fue. Diego ocupa todos los universos porque se encargó, en vida, de no dejar ninguno libre.

Esa tarde en Rusia, cuando el sol lo eligió entre miles, Diego no solo estaba viendo un partido. Estaba manteniendo, sin saberlo, una cadena invisible de creencias, promesas y agradecimientos que lo reviven. Era él, pero era también el reflejo de un país entero que busca, en medio de la duda, un gesto que lo salve.

El fútbol y la fe muchas veces caminan por el mismo sendero, uno donde la pasión se mezcla con la esperanza, y los milagros parecen posibles si una pelota entra o no en el arco. En Argentina, ese camino tiene nombre y apellido: Diego Armando Maradona.

Jugar futsal, un acto de militancia, pasión e identidad

Por Lucas Grunblatt

Una toalla cuelga de un caño oxidado. El olor a humedad se mezcla con el del mate tibio y el aerosol para calentar los músculos. El gimnasio del club Sunderland de Villa Urquiza en Lugones 3161, parece detenido en el tiempo: piso encerado, paredes agrietadas, red floja. Una pelota rueda sola hasta chocar contra un banco de suplentes.

¡Dale, que arrancamos! —grita el entrenador del Sunderland, Gabriel Sardi,  desde el otro lado del alambrado.

No hay kinesiólogo, no hay cobertura. Pero hay ganas. Siempre hay ganas.

A seis cuadras, en el club Pinocho, en Manuela Pedraza 5139, el contraste es evidente. Las luces LED rebotan sobre un piso impecable; la ropa está bordada, hay pelotas nuevas y planificación semanal. Sin embargo, ni ahí todos cobran. Matías Bazán, arquero titular de Pinocho, se seca la frente con la manga y sonríe antes de empezar el entrenamiento.

Recién desde el año pasado tengo contrato —dice—. Los que vienen de inferiores arrancan con viáticos.

Tiene 22 años y cursa Comunicación Social. Habla con una serenidad que contrasta con el bullicio del gimnasio de Pinocho. “Cuando llegué a Primera y empecé a elegir el gimnasio en lugar de una salida, sentí el cambio —agrega—. No cobrás mucho, pero lo vivís distinto. Ahí entendí que me lo estaba tomando como un trabajo, aunque lo haga con pasión”.

En Pinocho, cuenta Bazán, el acompañamiento marca la diferencia: Tenemos kinesiólogo, médico, sala de videoanálisis, gimnasio. Eso no pasa en todos los clubes, ni siquiera en Primera A.

Hace una pausa, respira hondo.

Es más que un viático, pero no me sobra nada.

Sobre el futuro del futsal, Bazán no duda: “El crecimiento está. Los jugadores se lo toman en serio. Pero los clubes grandes tienen que invertir de verdad: no solo en contratos, también en estructura. Si no, los de barrio no pueden competir”.

La diferencia con otras ligas, dice, es notoria. “La dinámica de AFA es otra: en el juego, en las canchas, en todo. No creo que haya una oposición a la profesionalización, pero AFA debería hacer más, sobre todo en dar visibilidad. Hasta principios de abril esto era un problema, porque solo se televisaban pocos partidos por DeporTV; después TNT Sports empezó a sumar transmisiones y, más recientemente, la liga también llegó a TyC Sports. Nadie está en contra, pero muchos no hacen nada.

Futsal: ensayo formal entre la Sub 17 y el Club Pinocho | Sitio Oficial de la Asociación del Fútbol Argentino

Andrés Lobos, representante de Atlanta en la Comisión de Futsal de la AFA, acomoda los papeles sobre una mesa de plástico en el hall del club en Villa Crespo, antes de hablar.La profesionalización avanza, pero lento —dice—. No es solo firmar contratos, es garantizar que el jugador pueda vivir del deporte sin descuidar su formación o trabajo fuera de la cancha.

Evita hablar de cifras. “Los datos oficiales todavía no están actualizados —aclara—, pero la mayoría tiene que combinar el futsal con otro empleo o estudio. Hay clubes que intentan dar viáticos y mejorar la estructura, pero no alcanza. Los jugadores no buscan privilegios, buscan condiciones mínimas para crecer. Y enseguida Lobos remarca: “No hay oposición formal, pero sí mucha inacción. El problema es la falta de visibilidad y apoyo institucional. Eso frena todo”.

El capitán de Sunderland, Agustín Ricardi, llega apurado desde el Hospital Pirovano. Acaba de terminar una guardia como estudiante de Medicina. No hay plata, pero lo jugamos como si fueran todas finales —dice, mientras se cambia rápido, todavía con los cordones desatados. De día estudia, de tarde trabaja en una oficina que distribuye materiales eléctricos, y de noche entrena. Nunca pensó en dejar el futsal.Además de competir, se formó un grupo humano hermoso. Abandonar nunca fue una opción”.

Ricardi dice que el esfuerzo no choca con la universidad. “Al contrario —explica—, la complementa. Queremos dejarles un mensaje a los más chicos: los colores por sobre todas las cosas”. Enfrentar rivales que sí cobran no lo desanima. Es una motivación —sonríe—. Salimos a jugar con la misma intensidad, o más”.

Ricardi mira el techo del gimnasio del Sunderland, donde cuelgan viejos trofeos oxidados. “Hace falta infraestructura, no solo plata —reflexiona—. Y sentido de pertenencia para que nadie abandone”.

En Argentina, el futsal masculino federado bajo la AFA cuenta con 85 clubes en la Ciudad y el Gran Buenos Aires: 18 en Primera A, 18 en la B, 18 en la C y 31 en la D. Además, existen ligas paralelas como FUTSALA, BAFI y ARGENLIGA, que funcionan como caminos previos o alternativos. En el interior, entre 1.500 y 1.600 equipos juegan en torneos formales, sin conexión directa con el sistema de ascenso de la AFA.

El calor en la tribuna del complejo GB Sports, en San Martín, se mezcla con el vapor del café del buffet. Chacarita enfrenta a El Talar por la división C. Un pibe de 17 años tira un caño y una señora grita desde arriba; “¡Ese es mi nieto, eh!”. En El Talar, apenas dos jugadores reciben viáticos; en Chaca, ninguno. Pero nadie deja de correr.

Thiago Prieto Acosta, jugador de Deportivo Merlo, acomoda los auriculares de la radio Deporte Total Camioneros antes de empezar a hablar. Entreno, juego, laburo, estudio. A toda potencia —dice con tono sereno—.Todavía no se puede vivir solo del futsal, pero hay que construir ese camino. Además de futbolista, Prieto Acosta es periodista deportivo y embajador de Doma, una marca de botines. Su agenda es una carrera de obstáculos, pero sonríe: “El que ama esto no se rinde”.

En los clubes chicos, la pelea es otra. En el 22 de Tablada, donde juega El Tanque FC, las pecheras se reparten entre cinco categorías. Si falta uno, otro usa su remera. Los turnos son rotativos: a veces se entrenan de 23 a 0:30.

Futsal AFA: Se definieron los clasificados a las semifinales de la Copa de Oro | Nota al Pie | Noticias en contexto

Sardi, técnico de Sunderland, acomoda conos en la línea de fondo. Tiene 60 años y es preparador físico, título que obtuvo tras recibirse en la pandemia por Zoom. No es solo correr y patear —dice, mientras ordena las vallas—. Si no los acompañás, no rinden. Se detiene un momento. Falta espacio, horarios, materiales. Querés trabajar en serio y no tenés tiempo para planificar”. Sardi levanta una pelota y la hace rebotar dos veces. “Si buscás rendimiento, tenés que darles herramientas. Si no, lo que hacés es remar en dulce de leche —sonríe cansado—. Acá tengo lo justo para laburar, pero en otros lados ni eso.

En las divisiones más bajas, la situación se agrava: hay equipos donde los jugadores no solo no cobran, sino que deben poner plata propia:  la falta de recursos se vuelve todavía más evidente. Debe poner para la indumentaria, para los viajes o incluso para alquilar la cancha donde entrenan. A veces los vestuarios no tienen agua caliente. A veces ni siquiera hay vestuarios.

El compromiso con quienes practican el futsal se vuelve militancia: entrenar es casi un acto de fe. Se juega con frío, con sueño, con deudas. El deseo de mejorar no se apaga, aunque conviva con el cansancio. La profesionalización no es un lujo: es una necesidad para que el futsal argentino deje de ser una carga que muchos sostienen con sacrificios invisibles.

Mientras en los clubes del conurbano se pelea por un viático o un kinesiólogo, la Selección Argentina escribe otra historia. Una historia que parece de otro planeta. En 2016, levantó la Copa del Mundo en Colombia, en la final frente a Rusia. Desde entonces, nunca bajó del podio. Subcampeona en 2021 en Lituania tras perder con Portugal, otra vez subcampeona en 2024 en Uzbekistán frente a Brasil. En Sudamérica, campeón de la Copa América en 2003, 2015 y 2022. Finalista en San Juan 2017. Siempre arriba.

La Selección Argentina en el Mundial de futsal de Lituania: grupo, rivales y horarios. - TyC Sports

Argentina es, junto a Brasil y a España, una de las tres potencias más grandes del futsal mundial. Pero lo increíble —o lo injusto— es que buena parte de esos jugadores que hoy levantan copas se formaron en canchas con humedad, con paredes agrietadas y entrenamientos nocturnos. La gloria afuera no siempre se traduce en mejores condiciones adentro. La distancia entre la selección campeona y los pibes del barrio sigue siendo abismal.

Los números también hablan. Según estimaciones periodísticas, apenas entre 50 y 100 jugadores en todo el país logran vivir exclusivamente del futsal. El resto —la enorme mayoría— combina la actividad con otros trabajos o estudios. En clubes con estructura, como Boca, el presupuesto del primer equipo ronda los $200.000 mensuales. Los sueldos van de $15.000 a $25.000 por jugador. En Pinocho o Kimberley, históricos del futsal argentino, el plantel recibe entre $120.000 y $140.000.

El tope salarial para una figura del campeonato metropolitano ronda los $70.000. Pero muchos cobran $30.000 y, a menudo, en negro. Solo casos excepcionales alcanzan entre los $80.000 y los $150.000, también de manera irregular. En la B y en la C casi no hay pagos oficiales. Las ayudas son esporádicas; los viáticos, informales. En inferiores, muchas veces no hay compensación alguna.

FUTSAL AFA: SE LARGÓ LA COPA ARGENTINA | FUTBOL 78

Un sábado de julio de 2025, Platense y Atlanta se enfrentan en Villa Crespo. En medio del partido, un corte de luz interrumpe el juego. Oscuridad total. Silencio. Y de repente, una voz se alza desde la cancha: “¡Sin luz también jugamos, árbitro!”. Las gradas ríen. Se encienden las luces de emergencia y el parquet brilla, apenas. El aire huele a transpiración. En las paredes, los murales recuerdan glorias pasadas: viejas fotos, escudos, frases que nadie borró. Durante la semana, en el gimnasio entrenan más de cinco categorías. Todo convive: la Primera, los pibes, las chicas, los veteranos. Aunque las luces se apaguen, el juego nunca se detiene.

Lo que se vive en esas canchas no se mide solo en goles o resultados. Se respira una cultura de esfuerzo, de pertenencia. Jugadores como Matías Bazán o Agustín Ricardi pasaron por clubes humildes, entrenando en horarios imposibles y con recursos mínimos, antes de llegar a las altas categorías. Otros que hoy brillan también salieron de esos gimnasios de barrio donde se aprende más que futsal: se aprende constancia, compañerismo y amor por el juego.

Esa historia silenciosa de sacrificio conecta a cada jugador con su comunidad. Explica por qué, incluso sin contratos ni viáticos, nadie abandona. El futsal es pasión, sí. Pero también es identidad.

Porque lo que se juega en cada cancha no es solo un resultado: es la posibilidad de pertenecer, de crecer, de tener un lugar. Cada pase, cada viático que no alcanza, cada entrenamiento bajo la lluvia, es una forma de resistencia. No se trata de pedir milagros, sino de reconocer que el amor al juego también debería tener un salario digno.