Por Nathalie Spandri
Si todos los caminos conducen a Roma, aquí la travesía se ubica en Villa Urquiza. En el barrio porteño de la Ciudad de Buenos Aires -donde el tráfico de Avenida Constituyentes y los pasos acelerados de la gente son agobiantes-, residen los cuatro africanos que están actualmente en el Club Lanús. Jugadores que recorrieron miles de kilómetros hasta llegar a la Argentina por un mismo motivo: el fútbol.
Son 7779 kilómetros, unos 480 minutos de vuelo, tres horas de diferencia horaria, el Océano Atlántico, culturas e idiomas, una valija cargada de sueños, hambre de grandeza y lágrimas por dejar atrás a sus familias es -entre tantas otras cosas- lo que separa a África de la Argentina. Los nombres propios de esta aventura: Ousmane N’Dong, Dabo Alphoseiny y Ousseynou Tall, quienes llegaron de Senegal, y Badjie Fabakary, de Gambia.
La llegada de los jugadores se produjo entre 2018 y 2019. Un agente africano se encarga de reclutar a los mejores talentos y contactar a la empresa Dodici -que hoy los representa-, la que se ocupa de las comodidades que necesiten una vez que aterricen en Argentina. A partir de ese arreglo se arma la logística. Los trámites de papeles suele ser lo más complicado del asunto. Tener la nacionalidad ayudaría en ciertas ocasiones, pero a Alphoseiny no le interesa obtenerla en un futuro, mientras que a N’Dong y Tall, sí les gustaría. Lo que remarcan es que nunca jugarían para la Selección Argentina.
Luego de un domingo de descanso, el lunes comienza otra vez la rutina: se despiertan entre las seis y siete de la mañana, se lavan la cara, se ponen la indumentaria del club, desayunan, agarran su bolso y salen hacia un nuevo entrenamiento. Durante esa hora de viaje desde Villa Urquiza hacia Cabrero y Guidi no falta el mate -ya tienen adoptadas algunas costumbres argentinas-, mientras de fondo suena algún tema del momento para levantar la mañana.
Depende el día, las circunstancias y lo que se tenga que afrontar, el plantel de Lanús lleva a cabo reducidos, trote, gimnasio o movimientos tácticos. Luego de esas dos horas de entrenamiento, la práctica termina. Las gotas de sudor chorrean sin cesar, se levantan la camiseta y la llevan hacia su frente para secarse. El cansancio muscular y mental queda atrás, la meta es siempre la misma: dar todo para llegar a Primera. Ousmane N’Dong o “Papá Ramos” (el apodo proviene de una fusión entre el nombre de su abuelo y el fanatismo por Sergio Ramos), lo logró. El 14 de noviembre de 2020, por la Copa Diego Armando Maradona, Luis Zubeldia confío en él, y desde el arranque integró la dupla central con Alexis Pérez frente a Newell’s. El Granate perdió 4-2 de local. Si bien no fue un dulce debut, la sensación de placer por pertenecer al equipo titular no se le borra por nada. En ese partido se convirtió en el primer senegalés en debutar en el fútbol argentino. Sus otros tres compañeros africanos todavía aguardan en la Reserva para dar el gran salto.
“Al fútbol lo considero mi trabajo. Es muy importante para poder salir adelante y ayudar a mi familia. Comencé preparándome en una academia e iba al colegio, pero no me gustaba, me escapaba en horas de clase y me iba a jugar a la pelota con amigos. Tenía unos 14 o 15 años, mi papá se enteró y ahí dejé los estudios”, dice N’Dong. “Después de eso hacía doble turno, a la mañana entrenaba con mi viejo y a la tarde con el Club Ángelo África, que queda en Dakar, de donde soy. Mi debut fue de muy chico, a los 16, porque era el más alto de mis compañeros. En ese momento era volante central”.
Entre la década de los 90 y 2000 sólo debutaron nueve jugadores africanos en la Primera División del fútbol argentino. El 24 de febrero de 1995 Alphonse Tchami, de Camerún, debutó en Boca. Dos días después lo hizo Ernest Mtawali. originario de Malaui, en Newell’s. Y seis meses más tarde el sudafricano Doctor Khumalo tuvo su paso por Ferro. En 1997 el ghanés Nii Lamptey en Unión de Santa Fe. Ya para 2005, el ugandés Ibrahim Sekagya jugó en Arsenal de Sarandí. Félix Orode, proveniente de Nigeria, llegó en 2009 a San Lorenzo y siete años más tarde su compatriota Okiki Afolabi aterrizó en Talleres de Córdoba. El anteúltimo fue Zé Turbo, de Guinea-Bissau, que dejó su huella en Newell’s en 2018. El último es N’Dong en Lanús.
La discriminación sigue siendo un tema de lucha tanto en la Argentina como en el resto del mundo. El racismo es motivo de amenazas y burlas en el deporte. En 2012, el capitán de Los Pumas, Pablo Matera, público tweets que causaron ruido en la actualidad: “Que linda mañana para salir en el coche a pisar negros (sic)”. En la final de la Eurocopa de 2021, los jugadores Marcus Rashford, Jadon Sancho y Bukayo Saka, de la Selección de Inglaterra que perdió frente a Italia, fallaron los tres penales de la definición. Inmediatamente recibieron insultos en redes sociales. “Pero no hay lugar para el racismo u odio de ningún tipo en el fútbol -escribió Saka en Instagram- o en algún ámbito de la sociedad. Hago el llamado para denunciar estas situaciones y así ganaremos. El amor siempre gana”. También en las canchas argentinas suelen entonarse cantos hacia el equipo rival o gritar ofensas a los grupos étnicos. “Estoy preparado para eso, no me afecta, no me importa ese tema. Dentro de los estadios es normal escuchar ese tipo de cosas”, dice N’Dong.
“Dama beugeu football” significa amor por el fútbol en wolof, la segunda lengua -la primera es el francés- hablada por el 40% de la población de Senegal y Gambia. N’Dong y Alphoseiny fueron incorporando con el tiempo el castellano en su vida y el lenguaje coloquial. Lo aprendieron escuchando a su entorno. Ousseynou Tall apenas sabe algunas palabras y Fabakary todavía no lo adoptó. Entre ellos se comunican en su idioma natal o en su dialecto.
Si alguien recorre las Avenidas Avellaneda y Nazca -en Flores- y Once, puede encontrarse con varios manteros -cuando la policía no los está sacando- de origen senegalés, que ofrecen regatear sus productos para poder venderlos. Ellos no tienen la misma suerte que los futbolistas que desembarcan en Argentina, muchas veces engañados por redes de trata, personas que les ofrecen infinidad de sueños que nunca se cumplen. “Allá hay menos trabajo y más gente. Si no sos empresario o jugador, buscás otras soluciones. La situación es complicada, la mayoría trata de rebuscárselas revendiendo artículos de indumentaria, accesorios. Hay muy poco dinero”, comenta Dabo Alphoseiny. Si bien existe, la clase media es la minoría. Predomina la alta y, sobre todo, la pobreza. Actualmente Alphoseiny ayuda a su familia, que pertenece a esa clase media, y que cuenta con un hogar y alimentos.
La puesta de sol está comenzando. Significa que se puede ingerir algún alimento luego de un largo día sin hacerlo. El Ramadán es la revelación del Corán. Dura 30 días y es festejado por 1900 millones de musulmanes en el mundo -96% de la población de Senegal lo practica-. Durante las horas de luz se debe ayunar completamente: el Ramadán es uno de los cinco pilares del Islam. Ese mes, N’Dong y Alphoseiny siguen entrenando, pero aún así practican sus fiestas a rajatabla aunque les falte su familia. “Entre las 18 y las 6 de la mañana no se puede comer. Iba a entrenar sin desayunar. Tampoco puedo tomar agua una vez finalizada la práctica de fútbol”, dice N’Dong.
En los hogares, las mujeres senegalesas se encargan de la comida. Los aromas de los platos tradicionales como ceebu jen (pescado con arroz y muchas especias) o dibi (cordero a la parrilla) se hacen presente. Aquí, Ousmane N’Dong, Dabo Alphoseiny y Ousseynou Tall extrañan esos sabores. Allá se ingieren más alimentos fritos y acá todo es mucho más sano. Sin embargo, ya adoptaron nuevas costumbres, y cada tanto se comen un buen asado, convirtiéndose en extranjeros con tintes argentinos.