Por Ramiro Ohana
En el Centro Acuático Olímpico un hombre se desviste, calienta los músculos, retira su prótesis y salta al agua con un único sueño: clasificar a los Juegos Paralímpicos de Tokio 2021. Sin una pierna, Ibrahim Al-Hussein nada por los andariveles de la pileta olímpica de Atenas representando a todos los refugiados que hay por el mundo.
De esos casi 80 millones de refugiados, menos del uno por ciento llegan a la hazaña olímpica. El equipo de los Atletas Paralímpicos Independientes estuvo representado por primera vez en los Juegos de Río 2016 por tan solo dos deportistas, entre ellos Ibrahim. Su llegada a las piletas no fue para nada fácil.
Nos remontamos a marzo de 2011, Siria. Ibrahim se ganaba la vida como electricista, tras dejar la natación y el judo como un pasatiempo. Consciente de la situación que atravesaba su país, tuvo que ser realista y pasar de página. Los deportes no estaban en agenda. Siria atravesaba una fuerte crisis socioeconómica, que aceleró con la llegada Bashar al-Assad al poder.
A esto se le sumó la sequía más intensa jamás registrada en el país (duró desde 2006 hasta 2011) que provocó un fracaso en las cosechas, aumento de precios y una migración masiva de familias agricultoras a los centros urbanos. Esta migración tensó la infraestructura ya sobrecargada por la afluencia de unos 1.5 millones de refugiados de la guerra de Irak y el agua también comenzó a ser un bien escaso.
La falta de agua potable no impidió que el vaso rebalsara, y el mal manejo ideológico (ya desde 1973, cuando Hafez al-Assad, padre de Bashar, implementó una nueva constitución que condujo a una crisis nacional) por parte de los poderosos desencadenó una guerra civil en 2011. La constitución del 73 no requería que el presidente sirio fuera musulmán, lo que provocó feroces manifestaciones desde diferentes grupos religiosos hasta día de hoy.
En ese contexto nacía Ibrahim Al-Hussein, en 1988, en el seno de una familia atlética en Dier ez-Zor, a orillas del río Éufrates, a unos 100 kilómetros de Irak. Su amor por el agua apareció a una edad temprana y ya con 5 años tuvo su primer contacto, siendo el río Éufrates el más frecuentado por la familia Al-Hussein. En su infancia, iba a la escuela por la mañana, hacía natación por las tardes, bajo la atenta mirada de su padre entrenador, y practicaba judo por las tardes.
El nadador, hoy expatriado en Grecia, nació en una época en la que los derechos humanos también escaseaban mucho antes del levantamiento sirio, que comenzó como una acción pacífica ante el régimen de Bashar y terminó con una violenta represión. El mandamás respondió ante la población de la manera menos esperada y desencadenó la peor crisis humanitaria en la historia reciente.
Diez años después, el saldo del conflicto atraviesa fronteras, las mismas que tuvieron que cruzar los más de 5.6 millones de refugiados sirios (el mayor éxodo desde la Segunda Guerra Mundial), huyendo de los bombardeos del ejército sirio, las persecuciones políticas, el terrorismo yihadista del Estado Islámico, el hambre, la crisis económica y la inseguridad de un país en ruinas. Dentro de esos refugiados se encontraba Ibrahim.
A fines de 2012 su vida cambió para siempre. La familia Al-Hussein (los padres y sus 13 hijos) corría peligro en Dier ez-Zor y decidió huir a un lugar más seguro. Pero el joven de 22 años se quedó atrás, para resguardar a un amigo que recibió un disparo de un francotirador. “Cayó al suelo y estaba pidiendo ayuda a gritos. Sabía que si iba a ayudarlo, también me podrían disparar. Pero decidí ayudarlo porque sabía que nunca me habría podido perdonar verlo morir en medio de la calle”, recordó Ibrahim.
Segundos más tarde, una bomba explotó cerca del improvisado rescate. Al-Hussein perdió la parte inferior de la pierna derecha en la explosión y su tobillo izquierdo resultó gravemente dañado. Él había sobrevivido, pero no sus esperanzas y ambiciones. Luego de ser atendido por un dentista, ya que debido a la guerra era muy difícil encontrar personal e instalaciones médicas, el joven se hundía en una profunda depresión; no comía, no bebía y se sentía sin vida.
Tres meses después y en una silla de ruedas, Al-Hussein decidió huir en búsqueda de un lugar más seguro y un mejor trato médico. El mismo río que nadaba en su infancia (el Éufrates) sirvió como vía de escape y, a través de una balsa y con la ayuda de un amigo, emprendió viaje a Turquía, que en ese entonces era uno de los únicos lugares con sus fronteras abiertas para los heridos en la guerra.
“Cruzamos con un amigo mío a las cuatro de la mañana. Había soldados alrededor de las orillas del río. Pensamos que si Dios no quería que muramos ese día, no moriríamos. Si me quedaba en Siria, moriría de todos modos”, rememoró. Se refugiaron en el sureste, pero no hubo suerte con tantos heridos llegando allí y cambiaron de rumbo a Estambul.
En la capital turca se quedó un año y medio, pero la estadía se tornó cuesta arriba, especialmente para las personas con discapacidad. Finalmente pudo llegar a un hospital y recibir tratamiento para su pierna. Le hicieron una prótesis, pero no era de la mejor calidad. No podía caminar más de 300 metros sin que se desmoronara. “No tenía dinero y un amigo me ayudó a encontrar algo de efectivo para cruzar a Europa”, dijo Ibrahim.
El 27 de febrero de 2014 cruzó el mar Egeo en un bote de goma hacia la isla griega de Samos, junto con otras 18 personas, después de haberle pagado 800 euros a un traficante de personas. “No tenía miedo al lúgubre como el resto del grupo, no tenía nada que perder”, resaltó. Mientras la Primavera Árabe (movimiento social que pretendía una remodelación política en los países de la región) no resultaba efectiva en Siria, Ibrahim desembarcó en Samos, donde permaneció unas semanas hasta ser enviado a Atenas.
Con miles de kilómetros de costa, Grecia y la isla de Samos, en particular, han estado al frente de la crisis de refugiados de Europa. De 2014 a 2020, más de 1.2 millones de personas llegaron al continente, principalmente a través de suelo griego, según la agencia de las Naciones Unidas para los refugiados.
Tras llegar a Atenas, vagabundeó por las calles una decena de días hasta ser ayudado por un compatriota sirio que le presentó a un médico. Angelos Chronopoulos, quien le ofreció una prótesis y la esperanza de un nuevo inicio. “Angelos cambió mi vida. Es como un hermano para mí. La pierna costaría normalmente 12.000 euros, pero la hizo, la pagó de su propio bolsillo y le proporcionó el mantenimiento de forma gratuita”.
Con su nueva pierna y su estatus de refugiado, obtenido en 2015, Al-Hussein encadenó pequeños trabajos para conseguir un hogar y regresar al deporte con su nuevo cuerpo. “Vine buscando una familia, piernas y un nuevo hogar. Y los encontré a los tres aquí. Grecia se convirtió en mi país, no quiero cambiar más”, de ahí su expatriado como griego.
Cinco años después alejado del agua, Ibrahim volvió a sumergirse. Fue en la pileta olímpica de Atenas donde recobraría sus sueños como atleta. “Fue aquí donde comenzó mi historia”, sostuvo Ibrahim. Por aquel entonces, con 15 años, el joven sirio seguía las hazañas olímpicas de Ian Thorpe y Michael Phelps en la capital griega desde su televisión en Dier ez-Zor. Hoy nada en las mismas calles en las que brillaron el campeón australiano y la leyenda estadounidense.
Un buen presente encadenando victorias en competiciones paralímpicas nacionales llevó a Al-Hussein a ser tenido en cuenta por el Comité Olímpico Griego, que para los Juegos de Río 2016 le ofreció llevar la antorcha olímpica a través del campo de refugiados de Eleonas como gesto simbólico en solidaridad con los refugiados del mundo.
En esos mismos juegos se desempeñó como abanderado en el desfile de naciones de la ceremonia de apertura, siendo el primer equipo en marchar por el Estadio Maracaná, y representó al Equipo de Atletas Paralímpicos Independientes en los 50 y 100 metros de estilo libre. La hazaña se había cumplido.
Tras haber nadado mucho tiempo a contracorriente, Ibrahim espera ahora transitar aguas más tranquilas. Se entrena cada día para ser uno de los seis atletas que compondrán el equipo paralímpico de refugiados en los Juegos de Tokio. “No nado por mí. Hay alrededor de 80 millones de refugiados en el mundo. Nado por todos ellos”, reafirmó.