Agustín Zorrilla
La FIFA, desde su nacimiento, tuvo como objetivo la organización de un Campeonato del Mundo. Fue en Barcelona, el 18 de marzo de 1928 y con la firma de Alfonso XIII, rey español, donde se decidió que el primero se celebraría en julio de 1930 en Uruguay, país que ostentaba los títulos olímpicos de 1924 y 1928. España era candidata, pero el peso de los sudamericanos decidió la elección después de que se ofrecieron a pagar todos los gastos de viaje y hotelería para los países participantes.
Para aquel año, pocos meses faltaban para que José Félix Uriburu ejerciera su gobierno de facto al frente de la presidencia argentina, desalojando de su puesto a Hipólito Yrigoyen, causando el primer golpe de Estado en la Nación. En paralelo, el mundo vive bajo las secuelas de la enorme crisis bursátil de 1929 en Nueva York. En India, Mahatma Gandhi conduce una marcha de 350 km hasta el mar desafiando a los británicos, a modo de protesta, contra el monopolio de la sal. Por otra parte, el fútbol –ya establecido en Europa– en Sudamérica ya es algo más que un deporte.
La mayoría de los países europeos decidieron no asistir al evento propuesto por la FIFA.José María Mateos, por entonces seleccionador español, aseguró que aquello era un viaje “impracticable”, tanto por la distancia hasta Montevideo, como por el perjuicio que suponía a los clubes tener que ceder a sus jugadores en pleno campeonato, en una liga recién nacida. La selección española había sido medalla plateada en los Juegos de 1920, mientras que Italia había sido bronce en Ámsterdam dos años antes del primer Mundial. Ni el compromiso por parte de los uruguayos sirvió para que las mejores escuadras de aquella Europa pusieran rumbo al nuevo continente.
Debido a las bajas, la competición redujo el número de participantes de 16 a 13. La idea original fue un torneo por eliminación directa, pero con 13 participantes los organizadores decidieron que los equipos se dividirían en cuatro grupos, a través de un sistema de liga, donde el vencedor de cada grupo se clasificaría para la siguiente fase. Por cada victoria, el equipo ganador se adjudicaría dos puntos, el perdedor ninguno, y en caso de empate ambos recibirían un punto. Los cuatro primeros del grupo pasarían a una fase final, con eliminación directa a partido único, en la que estaba previsto un tiempo extra en caso de empate.
Curiosamente, el sorteo para definir los grupos se hizo cuando todos los participantes desembarcaron a tierra uruguaya. El motivo fue tener la total seguridad de que todos los conjuntos sorteados participarían del Mundial.
Contrariamente a lo que sucede en la actualidad -cuando los Medios destinan gran cantidad de espacio a los mundiales-, la revista El Gráfico solo presentó una nota de una página, titulada “Mañana en Montevideo se iniciará el Primer Campeonato del Mundo”. La tapa, blanco y negro y con el título en cursiva, mostraba a Ángel Bossio, el arquero elegido para defender la camiseta celeste y blanca.
El balón con el que se jugó tenía una costura exterior, similar a las pelotas que utilizan en el fútbol americano actualmente, con lo que hacía peligroso un remate de cabeza. La solución era jugar con boina. Algunos jugadores las rellenaban con papel de periódico o cartón, para darle más fuerza a los impactos.
El Mundial de Uruguay bien se podría llamar el de Montevideo. Es el único que se ha celebrado sólo en una ciudad y faltó muy poco para que únicamente se celebrara en el estadio Centenario. El retraso en la inauguración del gran estadio hizo que se tuviera que jugar también en Pocitos y Parque Central.
La anécdota curiosa fue protagonizada por Ulises Saucedo, quien era el director técnico de Bolivia, pero también fue árbitro durante el certamen. Dirigió el choque entre Argentina y México y en su historial queda que ha sido el único árbitro capaz de pitar cinco penales en un mismo partido mundialista. Luego supo ser juez de línea en cinco, incluyendo el encuentro final entre el anfitrión y el seleccionado argentino.
Aquel partido, el 30 de julio de ese mismo año, fue disputado con dos pelotas diferentes. Esto sucedió a causa de que el certamen carecía de una oficial y cada seleccionado estaba acostumbrado a un tipo de balón; por ende, la FIFA aprobó que cada tiempo se jugara con una pelota distinta. Casualmente, el primero, que fue disputado con el balón propuesto por Argentina, finalizó 2 a 1 a favor del equipo albiceleste, mientras que, en el segundo, Uruguay logró dar vuelta el marcador 4 a 2 con la pelota que la Celeste había presentado.
Raro fue lo que le pasó al mediocampista argentino Luis Monti. Se lo había visto llorar en el vestuario y no era de emoción precisamente. La razón de ello era que los días previos a la final el jugador había sido amenazado con que, si ganaba su país, su familia y él mismo lo sufrirían. Francisco Varallo, compañero del seleccionado, declaró: “Si un uruguayo se caía, él lo levantaba. Monti no debió jugar aquella final, estaba muerto de miedo”. Años después se supo que aquellas amenazas provenían del dictador italiano, Benito Mussolini.