viernes, noviembre 22, 2024

En el clásico de los pecados capitales, quedate con la lujuria

Por Joaquín Arias

Seguramente hayas notado que la inmensidad del Superclásico radica, entre tantos otros ítems, en que es una oportunidad excepcional para crear. Crear un pack televisivo exclusivo para esas casi dos horas, crear previas maratónicas redituables y también activar el ingenio y, en una faceta más frívola, crear memes o, en su versión 2019, stickers, que después funcionarán como los goles que servirán para ganar el otro encuentro, el de las redes.

Tal vez hayas percibido también, o no, que el fenómeno Boca-River es tan grande que usándolo como ejemplo se puede enseñar. ¿Qué ilustra mejor el significado de la pasión que él? ¿Qué suceso grafica tan bien lo cambiantes que podemos ser emocionalmente en solo 94 minutos? ¿Y lo que es una manifestación de masas?

Ahora bien: si de casualidad alguien se te acerca con la curiosidad a flor de piel implorando una clase sobre los siete pecados capitales, ahí va a estar el Superclásico levantando la mano para ofrecerse como ejemplo. Enseñale con el ejemplo, siempre sirve. Acá, algunas ideas.

Empecemos cerquita en el tiempo. El 1° de septiembre la gula y la avaricia chocaron en el Monumental. La ambición y la voracidad de Gallardo y un equipo que afiló los colmillos chocaron con el planteo tacaño de un Alfaro que además de interpretar a un cliente que fue a renovar el plazo fijo, tuvo la mentalidad de un paciente automedicado que fue a salir ileso.

El Boca-River es la envidia de cualquier país futbolero. Claro, porque la revista inglesa Four Four Two (Cuatro Cuatro Dos) lo ponderó como el mejor clásico del mundo o porque ¿cuántas finales internacionales gozaron los uruguayos con un Peñarol-Nacional? ¿Y los brasileños con un Fla-Flu? ¿Y los españoles con el derby? Ninguna.

El superclásico es uno de los terrenos más fértiles para la soberbia. Una muestra de ello la expresan los hinchas –y algunos entrenadores- quienes ubicarán a su club en la cúspide, indefectiblemente, al margen de cómo estén jugando y de los resultados obtenidos en el último tiempo. Siempre habrá excusas y “peros” para una derrota superclásica. Nunca superioridad futbolística del rival. Al menos, de la boca para afuera.

Y ante esa caída, la ira. Si en una de sus cuatro acepciones significa “sentimiento de indignación que causa enojo”, esta se potencia a la enésima en ese partido en el que, como tantos repiten como loros, la palabra derrota no figura en el diccionario. La ira la suscita también que un alienado disfrazado de hincha tire gas pimienta y todo se termine, o que otros barbáricos arrojen piedras a un micro y que nada pueda suceder.

El rostro de la pereza es el de un país entero durante esas casi dos horas en los que la pelota rueda en el Monumental o en la Bombonera. O en el Bernabéu. La pereza, como el superclásico, es sinónimo de sedentarismo, de quietud y de congelamiento del mundo exterior.

¿Y la lujuria? Acá quería que lleguemos. Podría ser que para una Conmebol con tan mala imagen, que de las ruinas haya construido un imperio de 880 mil dólares en Madrid, sea un lujo demasiado exacerbado disponer de otro Boca-River. Pero la lujuria es otra cosa: es eso que pasa cuando un pibe de 21 años nacido en San Fernando, en el marco de los cuartos de final de Libertadores, decide acomodarse, darle la espalda a un colombiano tres años mayor y, ante una Bombonera rebasada, inmortalizar el acto de creatividad y belleza más emblemático de la historia del Superclásico. Tres segundos y algunas décimas le alcanzaron para dominar la Penalty World Stability a unos siete metros de la mitad de la cancha, dar un toque para el lado del arco protegido por Oscar Córdoba y luego enterrar, con la planta del pie y pegado a la línea de cal en la franja derecha de su ataque, la idea de que la inclinación exacerbada hacia la opulencia no siempre es mala.

¿Riquelme empezó a ser Román a partir de ese caño? Quizás su primer gol importante haya sido en el partido de ida de aquella serie ante River, cuando la clavó en el ángulo de Bonano, de tiro libre. Sin embargo, cuesta imaginar que en su despedida del doce del doce, le susurren al oído “que gol le hiciste a Bonano eh”, aunque sí “que caño le metiste a Yepes acá adentro eh”.

Por eso, si tenés tiempo para contarle de un solo pecado capital, agarrá la foto del caño de Riquelme a Yepes y no lo dudes: contale qué es la lujuria.

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