Por Joaquín Arias
Era el minuto 15 del primer tiempo. Las 30 mil personas de traje, corbata y sombrero veían expectantes cómo el wing izquierdo de Huracán, vestido de celeste y blanco, acomodaba la pelota para patear el córner con su pierna derecha. Cesáreo Onzari trató de replicar lo que había practicado desde que supo el nuevo reglamento de la International Board. Ni siquiera sabía si el árbitro estaba al tanto, pero él necesitaba intentarlo. Su botín impactó el balón, viajó por los aires y empezó a caer abruptamente ante la mirada incrédula de los “olímpicos”.
Manuel Seoane era una de las figuras del fútbol argentino. “La Chancha” era reconocido por su lectura del juego y por sus “especialidades”. Así bautizó Dante Panzeri las mañas que hacía. En un texto para el diario La Opinión, el periodista nombró tres: “Enterrarle la gorra en sus ojos al arquero cuando iba a saltar, tenerle el pie pisado antes de que lo hiciera o dejarlo enganchado de la camiseta en uno de los soportarredes de los postes”. Para suerte de Onzari, Seoane era el jugador que estaba al lado del arquero Andrés Mazzali, el único olímpico que no había quedado atónito ante la comba del argentino.
Parecía imposible que unos segundos pudieran eclipsar para siempre todo lo que se vivió en el partido y en la previa. Aunque a decir verdad, era más inverosímil que un simple amistoso entre dos selecciones que solían cruzarse hubiese generado tanto escándalo. La historia había comenzado unos meses antes en Colombes, París, cuando Uruguay derrotó por 3-0 a Suiza y consiguió la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de 1924. La selección charrúa no sólo inscribió su página más grande hasta ese momento, sino que se adueñó del término “olímpico”. Ya no era Uruguay, eran los olímpicos. Y no dieron una vuelta triunfal por el largo y ancho de la cancha, dieron una vuelta olímpica.
Semanas después la acción se trasladó al país subcampeón olímpico, donde se halla la sede de una aún joven FIFA, que promueve una serie de cambios en el reglamento. Tapado por la novedad del offside, un pequeño inciso aclaraba que los goles marcados directamente desde el punto del córner eran válidos. Se envió la notificación a todas las Asociaciones futboleras del mundo, incluida la Argentina. Por la lentitud comunicacional de la década del 20, la información recién llegó para septiembre, mes donde se iban a realizar los amistosos entre la selección nacional y los olímpicos.
El primer amistoso rioplatense fue en Montevideo y se saldó con empate 1 a 1. El segundo encuentro ya tenía fecha: 28 de septiembre en Buenos Aires, más precisamente en el estadio de Sportivo Barracas. El recinto, inaugurado solo unos años antes, era la casa de la selección y de múltiples eventos deportivos. La expectativa era enorme, lo que se confirmó con la venta de 42 mil entradas, cinco mil más que la capacidad original del estadio. Para La Nación, había más de 50 mil personas dando vueltas por la avenida Iriarte y las calles Perdriel y Luzuriaga.
El choque arrancó pero se hacía insostenible por la marea de gente que se agolpaba en las crujientes tribunas de madera. En cierto momento comenzaron a ingresar al campo e impidieron a los jugadores realizar su labor. Los olímpicos, liderados por su capitán José Nasazzi, desconfiaban de las medidas de seguridad y presionaron para que se suspenda el partido, lo que lograron. El cotejo se disputaría cuatro días después, el 2 de octubre, con solo 30 mil entradas a la venta.
Aquella tarde el estadio mostraba su principal novedad. Un cerco que cubría las cuatro tribunas y evitaba posibles invasiones. Al ser un pedido expreso de la delegación visitante este se conoció, en un acto un poco predecible, como alambrado olímpico.
Finalmente el Ministro de Guerra argentino, Agustín Pedro Justo, quien años después sería Presidente de la Nación en una elección no tan justa, dio el puntapié inicial del encuentro. Mientras los jugadores daban los primeros toques, en la tribuna un grupo de periodistas de Radio Argentina, comandados técnicamente por Enrique Susini, comenzaban lo que sería la primera transmisión de un partido de fútbol en el país. Horacio Martínez Seeber y Atilio Casime fueron los encargados de narrar los intensos minutos iniciales, donde reinaba más el juego brusco que los toques. También fueron los que anunciaron al cuarto de hora que Argentina tenía un córner a favor.
Fue en ese momento que todo lo previo quedó en un segundo plano. Los incidentes, el puntapié y el hito tecnológico quedaron sepultados en un ligero olvido cuando el muchacho de ojos negros achinados y de cabello engominado ejecutó el saque de esquina. La pelota bajó a toda velocidad y la “especialidad” de Seoane contra el arquero surtió efecto. Onzari primero miró al referí, el uruguayo Ricardo Varallino. Era común que por camaradería los partidos fueran dirigidos por una terna del país visitante, por lo que también eran comunes las polémicas. Pero Varallino, tal vez recordando aquel párrafo chiquito del reglamento o habiéndose quedado pasmado ante la belleza imposible del tiro, hizo sonar fuerte su silbato y señaló la mitad de cancha.
Como pasa con los grandes hechos, el asombro y la incredulidad duró un largo tiempo, tanto que incluso sobrepasó a lo que ocurrió después en el partido. Muy poco se habló de que la visita empató enseguida, de que Tarasconi puso el 2-1 definitivo para la albiceleste o que el match finalizó antes de lo estipulado entre grescas, fracturas de tibia y peroné y hasta botellazos del público. Onzari también salió lesionado por una patada criminal de José Andrade, pero eso no importaba. No solo le había hecho un gol a los olímpicos, sino que les pudo quitar el término, ya que lo que la prensa dio a conocer como “el gol de Onzari a los olímpicos” después en la jerga popular se abrevió a gol olímpico.
El tanto le cambió la vida al wing izquierdo, que a partir de ese momento vio cómo su fama y carrera despegó. Fue parte del plantel de Boca Juniors en la exitosa gira por Europa en 1925, junto a su cómplice Seoane, y se convirtió en ídolo de Huracán. Aunque quizás llegó a la cúspide cuando fue nombrado en el tango Largue a esa Mujica, escrito por Juan Sarcione y grabado por Carlos Gardel, que se encontraba en la tribuna el día que Cesáreo hizo un gol acorde a su voz.
“Fueron cayendo los vestuarios, desmoronándose las apiladas de ladrillos, y entre el polvo de cal fueron emergiendo los recuerdos. ¿Te acordás? Aquí perdieron los olímpicos uruguayos en 1924. Fue el match más memorable en la historia del fútbol rioplatense”, escribía Ricardo Lorenzo, más conocido como Borocotó en 1942 para El Gráfico. Aquel año se decidió la demolición de la cancha de Sportivo Barracas. En apenas una década pasó de ser el estadio más moderno y próspero de la ciudad a ser un recinto abandonado de un club con un presente mediocre. Una consecuencia del triste devenir del espíritu del fútbol amateur.
Hoy, a un siglo del partido, la esquina de Río Cuarto y Río Limay generalmente está tranquila, sin mucho tránsito y con pocos negocios. Como si los nombres de las calles fuesen a propósito, parece que una corriente de agua se hubiese llevado el recuerdo de lo que fue el estadio más grande del país, aquel donde se encontraba el arco en el que se convirtió el primer gol olímpico, el arco donde Cesáreo Onzari logró la primera gran hazaña de la selección argentina.