Por Agustín Heredia
Es la tarde del 24 de mayo de 1964. Perú atraviesa una difícil situación desde lo social y lo político. Una crisis golpea al país por la constante suba de precios, en especial en los alimentos, y las constantes movilizaciones de la sociedad durante la presidencia de Fernando Belaúnde Terry, electo hace apenas nueve meses. Pero la realidad no le impide a Jorge Alberto Vila, un niño de apenas siete años, ir al Estadio Nacional de Perú junto a su padre Zacarías y a su tío, Aldo. Las cuatro horas que separan Ica, la ciudad donde viven, de Lima no son motivo para perderse el Perú vs Argentina en busca de la clasificación a los Juegos Olímpicos de Tokio 1964.
Eterno fue ese viaje en colectivo para Jorge, un chico que ansiaba ver el partido. Cuatro horas de mirar por la ventana y buscar algún entretenimiento. A las ocho de la mañana emprendieron el viaje. La idea de Zacarías era llegar a Lima a la hora del almuerzo. Y así fue. Aquella mañana, el clima limeño amaneció repleto de nubes grises y con una garúa molesta e intermitente. Parecía transmitir ciertos aires de tristezas, casi que precediendo lo que sería uno de los días más tristes pero menos recordados de la historia peruana. Ese domingo se presentaba como un día festivo con el partido de la selección como eje principal.
Ya almorzados, Jorge y su familia partieron camino hacia el estadio. Con entrada en mano, rechazaban a los cientos de hinchas que revendían sus entradas en las inmediaciones. Tribuna de occidente, sector medio, fue el lugar elegido por los iqueños. Luego de varias horas sentados en un colectivo, por fin estaban en el imponente Estadio Nacional del Perú que albergaría a un poco más de 47 mil espectadores, según registros oficiales. Algunos hinchas calculaban unos 53 mil por el poco espacio que había.
Ya estaban todos reunidos en una tarde que pasó de nublada a soleada. En unas pocas horas, el clima triste pasó al sol que irradiaba cierto regocijo. Las alegrías se transformaron en nervios a las 15:30, cuando el silbatazo del árbitro uruguayo Ángel Eduardo Pazos se escuchó en la cancha. Argentina se puso en ventaja a los 60 minutos con el gol de Néstor Manfredi luego de un tiro de esquina desde la derecha.Cinco minutos faltaban para el final del partido cuando se desató el infierno. El réferi anuló el empate 1 a 1 de Perú, convertido por Victor “Kiko” Lobatón, que los acercaba a la clasificación a los Juegos de Tokio 1964. De los gritos de gol a los gritos de groserías. La gente se volvió loca y enfureció. Volaba cualquier objeto que los hinchas tenían a mano.
En el medio del disturbio, ingresó Víctor Melasio Campos, también conocido como “El negro bomba”, con la intención de golpear al árbitro. La policía lo retiró de buena manera. Pero lo mismo no ocurrió con Germán Cuenca, otro hincha que entró con las mismas intenciones. La policía liderada por el comandante Jorge de Azambuja soltó a los perros para que lo atacaran y la gente terminó de estallar. Los Vila se encontraban encerrados en una olla a presión. Estaban paralizados. Los almohadones para sentarse que recibieron los hinchas en la entrada volaban prendidos fuegos. Jorge miraba sin respuesta alguna cómo caían cerca del árbitro y de la policía. La reacción fue inmediata cuando las bombas de gases lacrimógenos aterrizaron en las tribunas, tras la orden del comandante de Azambuja.
El humo de las bombas no dejaba respirar. Las bocas de entradas se volvieron una acumulación de personas. Jorge se metió por el túnel que desembocaba a las escaleras. La gente bajaba corriendo hacia las salidas, en busca de aire. La desesperación nublaba la visión. Empujones y corridas parecían pasar en cámara lenta alrededor de Jorge. De fondo, los gritos de ayuda que quedarán inmortalizados en la memoria de los presentes. Sin pensar, Zacarías tomó del brazo a su hijo y a su primo para llevarlos hacia la salida. Aldo lo convenció de subir a la tribuna para tomar aire. Una decisión que les salvó la vida. La desesperación no lo abrumó para querer bajar hacia la salida, que estaba cerrada.
En esos tiempos, los hinchas que no podía entrar a los partidos debido a la mala situación económica del país tenían una costumbre: la “segundilla”. Consistía en ingresar durante los últimos 15 minutos, cuando los guardias abrían las puertas para la salida de los hinchas. Aquella tarde el Estadio Nacional del Perú estaba tan rebalsado que nunca se abrieron las puertas para evitar la “segundilla”.
Alrededor de tres horas estuvieron Jorge, Zacarías y Aldo en la parte superior de la tribuna de occidente. Vieron una infinidad de personas bajar esas escaleras. Destinados a la tragedia y a un desenlace mortal. En las afueras, las aguas no se calmaban. Al contrario, la desesperación y la violencia crecían. Luego de horas, las puertas se abrieron. Algunas con ayuda de los rescatistas y otras por la presión de los cuerpos. A lo lejos se escuchaban tiros y estruendos. De fondo algunas sirenas de ambulancias y policías, casi que tapadas por los gritos pidiendo auxilio.
Los jugadores habían ingresado al vestuario cuando el duro accionar policial había comenzado. Héctor Chumpitaz, capitán de aquella selección peruana con 21 años, relata en primera persona cómo se vivió la tragedia desde el lado de los jugadores: “Fuimos directo al vestuario y pusimos una mesa para ver por la ventana del lado de afuera. Veíamos cómo la gente corría y quemaba los patrulleros. También escuchamos tiros y muchos estruendos. Nunca había sucedido algo así”.
La hora de afrontar la verdad había llegado para Jorge y sus dos familiares. Las puertas ya estaban abiertas y tenían que salir. La situación afuera no era la mejor. Los sonidos anticiparon lo que en minutos verían. Los que lograron salir buscaban una especie de venganza por aquellos que ya no estaban. Incendiaron cualquier cosa que se les cruzara. Autos, edificios y hasta iglesias. Otros volvían a entrar en busca de una luz de esperanza para encontrar a sus seres queridos que no habían salido.
De la mano de su padre y de su tío, Jorge logró salir del estadio. Ya eran alrededor de las siete de la tarde y había caído la noche. Sumado a que se había cortado la luz, la salida fue en completa oscuridad y con pañuelos en la boca. Pisando los cuerpos que estaban en el piso. Ya en la salida, afrontaron los disturbios, pasando entre medio de botellas y bombas lacrimógenas que seguían volando en cielo limeño. Una experiencia traumática. Sobre todo para un niño de apenas siete años, shockeado por presenciar el suceso que más muertos dejó en una cancha de fútbol, con una cifra de 328 muertos y más de 500 heridos.
No todos fallecieron dentro del estadio por asfixia. Mientras Jorge, Zacarías y Alldo escapaban en colectivo del infierno que se había convertido Lima, la policía continuaba con la represión y la mano dura. Varios muertos y heridos fueron encontrados con balazos en sus cuerpos.
La prensa llegó lo más rápido posible al estadio para dar cobertura de lo ocurrido. Las tapas de los diarios latinoamericanos del lunes 25 de mayo incluían la noticia de la tragedia. La Prensa, uno de los más importantes de Perú en los años 60, mostró al menos una noticia en su tapa hasta el 28 de mayo. Luego, desaparecieron de la tapa y pasaron a estar dentro del diario, dando a entender que tenían una importancia menor. Las noticias de la tragedia regresaron a la tapa de La Prensa por única y última vez el 1 de junio y trataban la pérdida del cadáver de un fallecido dentro del estadio.
La poca visibilización de la prensa ayudó al olvido. También fue fundamental el papel de la justicia. El juez Benjamín Castañeda, no hizo justicia por las 328 víctimas. El único que tuvo condena fue el comandante de la policía Jorge de Azambuja, quien dio la orden de lanzar los gases lacrimógenos, sentenciado solo a 30 meses de prisión. Por otro lado, el ministro de Gobierno y Policía, Juan Languasco de Habich, negó el uso de bombas lacrimógenas. Cuando se demostró lo contrario, decidió renunciar a su cargo de ministro.
Hoy, la tragedia del Estadio Nacional del Perú es olvidada por la sociedad peruana. Muchos actores y acciones tienen que ver con esto, desde el accionar de la justicia hasta la visibilización de los medios. En la familia de Jorge Alberto Vila siempre estará presente porque él lo cuenta y mantiene esa ingrata experiencia en su mente, como pasa en muchas de las familias de los sobrevivientes. Pero todo lo contrario pasa en la mayoría de los peruanos. Parte de responsabilidad la tiene el Estado de Perú. A casi 60 años no se conmemora nada que recuerde a las víctimas. Tampoco hay una placa en las inmediaciones del Estadio Nacional del Perú que ayude a la memoria de los que lo visitan. En el aniversario 50, sin más, el estadio fue alquilado para que se realice un recital de reggaetón.