sábado, octubre 4, 2025

El pibe bandido que materializó sus sueños

Por Lautaro Paez

De chico, Wenceslao Mansilla parecía tener el camino torcido. Su primera pasión había sido el fútbol, siempre soñó con ser un futbolista profesional, pero lo que más lo atraía no era la pelota sino la pelea. Era un adolescente conflictivo, con carácter explosivo y propenso a meterse en líos. En las calles encontró el ring antes de conocerlo en los gimnasios, se peleaba seguido, defendía a sus amigos en boliches sin medir las consecuencias. Hasta que el boxeo apareció como un refugio inesperado. Ahí, entre guantes y sogas, descubrió una disciplina que lo ayudó a dominar sus impulsos y a canalizar esa violencia que amenazaba con devorarlo.

En esos años oscuros también tuvo un compañero fiel: su perro Peligro. Lo acompañó en los momentos más difíciles, cuando parecía que todo estaba en contra. Mansilla siempre recuerda que aquel animal fue su primer mejor amigo, el que le dio compañía cuando más la necesitaba. Cuando murió, decidió llevarlo siempre con él, utilizó a Peligro como su apodo y bautizó a su equipo con ese mismo nombre.

La vida no se la hizo fácil. Trabajó de albañil, soportó días de sol inclemente, noches de cansancio y jornadas de 12 horas. Aun así encontraba fuerzas para entrenar. Peleó en escenarios imponentes, conoció países de primer nivel como Francia, España, Estados Unidos y Canadá, entre otros. Vivió derrotas que lo pusieron en un pozo sin fin y victorias que lo hicieron soñar en grande. Una de las imágenes que más lo marcaron fue posar con la bandera del “Team Peligro” frente a la Torre Eiffel, sin poder creer que ese chico rebelde del barrio había llegado tan lejos gracias al boxeo.

Pero ninguna pelea lo marcó tanto como la que libró afuera del cuadrilátero, la relación con su madre, Estela durante años, estuvo marcada por la distancia y los desencuentros. Sin embargo, todo cambió cuando a Estela le diagnosticaron cáncer. “Wensy” y su hermana estuvieron a su lado, acompañándola en cada etapa de la enfermedad. Fueron 34 días intensos, de cuidados, charlas, risas y silencios que permitieron una reconciliación que parecía casi imposible. El dolor de su partida llegó demasiado pronto, pero también dejó en él una enseñanza imborrable, la posibilidad de sanar vínculos cuando todo parece perdido.

Su abuela de Buenos Aires también fue un pilar importante, a ella le regaló sus primeras medallas, como si cada victoria no le perteneciera solo a él, sino también a esa mujer que lo sostuvo desde el afecto más puro. Hace apenas unas semanas, esa presencia también se apagó, falleció apenas cinco días antes de una pelea clave en su carrera.

El viernes 12 de septiembre, Wenceslao volvió a subirse al ring después de casi 5 meses. En los papeles, era un combate más, pero en realidad fue uno de los más significativos de su vida. Por primera vez no subió nervioso. Llevaba en su pantalón los nombres de su mamá y de su abuela, como un modo de hacerlas presentes en la pelea. Esa noche derribó tres veces a su rival y se quedó con una victoria contundente. Pero el triunfo verdadero estuvo en otro lado, en el instante en que su hermana, al ver los nombres en el pantalón, rompió en llanto. Era la certeza de que Wenceslao no peleaba solo.

A los 39 años, el boxeador paranaense entiende que su historia no se mide solo en estadísticas. Cada golpe, cada caída y cada regreso fueron parte de un recorrido mucho más íntimo, el de reconciliarse con su madre, el de agradecerle a su abuela, el de recordar a su perro Peligro, el de encontrar en el boxeo una forma de transformar el dolor en fuerza. Esa noche de septiembre fue quizás la pelea más emotiva de su carrera, no por el nocaut, sino porque subió al ring con el corazón lleno de nombres, memorias y lealtades que lo acompañarán para siempre.

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