viernes, octubre 18, 2024

Adiós, Nadal: Rafael ya no regresará 

Por Matías Besana

Cuando Rafael Nadal era un niño, su tío Antonio lo engañaba. Alumno y profesor miraban partidos retransmitidos en la televisión y Toni siempre anticipaba el desenlace: un hechicero que, en los torneos, podría orquestar una lluvia fugaz si preveía una derrota. No había de qué temer: con su maestro presente, él era invencible. El tiempo, las madrugadas castigando las pelotas hasta escuchar sus súplicas, transformaron a Rafael en el mago: un diestro que empuña su raqueta con la zurda. Un ilusionista que despierta ilusiones. Sin embargo, “toda historia tiene un principio y un final”, comprobó, con dolor, el mallorquín, quien escribirá su epílogo en las Finales de la Copa Davis, a partir del 19 de noviembre en Málaga. 

Jamás rompió una raqueta Rafael Nadal. Nunca se excedió de un amague esporádico en sus 1080 victorias. Tampoco, en sus 227 derrotas: felicitó al rival en sus ocho finales perdidas de Grand Slam (cuatro en el Abierto de Australia, tres en Wimbledon y la restante en el US Open). “Mi idea era fácil de trasladar, lo difícil era aplicarla”, explicó su tío y formador, Toni Nadal. El mensaje a su sobrino era conciso. El trabajo duro marca la diferencia y las excusas no son válidas:  “Cuando te pregunten: ¿Por qué has perdido?, la razón es muy simple ´Porque el otro es mejor´”. Un ejemplo práctico. El manacorí ganó el campeonato Alevín de España (Sub 12). En la cena familiar, de festejo, Antonio le presentó a su pupilo la lista de los últimos 25 ganadores del torneo: solo seis llegaron a ser profesionales. “Quería relativizar el éxito”, argumentó, porque “un buen principio no garantiza nada”. 

Carlos Moyá, campeón del Abierto de Francia, número uno del mundo en 1999 y compañero de Nadal a partir de 2017,  conoció a “La Fiera”. ¿Firmarías terminar tu carrera con mis logros?, preguntó el mallorquín. “No”. “Yo no firmo nada”, aseveró el hoy ganador de 22 Grandes. Hasta entonces, no había jugado ni uno. Tenía 15 años. Fue un acierto: con 19, en la edición 2005, debutó en Roland Garros y levantó la primera de sus catorce Copa de Mosqueteros. Meses más tarde, en Shanghai, ya escolta de Roger Federer en el ranking masculino, se encaminó al restaurante del hotel de bermudas, largas, anchas, sus favoritas. Su jefe de prensa le advirtió que “hay que ir con pantalones largos al comedor” y añadió, “aunque a ti te lo permitirán”. Toni reprobó: “Sube y cámbiate”. Luego, lo llamaría un principio de autoridad: “Si a un muchacho, por triunfar, le das carta blanca a los 17, lo normal es que a los 24 sea un imbécil”. Su sobrino cumplió. 

Toda su vida, Rafael patinó sobre polvo de ladrillo. Desde los cuatro años, manchó sus medias de naranja: derrapó por Montecarlo (11 campeonatos), conquistó Madrid (4) e imperó durante un decenio en Roma, más inviernos que el soberano Tito, deificado en épocas de antaño. En la arcilla, el balear registró 63 títulos y 51 derrotas. Triunfó en catorce ediciones de Roland Garros: París lo acogió. Sonrió con su sonrisa; premió su sacrificio, cada corrida de lado a lado de la cancha; valoro sus gotas de sudor; se deleitó con su drive de pelota alta, pesada, a mil revoluciones: el golpe que detestó Federer, su amigo, su gran rival. El método con el que  repitió 112 veces la melodía: Jeu, set et match, Nadal (Juego, set y partido). Perdió cuatro duelos en la cancha: dos ante Novak Djokovic, el serbio de físico prodigio que ganó 24 Majors y le arrebató muchos de sus récords, contra el sueco Robin Soderling en 2009 y frente a Alexander Zverev en 2024, su última función: su Waterloo. 

Las paredes de la Philippe Chatrier, el escenario principal del predio Roland Garros, enseñan:  “La victoria pertenece al más obstinado”. Explican la supremacía del español: su tenacidad también le permitió traspasar las fronteras del tenis, romper el mito de las superficies. Cumplir su sueño. En la final de las finales: Wimbledon 2008. “A mi me gusta jugar más en pista cubierta o en hierba que en la tierra”, tenía 16 años, era octubre de 2002. No obstante, Federer dominaba en el césped, el tenis: era la imagen del deporte. Estilizado, de derecha incontenible y revés irresistible, el suizo era el rey a destronar. La tercera fue la vencida: tras dos definiciones perdidas, el líder de las canchas lentas asaltó el Court Central del All England Lawn Tennis and Cricket Club, de Londres. El gladiador evolucionó sus armas: ajustó su juego, se volvió agresivo, ganó por 6-4, 6-4, 6-7, 6-7 y 9-7. Alcanzó la cima del ranking mundial. “Él deseo más el triunfo”, se lamentó Federer posteriormente. 

En el transcurso de su vida, se amigó con los golpes, convivió con las magulladuras, para seguir jugando al tenis. Padeció 18 lesiones de la temporada 2009 hasta que sus músculos se rindieron. Tendinitis en ambas rodillas, problemas en sus muñecas, dolores crónicos en el pubis, el abdomen, el codo y los tobillos, fastidiaron su cotidianidad en el circuito. Cuando el dolor menguaba, brillaba: ganó el Abierto de Australia en 2009 y el US Open al ejercicio siguiente. Con 24 calendarios, completó la carrera de Grand Slam. 

Nadal pagó el peaje: el dolor. Luchó contra los mejores y contra su cuerpo. Batallo a su ego. Cuando no había nadie para superar, Antonio no bajó la exigencia: “¿Sacando, qué número del mundo eres?”, le consultó. “El 50 o por ahí”, contestó Rafael. “¡Qué dices! Hay más de cien que sirven mejor que tú”. Su tío exageraba, creía, que “es preferible cuantificar la crítica que aligerarla”. Ambos separaron sus caminos en 2017, tras dos años sin éxitos rutilantes. 

Profesional a partir de 2001, Nadal jamás traicionó a su filosofía: jugar una pelota más. Intentar hasta lo imposible. Terminó la temporada 2021 fuera de las grandes citas,  luchando contra el síndrome de Müller – Weiss en el pie izquierdo (lesión degenerativa que lo acosaba desde 2005). Su futuro era incierto. La palabra retiro acechaba, pero, él siempre la evadía: Melbourne era un infierno. Pelota a pelota, el ruso Daniil Medvedev explotaba la frescura de más de una década de juventud. Sudoroso, el superhéroe español lucía humano, débil. Estaba al servicio con el marcador 2-6, 6-7, 2-3 y 0-40, el resurgimiento existía solo en su cabeza. Durante cinco horas y 24 minutos, batalló. Derramó lágrimas de bicampeón en Australia. Burló a las casas de apuestas, que le habían asignado un 4% de probabilidad de triunfo, tras la segunda manga. Revivió. 

“Es la mayor hazaña de su carrera”, aseguró Marc Lopéz (juntos ganaron la medalla dorada en dobles en Río de Janeiro 2016). Sin embargo, aún faltaba una noche más. Nadal llegó a París lesionado. Abrazo a Roland Garros por decimocuarta vez. Con el pie anestesiado, dormido: sin sentir. El noruego Casper Ruud, la víctima que cayó por 6-3, 6-3, 6-0, lo describió: “Lo vi al día siguiente y estaba con muletas. No podía caminar”. Fue la última gran noche: la del número 22. 

Al final queda el vacio. “Siempre he deseado que este momento no llegará”, lamentó Federer (retirado en la Laver Cup 2023), pero todos los días llegan: no hay mortal, que frene el tiempo. Aún subsiste Novak Djokovic, su mayor adversario (disputaron 60 partidos y Nole se adueñó de 31). “Tu legado vivirá por siempre. Has inspirado a millones de niños a jugar al tenis”, firmó el serbio. Carlos Alcaraz es uno de esos niños. 

La historia terminó. Otros valientes escribirán nuevas y, quizás, su prólogo se refiera a Rafael Nadal.

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