sábado, octubre 12, 2024

Dorothy Boadle: una vida ligada al césped

Por Augusto Papasidero

Verde por donde se mire. El pasto tan saturado, que encandilaba como el cartel de neón de alguna pizzería porteña, y las flores rojizas aromatizaban la llegada de la “Niña” Boadle. Ahí, en una quinta de la Avenida Alvear -entre Rodríguez Peña y Callao- nació la primera argentina (hombre o mujer) en jugar un partido de Wimbledon; un 12 de diciembre del 85.

1885. Era Argentina, pero parecía Inglaterra. Ella se llamaba Dorothy, sus hermanas Winnifred y Marjorie, y su padre Thomas Scott. La cuota argenta la aportaba su madre: Leonora Damasia. Clase alta, sin dudas. Un viaje directo desde la panza de Leonora a Alvear, y de ahí para Suiza. 

Un colegio de señoritas era tradición en la educación de los Boadle. Dorothy pasó su niñez y juventud metida en esa institución. Una postal. En los veranos el sol rejuvenecía el color del césped y bronceaba aún más la piel anaranjada de la pupila. Durante el invierno la nieve cubría como un acolchado los techos de teja y enblanquecía los pétalos de las rosas. A Dorothy le encantaba. 

En alguna escapada practicaba el deporte que era furor en Europa. Junto a Winnifred se buscaban algún tiempo para pelotear con esas primeras raquetas de madera, de mango largo y cabeza corta. Así pasaron años y años. 18 en total. Pegó la vuelta y en Argentina no había rival que estuviera a su altura. 

Se estableció en Flores -como no podía ser de otra manera-, ya había cumplido con los estudios; solo le quedaba jugar. La rubia se empezó a hacer un nombre. Su padre (lejos de dormirse) comenzó a impulsar el tenis en el ámbito nacional. Organizaba algún torneito, entrenaba a su hija y fomentaba el deporte entre la gente con la que se codeaba, los más ricos de Buenos Aires. 

En el verde de las canchas de Hurlingham dio a conocer su juego. Lento pero inteligente. Pegaba la derecha paralela rasante a la red y en su revés, quizás sin saberlo, manejaba un top violento que le permitía defenderse de cualquier pelota. Sacaba de abajo, como de costumbre en la época. 

El pasto era su segunda casa. Con el mismo apellido se juntaron la mejor jugadora argentina del momento y el mayor benefactor del deporte en el país. Resultado: el campeonato sobre césped en Argentina comenzó a llamarse “Copa Boadle”. 

Una cosa llevó a la otra y se apareció en Wimbledon en 1907. Al lado de su nombre una bandera británica, ella argentina. Por si no era suficiente las tres hermanas se presentaron en esa edición, todas con el pasaporte de Reino Unido; de ahí el error en su nacionalidad. De visitante, pero en la pradera se sentía segura. 

12 años reinó en el tenis local. Pero el nivel de Wimbledon era el nivel de Wimbledon. Dorothy perdió contra la inglesa A. G. Ransome en sets corridos y las Boadle se despidieron con puras derrotas. Cruzando el charco era imbatible, ganó ocho veces el Campeonato del Río de La Plata, a la quinta le dieron para que se quedara con ella la copa donada por Miguel Alfredo Martínez de Hoz, esa que tuvo por siempre en la mesa ratonera de su casa.

1910. All England Lawn Tennis and Croquet Club. Ahora sí, Dorothy Boadle (ARG). De tanto tenis acumulado las raíces casi que crecían debajo de sus zapatillas blancas. Y se dio. Se dio la primera victoria argentina en el torneo más antiguo de la historia: a L. Flemmich por 9-7 6-4 en segunda ronda. Con esa victoria fue vista como una de las mejores 16 de la época. 

Aurea Edgington amargó la fiesta ganándole en la siguiente instancia, igualmente la historia ya estaba marcada. Desde las rosas de Wimbledon Dorothy retornó como una campeona, por más que no estuvo ni cerca de llevarse el trofeo. 

Decenas de mujeres (y hombres) fueron enterrados por su tenis en los siguientes años. A Inglaterra no volvió, pero sí se fue para Francia. Tuvo el honor de ser la única argentina en jugarle un mano a mano a Suzanne Lenglen, esa que hoy en día da nombre a una de las canchas más reconocidas del mundo. Mejor no adentrarse en el resultado (6-2 6-1). 

Entre tanto tenis el británico Philip Brown pudo hacer un hueco en el deporte para conquistarla. ¿Dónde se iban a casar?, obvio en el Hurlingham Club, con las pistas de césped de fondo. Brown solo la tenía a ella. Dorothy -directa- le dijo que no vaya a la fiesta del casamiento, total no conocía a nadie más.

La pelotita blanca se fue transformando en un hobbie. Ya no era su vida, aunque seguía presente. Tuvo dos hijos, parece que el padre eligió un nombre y la madre el otro: Michael y Nora. La familia se mudó a una finca en Mendoza, la cancha de tenis infaltable en el patio. 

Hasta los 80 peloteó con amigos. Les prestaba las raquetas Slazenger con las que había jugado competitivamente hace bastante tiempo. Cuando cumplía años los celebraba haciendo una mortal, estaba todo el día dándole al ping-pong y por las mañanas metía unas largas caminatas por los paisajes mendocinos. En su casa pocos trofeos, había fundido la mayoría de ellos por necesidad, una fuerte sequía la había dejado con poco dinero para afrontar alguna mala temporada. 

Alzheimer. Empezó a padecerlo en los últimos momentos de su vida. Caminaba entre el rosedal de su patio preguntándole cosas a Philip, nadie respondía. Philip había muerto hace algunos años. En una de esas travesías la espina de una rosa se le clavó en el brazo. Ella no le dio importancia. 

A las semanas ya no sentía la extremidad. Se le había paralizado. La situación empeoró y -otra vez- en búsqueda de su difunto esposo llegó el instante en el que su corazón no aguantó más. Su cuerpo cayó ese viernes 5 de febrero de 1972 sobre la huerta de duraznos. El pasto saturado y las flores rojizas aromatizaron la despedida de la “Niña” Boadle.

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