Por Franco Volpe
La caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, marcó el fin de una época. Aquella pared de hormigón, alambre y torres de vigilancia que durante 28 años partió en dos a Berlín, también dividió a Alemania en todos los aspectos, incluso en el fútbol. Tras la Segunda Guerra Mundial surgieron dos países y, con ellos, dos maneras de entender el deporte: la República Federal Alemana (RFA), en el oeste, y la República Democrática Alemana (RDA), en el este. Cada una formó su propia liga, su federación y su selección nacional.
En medio de esa disputa llegó la Copa del Mundo de 1974, jugada, precisamente, en Alemania. El destino, o tal vez un sorteo con tintes políticos, quiso que ambos equipos quedaran en el mismo grupo. En la última fecha del Grupo A, el 22 de junio, Alemania Federal, anfitriona del torneo, debía enfrentarse con Alemania Democrática. Era un partido irrepetible y cargado de tensión.
El cielo de Hamburgo acompañaba el clima político, una llovizna constante caía sobre el Volksparkstadion, casa del Hamburgo SV, con capacidad para 60.000 espectadores. Los hinchas debieron pasar hasta siete controles de seguridad antes de llegar a sus asientos. El Estado temía que aquel encuentro encendiera el conflicto político. Helicópteros sobrevolaban el estadio, perros rastreadores revisaban los alrededores y francotiradores vigilaban desde los edificios cercanos.
En lo futbolístico, Alemania Federal era claramente la favorita. Contaba con una base casi completa del Bayern Múnich tricampeón de Europa y estaba comandada por Franz Beckenbauer, uno de los mejores jugadores del planeta. Venía de ganar sin complicaciones sus dos primeros partidos, 1-0 a Chile y 3-0 a Australia, resultados que ya le aseguraban el pase a la siguiente ronda.
Del otro lado, Alemania Democrática, sin figuras de renombre, pero que también llegaba clasificada, luego de vencer 2-0 a Australia y empatar 1-1 con Chile. Lo que se jugaba aquella tarde en Hamburgo iba mucho más allá de los puntos, era una cuestión de ideología política y orgullo.
Desde que el árbitro uruguayo Ramón Barreto dio el pitazo inicial, el anfitrión dominó el juego y tuvo varias situaciones claras, como un disparo de Wolfgang Overath al palo a los 39 minutos. En la segunda mitad, Alemania Democrática apostó al contraataque, con un fútbol más físico que vistoso.
El cansancio y la frustración empezaron a apoderarse del equipo federal. Las imprecisiones en los pases, los tiros fallidos al arco se multiplicaban, y los hinchas comenzaron a impacientarse, pues no podían entender cómo su poderoso equipo no lograba doblegar a un rival considerado inferior.
A once minutos del final, cuando el empate sin goles parecía sellado, llegó el golpe. Alemania Democrática lanzó un contragolpe letal. Erich Hamann envió un pase largo al borde del área, donde esperaba Jürgen Sparwasser. El delantero controló, eludió a dos defensores y definió con un disparo a media altura que venció a Sepp Maier.
La República Democrática Alemana se quedó con el duelo ideológico en el primer y único enfrentamiento oficial entre ambas Alemanias. La derrota, sin embargo, no impidió que la República Federal Alemana se consagrara campeona del mundo unas semanas después, al vencer por 2 a 1 a Países Bajos.
En una época en la que el mundo estaba dividido, el fútbol demostró que existía otra forma de enfrentarse: sin armas ni violencia, con una pelota en el medio. Incluso con dos sistemas de gobierno opuestos, el deporte fue capaz de unir, por un instante, lo que la política había separado.



