Por Serena Pettovello
“Primero lo creés, después lo creas” dicen las portadas de los cuadernos en blanco que Diego Placente les obsequió a sus dirigidos de cara al Mundial Sub-20. Para que no se olviden de quiénes son. Para que puedan permitirse soñar cuando nadie los mira. Para que no se pierdan a ellos mismos cuando llegue el éxito.
En un mundo de inmediatez, plagado de aparatos electrónicos y de sentimientos efímeros, Placente los alienta a dejar plasmado todo lo que vivieron y continúan viviendo en este Torneo. Un obsequio simbólico para que puedan expresarse libremente sin miedo a ser juzgados: para que se visualicen campeones, sosteniendo una copa y corriendo a abrazar a mamá. Y. también, para que se permitan sentir miedo e incertidumbre, para que aprendan a convivir con eso que los hace humanos.
Tras recorrer un largo camino que, según los propios jugadores, los ha convertido en familia, el técnico de la selección argentina, que se encuentra a un paso de la gloria eterna, ya ha logrado su cometido: formar personas.
El próximo domingo jugarán la final ante el seleccionado de Marruecos. Quizás los cuadernos estén a punto de llenarse de promesas y de sueños que reflejen su ansiedad. Tal vez guarden algunas hojas en blanco para relatar los festejos y ese partido final o en el peor de los casos, queden vacías por la tristeza de haber estado tan cerca sin conseguirlo. Pero con la certeza de que han hecho todo lo que estaba a su alcance para lograrlo.
Resulta que, en 2016, cuando la Selección Sub-20 estaba disputando el Torneo L’Alcudia en España, y aunque probablemente sin cuadernos, también se compartía esa ilusión por la gloria. Si bien no llegó ese año, uno de los jóvenes que integraban ese plantel acabaría alcanzado el máximo éxito futbolístico. Porque, batallando con las mismas preguntas y dudas, e impulsado por esa ambición de ganar, hace nueve años, el equipo contaba con quien se convertiría en uno de los que fueron titulares en la Argentina campeona del mundo en 2022: Lautaro Martínez.

Lo curioso es que este seleccionado iba a comenzar a escribir su historia ante el mismo rival con el que ahora la cerrará el equipo de Placente: Marruecos. Sin embargo, el partido fue suspendido. Quizás las primeras páginas de esos hipotéticos cuadernos hubieran sido llenadas con palabras de decepción porque les habían arrebatado el debut, o con el optimismo bilardista de: “ganar es ganar”, incluso si el rival no quiso presentarse.
Sucedió que el acto inaugural de aquel torneo que se disputó en Valencia contó con la presencia de niños saharauis que desplegaron con orgullo su bandera y, si bien estaban disputando una competencia infantil paralela a la que habían sido invitados por una ONG, representaban a un país que Marruecos no reconoce. Además, según la delegación marroquí, habían silbado cuando se escuchaba su himno, por lo que la Federación les ordenó a sus futbolistas retirarse de la competición sin haber alcanzado a jugar. Una vez más, el fútbol quedaba opacado por conflictos internacionales.
En este caso, por el del Sahara Occidental. Un territorio de casi 270.000 kilómetros cuadrados principalmente de arena y casi inhóspito que es el objeto de una disputa territorial desde la década de los 70, entre Marruecos, que reclama a esta zona como propia, y el Frente Polisario, que defiende su independencia.
¿Qué habría escrito ese futuro campeón del Mundo en un cuaderno en blanco al enterarse que su debut en el Torneo no iba a ser como lo había planeado? ¿Imaginaría que la gloria tardaría en llegar, pero lo haría de forma épica?
De lo único que se tiene certeza es de que, como insinuó Diego Placente en la portada de esos pequeños cuadernos, creer en uno mismo es el primer paso para crear la propia historia. Porque, para consagrarse, también hay que fallar, aprender y seguir escribiendo.