martes, octubre 14, 2025

“Gano la maratón o me recoge la ambulancia”: la promesa que llevó a Juan Carlos Zabala a la gloria olímpica

Por Merlina Lichtenstein

El Ñandú Criollo, huérfano de Marcos Paz, desafió la pobreza, recorrió el mundo y el 7 de agosto de 1932 hizo flamear la bandera celeste y blanca en el mástil olímpico de Los Ángeles. Con apenas 21 años, ganó el maratón con récord olímpico —2h31m36s— y se convirtió en un símbolo de coraje y sacrificio.

Huérfano de padre y madre, el rosarino Juan Carlos Zabala, nacido el 11 de octubre de 1911, fue criado en el Hogar Escuela Ricardo Gutiérrez de Marcos Paz, en la provincia de Buenos Aires. Allí, entre trabajos duros y largas caminatas, forjó la resistencia que más tarde lo llevaría a la historia. Alejandro Stirling, el entrenador que lo descubrió, vio en aquel adolescente menudo un potencial único: piernas veloces, corazón indomable y una fe que no conocía límites.

Los primeros éxitos en las pistas porteñas lo llevaron a Europa en 1931. La Nación organizó una colecta para costear el viaje y allí, en Berlín, enfrentó al mítico Paavo Nurmi. “Estoy muy satisfecho por todo, después de un viaje tan largo no podía pretender más”, dijo tras llegar tercero en los 10.000 metros ante el finlandés que dominaba el fondo mundial. Poco después, en Viena, demolió el récord mundial de 30 kilómetros en pista y debutó en maratón en la ciudad de Kosice con una victoria épica bajo lluvia y frío.

Con apenas 20 años viajó a Estados Unidos para aclimatarse a los Juegos Olímpicos de 1932. En las semanas previas ganó pruebas en Nueva York y Chicago, pero también abandonó una carrera en Los Ángeles por ampollas y calor. Nadie imaginaba que ese muchacho de apenas 56 kilos y sonrisa permanente estaba gestando la hazaña más grande del atletismo argentino.

El 7 de agosto, ante 80 mil personas, Zabala largó el maratón olímpico en el Memorial Coliseum con la audacia que lo caracterizaba. “Voy a demostrar que puedo largar en punta y ganar. Los que quieran, que me sigan… llegarán después o se rompen”, había desafiado a los cronistas. Salió rápido, soportó la presión de los finlandeses y británicos y, pese al dolor en una rodilla, recuperó la punta a pocos kilómetros de la meta. “Quería ganar, llegar primero costara lo que costara, sin importarme ni el dolor ni el riesgo de mi futuro. Quería darle esa gloria a la Argentina”, contó después.

Cuando ingresó al estadio, las trompetas anunciaron la llegada del líder. La multitud rugió mientras el pequeño corredor de gorra blanca aceleraba en la recta final. Cruzó la meta en 2h31m36s, récord olímpico, con apenas 21 años. “Cumplí lo prometido. Cuando empecé la prueba, sabía que ganaría”, declaró exhausto, mientras agitaba durante más de media hora una bandera argentina. Damon Runyon escribió en el Los Angeles Examiner: “Por su espíritu, su corazón y su resistencia, Juan Carlos Zabala, ese pequeño y ágil hijo de la Nación Argentina, fue la verdadera reencarnación de Filípides”. En El Gráfico, Félix Frascara sintetizó la emoción nacional: “Por Zabalita, el héroe, se alzó la bandera en el mástil olímpico. Por Zabalita, el campeón, se tocó el himno argentino, malísimamente, pero nunca pareció más lindo”.

Tras el oro llegaron giras, récords y también conflictos con dirigentes. Viajó a Europa, sufrió suspensiones, volvió a competir y siempre defendió su condición de amateur. Nunca perdió la sencillez: cantaba tangos, tomaba mate, manejaba su Dodge hasta el Tigre y entrenaba bajo cualquier clima. Así vivió Juan Carlos Zabala, el muchacho que convirtió el sacrificio en una forma de alegría.

En la noche de Los Ángeles, cuando le preguntaron cómo había corrido con tanta audacia, Zabala solo repitió la promesa que lo acompañó desde el embarque: “Gano la maratón o me recoge la ambulancia”. Y cumplió.

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