martes, junio 17, 2025

Boca armó su propio Caminito en Miami

Por Tomas Cilley

No hay una ciudad más bostera en Estados Unidos que Miami. Acá casi que no se habla inglés y los inmigrantes son parte de su historia. La civilización del primer mundo va a dejar de ser lo normal. La comunicación es un ruido entre dos desconocidos que no tienen vergüenza de ser salvajes mientras gritan: “Boooca, Boooca, Boooca“. Este lenguaje le será incomprensible a cualquier persona externa que no sepa sobre pasión. Hay mucha hermandad entre ellos. Esa palabra de cuatro letras es un sentimiento eufórico.

Esta vez, a diferencia de casi siempre, Boca no es favorito, pero ellos son locales otra vez. No importa en dónde ni cómo. La hinchada está. La misma que este año en la Bombonera vio a su equipo quedar eliminado por penales contra Alianza Lima en la Segunda Fase de la Copa Libertadores. Sus hinchas están acostumbrados a sufrir, pero también a hacer locuras y viajar lo que haya que viajar siempre. No es casualidad que todos digan: “Boca es grande por su gente”.
El calor, la playa y la fiesta no son cosas difíciles de encontrar en Miami. También abundan los autos deportivos o las sillas de ruedas eléctricas. Se dan lujos que parecen vulgares. Sus parques de diversiones cuentan con montañas rusas que son un shock de adrenalina, miedo e incertidumbre. Similar al juego de Boca, que hace mucho tiempo no es estable.
Pero eso no importa ahora. El Xeneize debutó en una nueva edición del Mundial de Clubes, pero la primera con este formato. El primer rival es el Benfica de Portugal. Los dos saben que en este encuentro se puede definir quién sigue en competencia. Ellos tienen argentinos y campeones del mundo. Como Ángel Di María, que fue silbado por un 90% del estadio, mientras que el otro 10% lo aplaudió. En los negocios y en el fútbol no hay amigos. Por más que sea ídolo de la Selección o que se haya cansado de hacer goles en finales, hoy su camiseta era blanca con bandas rojas. Un caso similar fue el de Nicolás Otamendi, el reconocido hincha de River, quién fue insultado por todos menos por los pocos hinchas del Benfica que lo ovacionaron.
En la previa, cuando la pantalla mostraba algo portugués se escuchaban los insultos,  infinitos. Aunque a los bosteros no los educa nadie. El ambiente en donde están se tiene que adaptar a ellos, nunca es al revés. Era hora de que la 12 despierte en su pecho esperanza, amor y fe.
La temperatura y la intensidad del partido no ayudaban a enfriar el ambiente. Más bien, todo lo contrario. Quedarse quieto bastaba para sentir la presión baja. Los primeros minutos en el Hard Rock Stadium eran una caldera hirviendo. 55.574 espectadores estaban en butacas que eran plateas, ya que el concepto de popular desaparece en el primer mundo. Sin embargo, los asientos no servían de mucho para los que se paraban para alentar a su equipo.
Los gritos afónicos y los corazones movilizados aparecieron rápido. Las cuerdas vocales  se rompieron dos veces antes del minuto 30 gracias al rugido de la Bestia Merentiel y el cabezazo abajo del arco de Rodrigo Battaglia. 2-0 era un resultado muy soñado para un equipo que no gana un título desde 2022. Los abrazos de la Bombonera se trasladaron a Miami. Las banderas, como siempre, se hicieron presente para acompañar al equipo como: “Casilda, Don Torcuato o Mendoza”.
Los portugueses cargaban caras largas, su equipo perdía y encima pagaron entradas para ser tapados. Eran sapos de otro pozo. Hoy los poderosos no eran protagonistas. Su hegemonía era tapada por lo argentino. Era su turno de escuchar cumbia argentina y canciones de cancha que nacieron en el sur. Ellos eran gotas rojas en un mar azul y amarillo. Algunos eran conscientes de la fiesta en la que se metieron, otros, en cambio, no eran fanáticos de ser ajenos a lo que pasaba y ser los gatillos fáciles por si alguien quería pelear. Estaban intimidados y tenían más para perder que para ganar.
El árbitro mexicano, César Arturo Ramos, no tuvo su tarde tranquila: tres expulsiones y un penal polémico que Di María cambió por gol. Las cabezas se llenaban de bronca y nervios de ambos lados.
La estrategia de Boca para el segundo tiempo era planchar el partido. Ganarle a los europeos era mítico. Los goles ya aparecieron, y ahora, los jugadores ovacionados eran los que frenaban el juego o se tiraban al suelo para que de a poco pasen los minutos. El hincha de Boca no perdonaba una. Cuando el rival se equivocaba en un pase, los chiflidos eran insoportables y afectaban a la presión psicológica. Los de afuera no son de palo. Pueden ser un factor clave en los momentos más tensos.

La fiesta la terminó Otamendi. Luego festejó el gol sin ningún tipo de culpa, fue insultado durante los 90 minutos y no fue casualidad su desahogo lógico.

La desilusión apareció y no hubo tal milagro, aunque un 2-2 puede llegar a ser decisivo para el futuro. Sin embargo, al final del encuentro, pasó algo que no es noticia y que en Argentina no pasa. Se amigaron las hinchadas. Conversaciones civilizadas e intercambios de camisetas pasaron a ser moneda corriente. Las felicitaciones de ambas partes no tardaron en llegar, pero lo más insólito que escuché fue en portugués: “Nosotros viajamos hasta Miami sólo porque queríamos saber qué se sentía jugar contra ustedes, si no, no hubiéramos venido”. No es mentira lo que genera el Mundo Boca. Su hinchada une y puede hacer utopías.

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