Por Eva Pietrantuono
No debe ser fácil hallar un lugar donde el nombre Diego Armando Maradona pase sin pena ni gloria. Porque su historia fue, vino y cruzó los extremos más increíbles en cuanto a la pena y a la gloria se refiere desde el principio. Desde que el talento fenomenal irradió para siempre ilusión en Fiorito.
Su cara. Tres veces su cara.
Colorea las columnas de un puente de Lomas de Zamora. Dan aviso sobre ese costado del Camino Negro, en la salida de la calle Recondo antes de pasar el Riachuelo hacia Capital. Las pinturas asoman como una flor en un pastizal. Como una página doblada que distingue su identidad entre las hojas de un libro. Cómo no saber lo que señalan.
Es Fiorito.
Es el barrio de Diego.
Al cruzar la colectora, la vereda arma un tetris entre baldosas y mantas desplegadas, con un llevalo-que-conviene por metro cuadrado. Para ser las 18.30 de un miércoles de paro general de transporte, es bastante la gente que camina por la puerta del Centro Cultural Fiorito. Pero es 30 de octubre y el municipio inaugura la Comunidad de Dios, un paseo de siete puntos por la ciudad natal del astro. Día en el que, si la vida fuera justa, Maradona celebraría sus 64 años.
El cumpleaños oficial
Se acercan el atardecer y el inicio del festejo. La gente baja por Recondo, se adentra en Fiorito a través del calor pegajoso del humo de parrilla y choripán. Su destino: el parque Diego Armando Maradona.
Por sobre el horizonte de gente que espera, se dibuja un mosaico cuadriculado de casas como azulejos que alternan entre el rojo ladrillo y el gris cemento. Lo contrastan el celeste del cielo y un juego de plaza, un avión abarrotado de chicos, de pibes que escalaron por fuera de los límites pensados para la construcción.
A las 19.00, el escenario atrapa las miradas. Camisetas argentinas —muchos Messi—, casacas bosteras y millonarias, de clubes sociales y barriales cogotean y estiran los cuellos. Buscan adivinar alguno de los invitados de honor. Una imagen se replica como estampillas en el campo: con mochilas a la espalda y más altos, aquellos que quizás ni llegaron a verlo jugar. De su mano o en sus hombros, varios otros que nacieron y tal vez Diego ya ni estaba.
Todos, acá por él.
Antonio Venezia tiene su heladería a pocas cuadras de allí. Es miembro del Concejo Deliberante municipal y fue cercano a Maradona nueve años por su amistad con la familia de Verónica Ojeda, una de sus parejas del Diez. Al vivir esta celebración, Venezia no tiene dudas.
—Diego está más presente que nunca.
Un chico como cualquiera
El verde vivo de los árboles rompe con la pesada monotonía del asfalto. Son señal de que Fiorito existe hace rato. Lo distinguen de otros barrios también humildes que hay en Lomas de Zamora. La estación de tren tiene más de un siglo, aunque necesidad hubo siempre.
—No había agua. Mis papás hicieron una canilla abajo con las redes y a ellos no les llegaba, entonces la familia de Pelusa venía a buscar. Él era chiquito y nos poníamos a jugar a la pelota mientras la gente esperaba que se llenaran los tachos. Jugábamos en la calle. Era todo de tierra.
Carlos Benítez vivía en Mario Bravo y Figueredo, a una cuadra de Azamor 523, de la Casa de Dios. Carli se quedó en su barrio, pero está más alejado de ese epicentro turístico. Los flashes no llegan a esta parte de Fiorito. Él tampoco los llama. Sentado en la mesa de su living-comedor, recuerda momentos que sobrevivieron al tiempo.
—Tengo un montón de anécdotas de Pelusa —encadena rápido una aclaración—
Para mí es Pelusa, no es Diego. La mejor es… ¿Dónde pusiste el carnet? —consulta a su esposa y mamá de trillizos— Tengo una sorpresa.
Era 20 de octubre de 1976, el día que un Maradona de 16 años debutaba en la primera de Argentinos Juniors contra Talleres de Córdoba en La Paternal. Carli cuenta que con “los pibes” ya sabían que iba a pasar.
—Él no estaba contento por jugar en primera. Él estaba contento porque le dieron unos botines Adidas. Para nosotros, era un sueño, algo inalcanzable en el barrio. Tampoco tenía ropa y hacía un calor…. Se fue con un pantalón de corderoy,—se ríe y mueve la cabeza de lado a lado como para sacudir la incredulidad— ¡De corderoy!
La esposa de Carli baja las escaleras con una reliquia en mano. La foto de su amigo Pelusa se ve desgastada, casi como el recuerdo del chico que fue, de ese pibe de rulos. Ambos, vivos en su relato, encandilados por el ícono que lo devoró después. Es el primer carnet de Diego en Argentinos. Con él lo dejaron pasar al estadio para alentar a su amigo Pelusa.
—Era un pibe normal, le pegabas 20 patadas, se levantaba y seguía jugando. Y si hacía un gol venía a abrazarse con nosotros. Normal. Cuando me dicen: “Vos jugaste con Maradona y no tenes documentado nada”, y no, era otra época. Él era un pibe de barrio. Me pasaba a buscar a la tarde, nos sentábamos a tomar gaseosa y compartíamos muchas cosas de fútbol, no sé cómo explicarlo, no me sale. Fue mi amigo Pelusa. Nos colábamos en el tren de Fiorito. “Allá está el guarda” y nos íbamos al último vagón, venía y volvíamos al primero. Esperábamos que bajara acá en Caraza para cambiarnos a otro y que no nos viera.
En Fiorito, Maradona hubo uno, pero Pelusas hay por todos los rincones. La imagen que pinta Carli podría adaptarse a cualquier esquina de su barrio, de su ciudad o de este país que respira fútbol. Aún hoy, casi 50 años después.
Carli compartió con él hasta que Diego se fue de Fiorito, hasta que Maradona debió dejar a Pelusa atrás. De ahí en adelante, el espacio físico y las diferencias de realidad se agigantaron entre ellos como el caudal de un río que se alimenta de una incansable lluvia, que se traga orillas y arrasa lo que esté a su paso. De ahí en adelante, el chico de barrio fue el costo a pagar para que Diego marcara la historia en tierra propia y ajena, el precio para volverse símbolo e inspiración de multitudes. Aunque son los testimonios como el de Carlos Benítez a los que se debe volver. Los que revalorizan la renuncia personal de este Dios con un Diez al dorso. Los que recuerdan el sacrificio del pibe de rulos para que el pibe de oro se hiciera Héroe.