Daniela Simón @DanielaaSimon
Diego Forlan sacó la bolilla que delimitaba que Islandia sería el primer rival de Argentina en el Mundial: mezcla de hechizo e incertidumbre. El encantamiento de jugar con la cenicienta de la cita, vestida de blanco, con sus zapatitos de cristal.
Y si Islandia era una incógnita, para Jorge Luis Borges, no. Justo a él, que tan poco le gustaba el fútbol.
Borges la conoció mucho antes que el “Will Grigg is on fire” y a que sea revelación;incluso antes a ser un equipo de fútbol. Cuando Borges leyó las kenningar, las metáforas islandesas, se rindió a sus pies. Su mente empezó a volar en el mar congelado que florece, voló lejos, donde la línea que separa cielo y tierra se pierde en el horizonte. Se enamoró de Islandia perdidamente, con locura. Un amor tan ardiente como la lava de un volcán que está a punto de estallar. Sincero y candente.
Borges desgastó las letras de la Volsunga Saga, el libro con el que la conoció, cuando él todavía era un jovenzuelo. Encontró inspiración en el frío. En el territorio gélido que hace entumecer los pies y contraer todo el cuerpo, que hace apichonarse como si fuera un niñito, que da cuatro, cinco horas de luz, quizás más. Su pasión nace desde el fuego y se convierte en poesía cuando es palabra.
Le dijo cosas lindas al oído, le regaló su pluma. La escuchó hablar y quedó fascinado.
Ni la ceguera le impidió sentir y admirar a Islandia por primera vez en 1971, aunque ya la conocía de antes. Sabía todo de ella: su forma de hablar, lo que pensaba, lo que la entristecía y la animaba. “Cuando llegué a Islandia, lloré. Me emocionó tanto estar allí. Tengo un gran amor por todo lo escandinavo”, le confesó al escritor Héctor Álvarez Castillo. “Fue tan mágico, porque uno sale de Nueva York, fueron creo que cinco o seis horas de vuelo. Luego cuando uno llega, el reloj marca las dos de la mañana, y está amaneciendo. Islandia tiene algo que no tiene ningún otro país, es un poco como un tesoro que uno tiene”.
Volvió en el 76 y en el 78, porque su amor provocaba un cosquilleo en todo el cuerpo que lo hacía volver.
Borges se sentaba y la escuchaba hablar en la lengua que para él era el latín del norte. Lo desoló el saber que nadie más sabía de ella. Le dedicó su vida y le regaló sus sueños a cambio de ser su fuente inagotable de inspiración.
Preso de un amor que concibió las Kenningar, Literaturas germánicas medievales y Gylfginning, y versos que alguna vez escribió en su alma. Incluso en la muerte, en la sombría lápida en Ginebra, Islandia lo acompaña en la eternidad.
Ruta de espejo, ríos que hoy son hielo, que inundan los ojos. Personaje de una inmensidad que los hace sentir chiquito, muy chiquito, insignificante. Borges sintió que lo envolvía suavemente una pincelada de colores que se dibujaba en el cielo.
Pasarán los meses, se distingue el campo: verde y tierra. El hielo es tan solo un recuerdo. Ahora día y noche es lo mismo, la luz es eterna. Da igual, para Borges siempre seguirá siendo su querida Islandia.