jueves, diciembre 18, 2025

Desde el arco hacia el alma

Por Florencia Celeste Lemme y Lucía Luque 

A las seis de la mañana suena el despertador en uno de los monoambientes de Montserrat, un barrio de la Comuna 1 en la Ciudad de Buenos Aires. A esa hora se despierta Lukas Acosta, un joven de tan solo 22 años y una de las joyitas del futsal de Boca Juniors.

En la terraza de su departamento, el día empieza en silencio. Lukas se sienta con el mate en la mano y abre “Hábitos Atómicos”, de James Clear, un libro de autoayuda que lo atrapó desde la primera página. Lo hojea con calma, mientras el sol sale entre los edificios de Montserrat. Fue un regalo de la mamá de su mejor amigo, y desde entonces se volvió parte de su rutina. Cada mañana, entre mates y frutas, busca en esas páginas una forma de mejorar un poco más, dentro y fuera de la cancha. “Hay que entrenar la cabeza igual que el cuerpo”, dice él, convencido de que los reflejos también se construyen con disciplina.

Antes de salir de su casa, cada mañana, medita en silencio. Lo hace con un audio especialmente preparado para arqueros, una rutina que lo acompaña desde hace años. La psicología, para él, es el eje que sostiene su rendimiento, la base invisible de cada atajada. Comenzó a hacerlo en 2021, cuando empezó a trabajar con la psicóloga del club. Desde entonces, ese espacio se volvió una herramienta clave para ordenar la cabeza y encontrar calma en medio de la presión.

No tiene una psicóloga personal todavía, es algo que quiere incorporar, pero sabe que el trabajo mental es tan importante como el físico. “Entrenar la mente también es parte del juego”. Ese mundo, el de la introspección y la concentración, lo fascinó desde el primer día. Hoy, la meditación forma parte de su ritual previo a cada jornada, unos minutos de silencio antes de salir al ruido, de mirar hacia adentro antes de volver a ponerse los guantes.

Alrededor de las siete y media de la mañana, ya está listo para salir a la calle. En la cocina, el mate sigue pasando de mano en mano. Abigail, su novia, también se prepara para empezar el día. Viven juntos desde hace un tiempo y comparten una rutina tranquila, marcada por horarios distintos pero complementarios. Mientras él acomoda su mochila con las cosas de entrenamiento, ella guarda unos apuntes en la cartera.

Abigail estudia Arquitectura en la UADE y le queda apenas un año para recibirse. Cada mañana, después del desayuno, ambos se suben al auto y arrancan el día juntos. En el camino suena una música tranquila, de esas que acompañan sin interrumpir, mientras conversan sobre el cronograma de la jornada.

Lukas repasa los horarios de entrenamiento, las rutinas de gimnasio y alguna charla pendiente con el cuerpo técnico; ella, las entregas y maquetas que la esperan en la facultad. Comparten planes, risas y silencios cómodos. Cuando llegan, él detiene el auto frente a la entrada. “Me encanta cómo se organiza, me ayuda a mí también a hacerlo”, dice Abigail antes de bajarse. Se despiden con un beso breve. Ella camina hacia la facultad y, unos segundos después, él pone primera y arranca hacia su segundo destino, el Quinquela Martín.

Llega, atraviesa la garita de seguridad y saluda al señor de la entrada, que le devuelve el gesto con una sonrisa cómplice. Él responde con esa simpatía que lo caracteriza, la misma con la que se gana a todos dentro del club. Estaciona el auto en su lugar de siempre, toma la matera negra y se dirige hacia el polideportivo del Quinquela Martín.

El técnico reúne al grupo en el centro de la cancha y, durante unos minutos, repasa los objetivos del día. Habla de intensidad, de lectura de juego, de no perder la concentración. Cuando termina la charla, los jugadores se dividen en tres equipos, mientras dos se enfrentan en un mini partido, el tercero observa desde un costado, atento a cada detalle.

El sonido de la pelota se mezcla con las órdenes y los gritos. Después de quince minutos, los grupos rotan, los que jugaban se sientan a mirar, y los que observaban entran a la cancha.

Bajo los tres palos, él permanece firme. No rota, no descansa. Siempre está ahí, en el mismo lugar, concentrado, respirando el juego, aunque se nota su liderazgo en el equipo, ya que da órdenes y los de su equipo lo escuchan atentamente.

Después de una hora de rotaciones, el entrenamiento entra en su tramo final. Todos los integrantes del plantel forman una fila, es el momento de Lukas Acosta. Durante treinta minutos, el equipo practica penales, y ahí él se transforma.

El silencio previo se rompe con el eco de los disparos y los festejos. Lukas grita, celebra cada atajada con la intensidad de un partido oficial. Sus compañeros lo alientan desde atrás del punto de penal, se ríen, lo cargan, lo aplauden. Alguna que otra pelota logra tocar la red, pero son las menos.

En esos minutos, aparece otra versión de él, la opuesta a la del chico sereno que a las seis de la mañana tomaba mates en silencio en la terraza. En el arco, es pura energía, reflejos y adrenalina. Parece otro, aunque en el fondo sigue siendo el mismo, el que busca superarse todos los días, en cada pelota, en cada amanecer.

Desde chico, dio sus primeros pasos en el baby, donde jugaba siempre como delantero o mediocampista. Con el tiempo, su talento lo llevó a las inferiores, todavía como jugador de campo. Pero todo cambió una mañana en la que el arquero de su categoría faltó y su entrenador, sin muchas más opciones, le pidió que atajara “por única vez”. Él aceptó sin imaginar que ese momento le iba a marcar la carrera: Nunca más volvió a salir del arco.

Acosta llegó al arco de Boca a los 17 años, casi por casualidad, después de una seguidilla de lesiones que dejaron fuera a los tres arqueros que tenía por delante. De un día para el otro, se encontró frente a la oportunidad que muchos sueñan y pocos logran.

Al año siguiente, el cuerpo técnico decidió dejarlo como primer arquero. “Fue todo muy rápido”, reconoce él, aunque su cabeza ya venía preparándose desde antes. La oportunidad lo sorprendió, pero la mentalidad no: llevaba años entrenando no solo el cuerpo, sino también la paciencia.

Desde un costado de la cancha, Sebastián “Coco” Mareco, su actual entrenador, lo recuerda con claridad: “Recuerdo su primer partido en Primera y cómo no dejaba que la presión lo domine; eso es raro a su edad. Siempre analiza todo”.

Esa capacidad de leer el juego, de observar antes de actuar, fue lo que lo convirtió en una pieza clave del equipo. Y también lo que hoy lo mantiene firme bajo los tres palos del Quinquela Martín.

Después de la práctica de penales, el entrenamiento llega a su fin. Todos se dirigen hacia una de las esquinas de la cancha, acompañados por los preparadores físicos. Durante unos veinte minutos, el grupo estira los músculos y baja las pulsaciones. Hay concentración, pero también risas, comentarios sueltos y alguna broma que rompe el cansancio.

En ese momento, vuelve a ser el de las seis de la mañana. Deja atrás la efusividad, los gritos y la tensión del arco. Recupera la calma, esa que lo acompaña en silencio cuando el día recién empieza. Entre estiramientos y charlas livianas, se apaga el ruido de la cancha y vuelve la versión más serena de él, la del chico que disfruta tanto del proceso como del resultado.

Porque si algo define a Lukas Acosta es esa capacidad de cambiar de energía sin perder el equilibrio.

Para cerrar la mañana, el plantel se dirige al gimnasio del club. Entre máquinas, pesas y música de fondo, completan la última parte del entrenamiento. El arquero de Boca sigue con la misma disciplina de siempre, concentrado, metódico, cuidando cada movimiento. Alterna ejercicios de fuerza con trabajos de reacción, esos que perfeccionan los reflejos que después lo salvan en la cancha. Aunque el cansancio se nota en las miradas, nadie afloja. Cuando termina la rutina, Lukas se seca el sudor con la toalla y sonríe. Otra mañana más cumplida, otro paso en su camino.

Antes de ir a almorzar, los chicos pasan por las duchas. Es el cierre de la mañana, el momento de distenderse después de la intensidad del entrenamiento. En el comedor del polideportivo, el olor a comida caliente se mezcla con las risas y las charlas. Lukas se sienta junto a Nicolás, uno de sus compañeros más cercanos dentro del plantel. Entre bocado y bocado, Nicolás confiesa “Es un ejemplo para nosotros, siempre nos recuerda que cuidemos la mente, que es lo más importante”.

Después del entrenamiento y del almuerzo, vuelve a su departamento en Montserrat alrededor de las dos de la tarde. Lo espera Abigail, su compañera de todos los días. Él se recuesta un rato para recuperar energías, sabe que a la noche lo espera otro desafío bajo los tres palos. Más tarde, comparten unos mates en el sillón mientras conversan sobre el día. Se ríen, se cuentan pequeñas cosas cotidianas, y el tiempo parece detenerse por un momento. Luego, él arma su bolso con cuidado y se prepara para volver al club. El segundo turno lo espera, y con él, una nueva oportunidad de seguir creciendo.

En la tribuna están los de siempre, su papá, su mamá, su hermano y su novia. No importa el rival ni el horario, ellos siempre están ahí. Aplauden cada atajada, cada gol, cada gesto. Él es su mayor orgullo, porque fueron testigos y compañeros de un proceso silencioso, de esos que se construyen lejos de la cancha. Su papá lo mira desde la tribuna y recuerda. “Nunca quiso otro deporte. Se casó con este.”

Esa noche, Boca fue una máquina. El equipo goleó 5-0 a San Lorenzo y el Quinquela Martín explotó de alegría. Desde su arco, fue testigo y protagonista, gritó, ordenó, voló en cada pelota, y hasta se dio el gusto de sacar una que parecía imposible. Cuando sonó la chicharra final, los abrazos, los aplausos y las fotos inundaron la cancha. Era una de esas noches en las que todo sale bien, donde el esfuerzo de tantos días se transforma en recompensa.

Ya más tarde, con el cuerpo agotado pero el alma liviana, Lukas sale del estadio. Lo espera Abigail, como siempre. En el camino de regreso paran a comer algo rápido, una hamburguesa o una pizza, poco importa, es su ritual después de cada partido. Conversan poco; no hace falta decir demasiado. Él maneja con la mirada cansada pero atenta, y ella lo observa sabiendo que detrás de ese arquero seguro hay un chico que sigue soñando.

Cuando llegan al departamento, se acuestan y el silencio vuelve a llenar la habitación. Mañana, otra vez, el despertador sonará a las seis. Volverán los mates, la meditación, la rutina. Todo regresará al silencio de la mañana, ese instante donde aquel joven de 22 años, la promesa del arco de Boca, empieza a construir, una y otra vez, su mejor versión.

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