Por Maite Galarza
El fútbol femenino argentino tiene una fecha que se repite como una puerta abierta: 16 de marzo de 2019. Ese día la AFA anunció la profesionalización del torneo femenino. No fue un punto de llegada, sino de partida. Una conquista a medio firmar, una promesa que todavía se está jugando. Desde entonces la palabra “profesional” se pronuncia con orgullo, pero también con un dejo de ironía: en muchos casos, apenas cubre los viáticos del transporte.
Cinco años después, las jugadoras entrenan con la misma rutina de siempre: madrugar, viajar en colectivo, calzarse los botines y correr detrás de una pelota que todavía paga desigual. Según un informe de Nota al Pie de 2024, el 40 % de las futbolistas de Primera División siguen siendo amateurs, sin contrato firmado ni obra social. En una cancha cualquiera de Buenos Aires, el sol cae a pleno y el pasto recién cortado deja un aroma húmedo que se mezcla con el de los rociadores de agua. Las camisetas transpiran nombres que aún no figuran en los noticieros, pero que sostienen un cambio silencioso.
Julieta Cruz, lateral de Boca Juniors, lo explicó sin rodeos: “Nosotras también somos trabajadoras del fútbol. Aunque todavía hay que recordarlo todos los días”. Cuando se la escucha hablar, la voz suena firme, sin dramatismo. Es una convicción aprendida en la práctica, en los años en que jugaba en Mendoza y dormía poco para ir a entrenar antes de trabajar. Hoy, mientras se saca fotos con la gente, se la ve sonreír. Pero cuando la pelota se va al córner su mirada se endurece: sabe que la cancha es también una trinchera.
El camino hacia la profesionalización fue y sigue siendo, una construcción fragmentada. En los años previos, el fútbol femenino sobrevivía en ligas informales, torneos barriales o equipos que entrenaban de noche porque las canchas se usaban antes para los varones. “Ser profesional implica que el club te reconozca, no solo que te pague”, escribió la investigadora Gabriela Nicole Garton en su estudio del CONICET sobre el proceso de 2019. Ese cambio simbólico —ser vistas y tener lugar— fue tan importante como la firma del contrato.
En el predio de Racing de Avellaneda, un grupo de jugadoras trota bajo la sombra de los eucaliptos. Micaela Sandoval, mediocampista del equipo, se acomoda la vincha y ajusta los cordones antes de la práctica. “Cuando te dicen que sos profesional pensás que todo va a cambiar — pero después ves que entrenás igual, solo que ahora el nombre tiene peso. El resto depende de lo que haga el club”. El ruido del colectivo que pasa cerca se mezcla con los gritos del entrenador: “¡Presionen arriba!”. En el borde de la cancha, dos nenas miran con la nariz pegada al alambrado. Una de ellas lleva una camiseta con el número 9. Quizá mañana empiece a jugar también.
El Reglamento de Licencias de Clubes que impuso la FIFA en 2021 exigió a la AFA una estructura mínima: cuerpo médico, canchas en condiciones, entrenadores certificados. En teoría, todos los clubes de Primera deberían cumplir esos requisitos. En la práctica, muchos todavía alquilan espacios o comparten vestuarios sin duchas. “La profesionalización fue un paso enorme, pero no alcanza con declarar el derecho si no se garantiza el ejercicio”, concluyó Valeria Berdejo, abogada e investigadora en estudios de género.
Romina Núñez, delantera de Belgrano de Córdoba, jugó buena parte de su carrera en el ascenso. Sabe lo que es viajar tres horas para un amistoso sin cobrar un peso. También jugó en Independiente de Avellaneda, cuando le ofrecieron contrato, lo firmó sin leer demasiado. “Era más el reconocimiento que la plata”. Quizás en ese momento ganaba menos de lo que cuesta un par de botines importados, pero se niega a que eso opaque lo logrado: “Antes ni nos daban la ropa del club; ahora al menos tenemos una camiseta con nuestro nombre”.
El fútbol femenino argentino tiene un proyecto a cinco años, presentado por la FIFA, que busca expandir la competencia, federalizar y fomentar las divisiones juveniles. En Buenos Aires, sin embargo, el futuro todavía se juega con limitaciones concretas: salarios bajos, pocas transmisiones televisivas y un calendario irregular. La AFA anunció una inversión de 24 millones de pesos por año para contratos, una cifra simbólica en un mercado donde los clubes grandes destinan eso a un solo refuerzo masculino. Pero esa inversión abrió una puerta: los clubes que apuestan por el femenino ya no lo hacen solo por imagen, sino por desarrollo.
En el vestuario de Lanús, Brenda Varela una de las referentes del equipo, acomoda sus vendas y guarda los botines en una bolsa de supermercado. En la pared, alguien pegó una frase impresa: “No vinimos a pedir permiso”. Afuera se escucha el ruido metálico del portón al cerrarse. Brenda no habla mucho; prefiere demostrarlo en la cancha.
Cuando se le pregunta qué cambió desde 2019, piensa unos segundos. “Ahora hay más pibas que se animan. Eso ya es todo”. No dice más. Se ata el pelo, se cuelga la mochila y se pierde entre las luces amarillas del pasillo.
Los datos acompañan esa percepción. Según un relevamiento de la Universidad de Buenos Aires publicado en 2022, el número de jugadoras federadas se triplicó en cinco años, y la participación femenina en divisiones juveniles aumentó un 65%. Sin embargo, el 76% de las futbolistas profesionales tiene otro trabajo fuera del deporte. Las condiciones son precarias, los contratos breves y la cobertura médica limitada. Lo profesional convive con lo vocacional.
En muchos clubes del conurbano, el vestuario todavía es un contenedor o un espacio prestado. Algunas jugadoras llegan con sus hijos pequeños; otras estudian en el colectivo mientras viajan al entrenamiento. En el predio del “Grana”, Magaly Badillo suele quedarse un rato después de cada práctica. Cae sobre el césped y piensa en su mamá, que la acompañaba a jugar cuando el fútbol era solo cosa de varones. “Ella me decía que si me gustaba, no tenía que dejarlo — que la lucha valía la pena, aunque doliera”.
Las historias personales son en realidad, el pulso del cambio colectivo. Hay quienes trabajan como empleadas administrativas, profesoras de educación física, cajeras de supermercado o niñeras. Entrenan de noche, después de la jornada laboral y juegan los fines de semana. Algunas cobran 70 mil pesos mensuales; otras, nada. En ese contraste cotidiano se resume la paradoja del profesionalismo argentino: existe pero no siempre se siente.
El contraste con la realidad mediática es evidente. En la televisión deportiva los goles del femenino apenas aparecen en resúmenes comprimidos. Las transmisiones por streaming crecen pero sin producción, ni relatos propios. “Cuando te filman desde la tribuna, sentís que todavía no te toman en serio”, dijo Brenda Varela. Y agregó, casi como un manifiesto: “Pero igual jugamos. Porque jugamos desde siempre”.
Cada vez que un club femenino entra a un estadio que antes les estaba vedado, el eco de los pasos sobre el cemento suena distinto. No es solo ruido, es historia. En la Bombonera, en el Monumental y en el Amalfitani, los cuerpos que corren ahora también son de mujeres. No todas tienen contrato, pero todas tienen memoria.
La lucha por el profesionalismo no fue un regalo institucional: fue empujada por jugadoras, entrenadoras y militantes que durante años reclamaron igualdad. En 2019, Macarena Sánchez, entonces futbolista de UAI Urquiza denunció públicamente a su club y a la AFA por despido injustificado. Su reclamo se convirtió en símbolo y motor del cambio. Gracias a ese gesto la AFA anunció la firma de ocho contratos mínimos por club. Desde entonces, el fútbol femenino empezó a escribirse en presente.
Pero el presente no alcanza. “Ser profesional es poder vivir de esto” , dijo Romina Núñez. No tener que elegir entre entrenar o trabajar en otra cosa.” La frase quedó resonando en la red, más allá de los 90 minutos.
Las tardes en los predios de Buenos Aires siguen teniendo la misma rutina: música bajita de fondo, olor a linimento, la charla previa antes de salir a la cancha. Las jugadoras se acomodan los botines, se cruzan miradas y sonríen. Algunas cursan carreras universitarias, otras trabajan en comercios o dan clases de fútbol infantil. Todas comparten el mismo deseo: que la palabra profesional deje de ser una promesa y se vuelva una realidad cotidiana.
Hay un brillo particular en sus miradas cuando cae la tarde y la pelota rueda bajo los focos encendidos. No hay cámaras, ni tribunas llenas pero hay dignidad. El viento levanta el polvo de la cancha, una bufanda violeta flamea en la reja, y alguien grita desde el banco: “¡Vamos, que falta poco!”.
En ese instante, el fútbol femenino argentino se parece a su propio país: imperfecto, desigual, lleno de talento y esperanza. Cada pase es una afirmación de existencia y cada gol, un pequeño acto de reparación.
En 2025, el fútbol femenino en Argentina vive un momento de expansión institucional, aunque contradictorio. Este año se presentó el segundo torneo de la Primera División A con un nuevo formato de zonas y fases eliminatorias, en el que participaron 17 equipos. Además, la Copa Federal Femenina — torneo que articula clubes de la primera división con equipos del interior del país — concretó una edición más, gracias al apoyo del programa de desarrollo de la FIFA, con lo que la visibilidad y cobertura del fútbol femenino se amplían más allá del conurbano bonaerense.
Pero el crecimiento formal convive con viejas precariedades: según reportes recientes de 2025, buena parte de las jugadoras aún sostienen trabajos fuera del deporte, y muchos clubes siguen intentando cumplir con las exigencias de infraestructura, contratos y espacios exclusivos. Aun así, la apuesta se mantiene: desde la AFA se volvió a comprometer un proyecto de predio Maite Galarza exclusivo para las selecciones femeninas, con la esperanza de avanzar hacia una estructura más estable y profesional.
El año 2025, con sus aciertos e insuficiencias, retrata bien la paradoja actual: más espacios, torneos y oportunidades —pero también un largo camino por recorrer para que “ser profesional” deje de sonar a ideal y se transforme en derechos garantizados.
Aunque el futuro siga corriendo con la camiseta transpirada, hay una certeza que no se borra: el fútbol femenino ya no puede ser silenciado. Quizás, algún día, cuando ya no haya que aclarar si son profesionales y ellas mismas se rían de todo esto. Tal vez entonces las canchas huelan solo a pasto mojado y no a lucha. Mientras tanto siguen jugando. Porque cada pelota que echan a rodar es una promesa que tarde o temprano, el fútbol va a tener que cumplir.



