Por Victoria Kolesnik
En un costado de la pista del Colegio Agustiniano en San Martín, Ignacio Suárez (56), quien es técnico desde los 18 años, observa en silencio cómo una de sus alumnas practica el mismo salto una y otra vez. El golpe de los patines contra el parquet marca el ritmo de la tarde, interrumpido solo por su voz firme cuando corrige una postura. No lleva cronómetro ni se apura: sabe que el patinaje artístico es cuestión de paciencia y de cabeza. “Para que sea más visible el deporte tendríamos que cambiar la cabeza de todos los argentinos”, dice Suárez sin apartar la vista. “No siento que no sea olímpico por falta de visibilidad, sino por una cuestión económica. No es rentable para ciertos puntos del periodismo y del marketing”.
En la pista principal del Centro Nacional de Patinaje Artístico, inaugurado en abril de 2025 en el Parque Olímpico de la Ciudad de Buenos Aires, los destellos de las mallas y el sonido metálico de los rulemanes se mezclan con el olor a madera nueva. Afuera, una tarde tibia de otoño; adentro, entrenadores y patinadores afinan detalles de coreografías que viajarán a torneos internacionales. El lugar, con su techo alto, luces profesionales y salas de preparación física, es un lujo poco habitual en un deporte acostumbrado a entrenar en clubes de barrio, gimnasios escolares y pistas improvisadas. Además, es el primer centro de alto rendimiento de patinaje en Latinoamérica y la primera pista mundialista homologada por el organismo internacional, World Skate, en la región.

“Para nosotros es increíble la pista, ayuda mucho a la visibilización”, asegura Donato Mastroianni, diez veces campeón nacional y cuatro veces panamericano. El tema olímpico aparece una y otra vez en las charlas de pasillo en las competencias y entrenamientos. Delfina Veljanovich, integrante de la selección nacional, lo resume con la mezcla de ilusión y frustración que cargan muchos de sus compañeros: “Es una lástima que no sea olímpico. En los últimos años estuvo creciendo un montón; hay que seguir trabajando para ese olimpismo; y ojalá presenciarlo algún día”, confiesa.
En su consultorio de kinesiología en el Palomar, detrás de su escritorio, Sol Casuccio habla del patinaje con la misma pasión con la que lo enseña en la pista de Villa Estruga. Es técnica de patinaje artístico y licenciada en Kinesiología y Fisiatría, y mientras acomoda unos papeles sobre unas carpetas, dice: “No entiendo qué es lo que le falta a la disciplina para que sea olímpica”. La mirada de Casuccio cambia cuando recuerda el sistema “Roll-Art”, implementado desde 2018 con la promesa de abrirle la puerta al olimpismo. “Nicola Genchi, el creador del sistema, decía que al patinaje le faltaba más arte. Por eso se iba a valorar, más todo lo referido a los componentes: las skating skills, la performance, algo muy parecido al patinaje sobre hielo”, explica tomando un vaso de agua.
La opinión de Casuccio no difiere demasiado a la de Suárez, aquel técnico que había remarcado que siempre viajan los mismos porque son los que pueden costearse. Casuccio, sin embargo, expresa su pensamiento: “Actualmente, al manejarse con sistema de ranking para clasificar a los torneos, no creo que sea tan real esa directriz, pero tampoco significa que esté en total desacuerdo”. La historia se vuelve más personal cuando aparece el nombre de su hermana, Luna Casuccio. “A veces los viajes no se pueden pagar porque son realmente costosos y la mayoría de veces se deben abonar en dólares”, se lamenta Sol.
Incluso, otro integrante del conjunto nacional accede a contar su historia, aunque prefiere mantener su nombre en reserva. Viene de un pueblo, lo que ya hizo todo más difícil. Antes de descubrir el patinaje jugaba al fútbol, pero la pasión pudo más: “Siempre fui de tener mis objetivos y metas claras. Gracias al apoyo de mi familia pude llegar a donde estoy hoy, y por suerte cada vez hay más chicos que se animan a esta disciplina”. Su relato se mezcla con la música instrumental que usan sus compañeros para las coreografías y con los aplausos de quienes observan las rutinas, como si cada giro sobre ruedas confirmara que el sacrificio vale la pena.
La realidad, sin embargo, tiene un costo elevado. Los mejores patines son italianos, los rulemanes necesitan mantenimiento constante, los frenos se gastan y hay que cambiarlos. A eso se suman los trajes de competencia y los viajes; quien logra destacarse tiene la oportunidad de salir al exterior o a alguna provincia de Argentina en la que se realice alguna competencia, pero siempre a fuerza de inversión propia. Y, como si no alcanzara, muchos patinadores practican no solo artístico sino también la disciplina de “escuela”. Para ello necesitan otro par de patines, sin frenos, que les permitan ejecutar trazos y círculos perfectos, con un pie elevado, controlando cada movimiento. Allí no hay música ni coreografía: solo precisión, equilibrio y técnica. Es el corazón silencioso del patinaje, la base sobre la que se construyen los saltos y las piruetas que después deslumbran al público.
Pero ni siquiera un escenario de primer nivel logra borrar las marcas de un camino cuesta arriba. La inscripción para un nacional ronda los 150 mil pesos, sin contar pasajes ni alojamiento. En un deporte sin becas amplias ni estructura de financiamiento estable, las familias cargan con gastos que muchas veces superan sus posibilidades. Algunos recurren a rifas, otros a donaciones y, en casos como el del equipo Roller Dreams, hasta a programas de TV: en una emisión de “Buenas noches familia”, programa de Guido Kaczka, lograron recaudar 30 millones de pesos para reparar el parquet del gimnasio del club El Nacional, en Bahía Blanca. La creatividad se volvió tan necesaria como el talento. En la cuenta de Instagram de Roller Dreams lanzaron un bono de $40.000, que equivalía a un metro de techo y, como incentivo, daba ocho números para participar del sorteo de una moto durante el show de este fin de año. Era una manera de juntar fondos y, al mismo tiempo, de mantener viva la ilusión de una comunidad que se sostiene en conjunto. Incluso, es un método que hasta usan los patinadores argentinos para juntar su dinero y así poder presentarse tanto en los torneos nacionales como internacionales.
En las prácticas hay un comentario entre las familias de los patinadores que se repite mucho: “Si yo quisiera que a mi hijo le paguen lo hubiera anotado en tenis”. La frase suena entre mate y mate al costado de la pista, casi como un refrán que circula en voz baja pero cargado de impotencia. Las familias aseguran que no se puede vivir del patinaje artístico en Argentina, ni siquiera los técnicos, y por ese motivo su trabajo lo toman como un hobby o como una forma de seguir vinculados a la disciplina que aman. Algunos padres cuentan que muchas veces deben elegir entre pagar un viaje o renovar los patines; otros que las horas extras de los entrenadores son más por compromiso afectivo que por un contrato formal. En ese escenario, la pasión funciona como motor, pero también como límite.
En el mundo del patinaje, la constancia no solo se mide en horas sobre patines. Facundo Nieva, otro de los referentes nacionales, entrena bajo la guía de preparadores físicos y psicólogos deportivos. “Dormir ocho horas, comer bien… Sino, el cuerpo te pasa factura”, dice Nieva mientras acomoda la bota y ajusta los cordones. Su jornada comienza temprano, con entrenamientos en el gimnasio en los que la fuerza y la elasticidad se vuelven tan importantes como la precisión de un giro en competencia o en una combinación de saltos. Luego, repite una y otra vez los ejercicios de salto hasta que la técnica ya sale naturalmente, sin forzar nada, para que quede tatuada en la memoria muscular. Además, cada alimento, cada hora de descanso y cada sesión psicológica son parte de un plan que sostiene la ilusión de subirse al podio en cada competencia. Y es que en el patinaje, así como en la danza y en la gimnasia artística, el cuerpo es instrumento y lienzo al mismo tiempo; el error no se perdona, se castiga, y la perfección se construye a base de detalles invisibles para quienes solo miran desde afuera.
Con apenas 17 años, Lola Fernández lleva patinando hace una década. Empezó como cualquier niña con esos patines extensibles que se ajustan al tamaño del pie y son bastantes incómodos. Hoy demuestra día a día que detrás de cada medalla hay años de esfuerzo silencioso y que los límites pueden convertirse en oportunidades si se los enfrenta. En la pandemia, Lola Fernández entrenaba en el quincho de su casa de General Lamadrid, pero a sus 15 años sentó a sus padres y les planteó la idea de mudarse a Bahía Blanca junto a su tía, ya que contaba con la posibilidad de entrenar en una pista más grande.
Lola Fernández es hoy parte de la selección argentina de patín. Se coronó campeona en el Panamericano 2023, obtuvo el primer puesto en la AIS SemiWorld Cup (2023 y 2025) y alcanzó el cuarto lugar en la Final World Cup 2025. La patinadora tuvo una doble representación local en la disciplina libre de los Juegos Argentinos de Alto Rendimiento 2025, donde finalizó sexta en la tabla general. En lo que va de 2025, la bahiense dijo presente a pesar de una luxación en el codo izquierdo y una dolencia en la espalda que la limitaba en la pista, y lo que le generaba una gran preocupación a la adolescente por la incertidumbre de si iba a poder finalizar sus programas en las competencias. Pero en ningún momento bajó los brazos, continuó enfocada en sus metas y, con la ayuda del equipo de profesionales que la acompaña, pudo lucirse en cada presentación.
El patinaje artístico argentino avanza con giros perfectos y saltos limpios, pero lo hace sobre una pista desigual. Hoy, muchas veces, son los propios familiares, amigos o incluso los mismos patinadores quienes, con un celular en sus manos, transmiten desde su cuenta de Instagram para que otros puedan verlos en la pista. Un deporte que reclama visibilidad y que, a falta de pantallas, se sostiene en la pasión de quienes no se cansan de mostrarlo al mundo.



