jueves, diciembre 11, 2025

Entre tribunas y sueños: la reconstrucción de San Miguel

Por Benjamín Rusiñol

San Miguel no fue “canonizado” como los santos humanos, porque no fue una persona, sino un arcángel, un ser espiritual creado por Dios. No se convirtió en santo a través de una vida terrenal ni de milagros realizados en la Tierra, como sucede con los santos comunes. Se lo llama “santo” porque el término significa “sagrado” o “consagrado a Dios”, y Miguel siempre fue fiel a Él. Según la tradición cristiana, se lo considera santo porque lideró la rebelión de los ángeles fieles contra Lucifer, cuando éste se rebeló contra Dios. Miguel lo derrotó y lo expulsó del cielo, convirtiéndose así en símbolo del bien, la justicia y la obediencia divina. Para los cristianos es el protector de la Iglesia y abogado del pueblo elegido de Dios.

El Arcángel nunca hubiera pensado tener una ciudad de la provincia de Buenos Aires a su nombre, ni ser la capital de Tucumán, ni mucho menos llevar el nombre de un humilde equipo de fútbol que disputa la Primera Nacional del fútbol argentino y sueña debutar en algún momento en la Primera División.

El Club Atlético San Miguel fue fundado en agosto de 1922. Ubicado en un barrio humilde y trabajador de la ciudad de San Miguel, en el norte de la Provincia de Buenos Aires. Una pequeña casa con kiosco en la esquina de la cancha vende jugo en polvo de limonada a los chicos de inferiores, quienes lo mezclan en su botella de Coca-Cola sin etiqueta. En la otra esquina hay un gimnasio. Se encuentra en el segundo piso y debajo hay un taller mecánico bastante desordenado, perros en la puerta y herramientas por doquier.

Sin embargo, sobre el cordón de la cancha muchos autos lujosos. El contraste de los dirigentes con los chicos que forman parte de las inferiores es claro. A diferencia de los que lucen un pantalón de vestir beige y unos finos zapatos, los pibes salen del club con las piernas impregnadas de tierra y pintadas por la línea de cal.

Diciembre de 2023. San Miguel era uno más de la B Metropolitana. El aire de Los Polvorines, una zona residencial y productiva, con fuerte presencia de trabajadores, tenía esa densidad que sólo se percibe en los días en que un barrio entero contiene la respiración. Desde temprano, las calles que desembocan en el estadio Malvinas Argentinas se tiñeron de verde. Las banderas colgaban de los balcones, los bombos sonaban como si convocaran a una misa popular y, en cada esquina, se respiraba el mismo presentimiento: algo grande estaba por pasar. San Miguel, el club que se había acostumbrado a pelear desde abajo, estaba a un paso de volver a una categoría que durante años pareció un sueño imposible.

En el arco, de brazos cortos y reflejos ágiles, asomaba Pucheta. El “Gordo” para todos, el arquero al que muchos habían subestimado por su físico, se transformaría en el símbolo de esa tarde. Su figura, más ancha que atlética, parecía contener no sólo los remates sino también la ansiedad de una hinchada entera. Enfrente, Douglas Haig, curtido en mil batallas, sabía que no había espacio para el error. La final del Reducido no ofrecía margen para el cálculo: era ascender o seguir penando otro año más en la B Metropolitana.

La dirigencia decidió apostar fuerte, entendiendo que ya no bastaba con resistir; había que intentar renacer. Llegaron refuerzos con experiencia —Biasatti, Luna, Cáceres, Sansotre— y Gustavo “El Sapito” Coleoni, un entrenador que, sin grandilocuencias, prometió devolverle la identidad al equipo.

Los primeros meses fueron de reconstrucción. El plantel se fusionó lentamente, entre canchas duras, viajes interminables y la desconfianza de los propios. Pero algo se fue gestando en silencio: la defensa se volvió sólida, el mediocampo aprendió a morder y a jugar, y adelante aparecieron los goles que tanto habían faltado. La hinchada, que nunca abandona ni en los domingos más grises, empezó a creer otra vez. “Este año sí”.

La campaña regular terminó con San Miguel en los puestos de privilegio.

El día de la final, el estadio fue un hervidero. No quedaba un hueco en las tribunas, y los balcones cercanos estaban repletos de vecinos que no quisieron perderse el espectáculo. Desde el túnel, los jugadores miraban hacia las gradas y comprendían que no jugaban sólo por un ascenso: jugaban por todo un barrio. Los primeros minutos fueron tensos y con pocas llegadas claras. Douglas Haig, con oficio, trataba de imponer su experiencia, pero San Miguel se plantó firme. Cada quite era una declaración de principios, cada avance una descarga de adrenalina colectiva. En uno de esos típicos 90 minutos de ascenso, donde se traba mas de lo que se juega, el partido se fue a los 12 pasos. La muerte súbita.

Cuando el árbitro marcó el final del tiempo reglamentario con el marcador en 0, la sensación era de injusticia. San Miguel, aunque de primer tiempo flojo, en el segundo había hecho el gasto, había buscado más, pero la pelota no quiso entrar. Los penales se convirtieron en un destino ineludible. El silencio fue total. Pucheta, el “Gordo”, caminó hacia el arco con paso lento. Algunos se persignaban, otros cerraban los ojos. Y entonces pasó: voló hacia su izquierda y atajó el primero, adivinó el segundo, y se agigantó en cada intento rival. El Estadio Ciudad de Vicente López, sede de la final, explotó cuando el último penal de Douglas Haig rebotó contra sus guantes.

San Miguel era de la Primera Nacional. La tribuna se derrumbó en un grito que mezcló alivio, incredulidad y una felicidad que pocos deportes pueden provocar. Los jugadores se abrazaron llorando, algunos se desplomaron en el césped, mientras el “Gordo” Pucheta era devorado por sus compañeros. En las calles de Los Polvorines, la caravana se extendió hasta entrada la madrugada. Autos con bocinas, banderas flameando, gente colgada de los colectivos, chicos corriendo entre el humo verde. El barrio entero se convirtió en una celebración colectiva.

Para muchos, ese ascenso no fue sólo un resultado deportivo: fue una reivindicación. San Miguel había vuelto a poner su nombre entre los grandes del ascenso, pero sobre todo había recuperado el respeto propio. El club que había sobrevivido a crisis económicas, descensos, y hasta clausuras de estadio, se reinventaba a fuerza de orgullo y transpiración.

Los meses siguientes fueron de festejo y planificación. La dirigencia, consciente de que el salto a la Primera Nacional exigía otro nivel de profesionalismo, comenzó a moverse rápido. Se renovaron contratos, se reforzó la infraestructura del estadio y se iniciaron gestiones para mejorar el predio de entrenamientos. El técnico, Gustavo Coleoni, pidió mantener la base del plantel, esa que había construido una identidad de hierro, y sumar jugadores con roce en la categoría.

Las campañas siguientes en la Primera Nacional se convirtieron en un desafío constante. El club demostró que el ascenso no era un regalo, sino fruto de un esfuerzo sostenido que exigía equilibrio entre consolidar la base de jugadores, incorporar talento joven y no perder la conexión con la gente. La hinchada entendió que las victorias no eran consecuencia de regalos. El ascenso de diciembre de 2023 fue la culminación de años de trabajo silencioso y fe persistente, y la prueba de que San Miguel podía crecer sin traicionar su esencia. La Primera Nacional, más que el final de un sueño, era la confirmación de que el club había aprendido a soñar con los pies sobre la tierra y la mirada en alto.

Conforme avanzaba la temporada, San Miguel fue encontrando identidad en la Primera Nacional. Los partidos contra clubes históricos de Argentina, como Almagro, Atlanta, Chacarita o Quilmes, sirvieron para medir el progreso. El técnico mantuvo la base del plantel campeón de la B Metro, complementándola con jóvenes con hambre de crecer. La mezcla de experiencia y ambición permitió que el equipo consiguiera resultados sorprendentes.

En términos administrativos, el club también tuvo que crecer. Se mejoraron los vestuarios, se planificó la seguridad en los partidos de alta concurrencia y se reforzó la comunicación con la hinchada. Los dirigentes entendieron que la exigencia de la categoría no solo era deportiva, sino institucional: para sostener el proyecto, San Miguel necesitaba estructura y planificación.

Federico Almada conoció que en Jano’s, la empresa que brinda salones de fiesta y que maneja con precisión, aprendió que el éxito se basa en el orden y es fruto de un trabajo constante y silencioso.

Almada irrumpió con planificación, recursos y reinversión. Primero llegó la tribuna renovada, luego las canchas sintéticas y la sede pintada de verde. Vecinos y socios observaban incrédulos; algunos aplaudían la transformación, otros acusaban soberbia. En redes sociales llovían críticas desde otros clubes, pero él comprendió que lo importante sucedía en la cancha y en el barrio.

El contraste con Jano ‘s refleja su enfoque: “Un club popular puede crecer sin perder alma, aunque el orden y la modernización generen tensiones. Caminar entre hinchas, compartir sonrisas con los chicos y mezclarse con la pasión del día a día. El proyecto no es de poder, sino de legado: enseñar, organizar y sostener una institución que resista económicamente y emocione deportivamente”.

Junto con el ascenso del CASM a la Primera Nacional, los que abandonaron esta división clasificando a la Liga Profesional –la división más prestigiosa del fútbol argentino– fueron Independiente Rivadavia y Riestra acompañado del abogado y empresario Victor Stinfale, ambos clubes con polémicas de por medio. Por otro lado, “el Trueno Verde”, en su primer año se mantuvo firme y discreto, donde logró una gran primera temporada. Empatando muchos partidos y ganando otros tantos clasificó a su primer reducido desde el ascenso. Lamentablemente un Deportivo Madryn que ya comienza a dar que hablar, manejado por los hermanos y políticos Ricardo y Gustavo Sastre, a quienes se los empareja mucho con Claudio Tapia, presidente de la Asociación de Fútbol Argentino (AFA), los dejó afuera por ventaja deportiva.

Ya para el 2025, Almada, de saco y corbata, decidió romper el chanchito y contrató a Sebastian Battaglia para ser el entrenador, la cabeza del equipo. Junto a él llegaron varios refuerzos como Bruno Nasta y Agustín Lavezzi, los dos últimos goleadores del Nacional; a Cristian Erbes, volante central con experiencia y con más de 150 partidos en Boca; a Brahian Aleman, de gran pasado en Gimnasia de la Plata; al ex Boca y San Lorenzo, Gino Peruzzi; a Claudio Salto, uno de los jugadores más destacados de la categoría en los últimos años con Defensores de Belgrano, cerrando con los refuerzos estelares llegaron Emanuel Dening, Lautaro Parisi, Claudio Mosca, y Daniel Sappa, arquero con pasado en Primera, tras la baja del histórico Pucheta. Además, Almada cerró a Santiago Albornos, Juan Lungarzo, Nicolás Ihitz, Jorge Juárez, Alvaro Cazuela, Ivan Ortigoza, Ezequiel Parnisari, Lautaro Villegas, Angel Almada y Gustavo Turraca.

El presidente logró lo que quería, que se comience a hablar del CASM. Sin embargo, a Battaglia no le fue como se le esperaba y a los pocos meses volvió el “Sapito” Coleoni, ídolo y leyenda. Llevó al equipo por segunda vez consecutiva al reducido, pero nuevamente quedó afuera por ventaja deportiva.

Federico Almada llegó a San Miguel para aplicar la fría lógica empresarial que desarrolló en Jano’s. Es importante notar que su empresa tuvo un crecimiento expansivo al comprar otros salones de eventos precisamente durante la pandemia, cuando el rubro se vio forzado a cerrar. La pregunta es si la ética que le permitió capitalizar el cierre de otros negocios puede ser la misma que rija el destino de un club social. Bajo su mandato, San Miguel funciona como una compañía; él se sienta en la mesa grande, se viste de saco y se codea con dirigentes de atuendos aún más caros, manejando las relaciones con la prensa con notoria cintura. De hecho, Almada es acusado a menudo de dirigir una “SAD encubierto” (Sociedad Anónima Deportiva). Lejos de esquivar la polémica, llegó a comentar abiertamente que el dinero proviene de sus negocios personales y que puede gastarlo como quiera, “haciendo de cuenta que es como si fuera un juego de fútbol manager”, una sinceridad que choca frontalmente con la esencia popular y pasional del “Trueno Verde”.

La doble vara que rige el proyecto de Almada se percibe en cada rincón del club, incluso entre sus juveniles. Dos historias, bajo el mismo escudo, reflejan las diferentes velocidades con las que avanza la modernización. En las categorías inferiores compiten los hermanos Manuel y Estefanía Lecot. 

La realidad del fútbol masculino, impulsada por la planificación y los recursos que Almada inyectó, se acerca a la profesionalización. En cambio, el fútbol femenino todavía lucha por la equidad básica y la infraestructura.

Estefanía, lo resume sin filtros y con conocimiento: “Si bien es cierto que con esta dirigencia mejoró y por lo menos nos alquilan algo, el club alquila un complejo de canchitas de fútbol 7, padel y otros deportes, donde tenemos que entrenar nosotras. Antes era muchísimo menos. Pero los chicos entrenan en canchas de verdad. Aunque las condiciones de ellos no sean las de Primera, es muy distinto entrenar en sintético y jugar los fines de semana en pasto. A ellos no les pasa. Nos perjudica.” Durante la pretemporada de verano, las chicas del fútbol femenino, vuelven caminando al costado de la ruta 202 para tomarse su respectivo bondi.

Esta disparidad es la radiografía más honesta de San Miguel: un club que sueña con la élite para los hombres, mientras las mujeres enfrentan una realidad precaria que la gestión empresarial, con su lógica de eficiencia, aún no logra subsanar.

Al final, el Club Atlético San Miguel bajo la gestión de Federico Almada no es una historia de milagros, sino de contradicciones. La institución volvió a tener voz y peso, logrando una ambición deportiva que parecía imposible. Pero la verdadera crónica reside en los contrastes: entre los autos lujosos sobre el cordón y las jugadoras en canchas alquiladas, entre la lógica de un “Fútbol Manager” y la pasión cruda del “Trueno Verde”. San Miguel aprendió a crecer sin olvidar de dónde viene, pero ahora debe preguntarse cuánto vale el alma del club en la nueva era del ascenso.

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