jueves, diciembre 11, 2025

El Ultimate frisbee vale la pena

Por Iván Caraza

Todo comenzó en 1998 con un disco lanzado en la plaza Florencio Sánchez, en los
bosques de Palermo de la Ciudad de Buenos Aires, a pocos metros de lo que hoy
es el estadio Guillermo Vilas. Era un disco cualquiera, de esos de plástico duro que
parecen inofensivos hasta que giran en el aire con esa mezcla de precisión y
capricho. No había público ni camisetas oficiales, tampoco líneas marcadas en el
césped. Apenas un puñado de curiosos persiguiendo el vuelo del objeto como si
llevara consigo la promesa de convertirse en algo más.

Era la década del 1990 y, en medio de una Ciudad de Buenos Aires que parecía
vivir siempre a la espera de algo nuevo. En esa época, muchos estadounidenses se
radicaban en el país cuando las empresas para las que trabajaban abrían oficinas
en Buenos Aires. Es ahí donde el norteamericano Demian Hodari buscaba con quién
seguir jugando a lo que para él era más que un pasatiempo. Había traído consigo un
deporte que en Estados Unidos tenía nombre propio: ultimate frisbee.

Al principio eran muy pocos, no más de 16 personas. Algún estudiante extranjero,
algún amigo porteño dispuesto a probar, y hasta corredores que, al terminar su
rutina en los bosques de Palermo, se animaban a sumarse un rato. Se formaban
equipos improvisados, se jugaba con las mochilas como límites de cancha, y los
puntos se gritaban más por diversión que por competencia. Lo extraño, lo que más
sorprendía a los recién llegados, era que no había árbitros. Cada jugador debía
reconocer sus propias faltas y resolver los desacuerdos en la cancha. Un pacto
frágil y poderoso a la vez, basado en la confianza y en la esencia de la disciplina: el
espíritu de juego. Había que aceptar que, incluso en la intensidad del partido, el
respeto estaba primero. Sin embargo, funcionó.

Y esos pocos fueron suficientes. El juego empezó a repetirse cada fin de semana,
en Palermo, en Núñez, en canchas improvisadas en plazas y parques de la zona.
Un disco rodaba de mano en mano y, sin saberlo, estaban escribiendo las primeras
líneas de una historia que hoy lleva casi tres décadas en Argentina.

Qué es el ultimate frisbee: un juego de dos equipos, un disco volador y sin árbitro - LA NACION

Con el tiempo, lo que había nacido como un pasatiempo extraño se organizó.
Aparecieron equipos como DiscoSur, Cadillacs, Aqua, BigRed y Spukay torneos
improvisados y finalmente una asociación que le dio forma oficial: la Asociación de
Deportes de Disco Volador de la República Argentina (ADDVRA), fundada en 2008.
Hoy son 809 socios que sostienen esa estructura, aunque los recursos sigan siendo
escasos y la difusión, mínima. Pero hay algo que nunca faltó: pasión.

Espartanos fue uno de los equipos que marcaron una etapa importante en el país
desde 2015 hasta 2018. Conformado en buena parte por los pioneros, ese grupo se
convirtió en semillero de lo que vendría después. De allí nació Hammers Ultimate
Buenos Aires, que con los años se transformó en el equipo más exitoso del país,
representando a Argentina en eventos internacionales como los panamericanos o
mundiales, ambos eventos organizados por la World Flying Disc Federation.
Acumulan 5 títulos nacionales, 4 en la categoría mixta (2018, 2021, 2022, 2023) y 1
en la categoría open (2023), y 5 veces ganaron el Torneo Ciudad de la Furia (2019,
2022, 2023, 2024, 2025), forjaron una identidad ganadora y construyeron una
historia que todavía hoy se cuenta en las canchas. Luis Machado, uno de los
capitanes de aquellos tiempos, lo recuerda con una mezcla de nostalgia y orgullo:
Espartanos fue la base de lo que hoy es Hammers. Ser parte de esos proyectos fue
de lo mejor que me pasó en la vida. No había cámaras ni prensa, pero sí algo
mucho más grande: la sensación de estar construyendo un camino”.

Ese camino fue tomado luego por nuevas generaciones. Hoy, el capitán de
Hammers es Máximo Pugliese, considerado por muchos el mejor jugador argentino
de ultimate frisbee. Habla con la serenidad de quien sabe que la historia no depende
de una sola persona, sino de un grupo entero. “Los experimentados se fueron y
ahora toca remar. Los que antes jugábamos menos hoy estamos más metidos.
Queremos volver a poner a Hammers en lo más alto”, explica. Su tono no es de
queja ni de lamento: es un reconocimiento sincero de lo que significa sostener un
legado.

Ultimate frisbee: acción al plato

Mientras tanto, otros equipos fueron apareciendo: El Combo, con un estilo
combativo y alegre, y varios que se expandieron por el interior del país, desde Córdoba con el único equipo de la provincia: Ultimate Frisbee Córdoba, hasta el Litoral donde se encuentran equipo como RUF (Rosario Ultimate Frisbee), El Quilla y Malón en Santa Fé, Tsunami Echagüe y Capibá en Entre Ríos. Con cada nuevotorneo, la comunidad crecía un poco más, aunque nunca perdió la familiaridad de aquellos inicios. Cada año, esa historia encuentra su punto máximo en Benavídez, donde se celebra el torneo internacional Ciudad de la Furia. El nombre, tomado de la famosa canción de Soda Stereo, le da un aire mítico.

Durante un fin de semana, equipos de Argentina, Uruguay, Brasil, Colombia y Bolivia se cruzan en una mezcla de acentos, estilos de juego y culturas. Más de 200 jugadores se reparten en una docena de equipos, y las canchas se llenan de colores, gritos de aliento y discos volando a toda velocidad.

El Ciudad de la Furia, que se celebra siempre en Semana Santa desde 2019,
específicamente el fin de semana y con un único ganador hasta ahora, Hammers,
es considerado por muchos el torneo más emblemático del país y del cono sur ya
que no es solo un torneo: es una celebración que convoca equipos de casi todos los
países de América del Sur. Se compite y se quiere ganar, pero también se vive
como un encuentro, jugadores de Argentina, Colombia, Chile, Uruguay, Bolivia y
Brasil pisan suelo argentino para jugar con sus equipos y compartir de este espacio
dedicado al Ultimate Frisbee.

Al terminar cada partido, los equipos se reúnen en círculo para la ronda de espíritu. Allí, los capitanes y jugadores se felicitan por las buenas jugadas, reconocen actitudes de fair play y reflexionan sobre lo que ocurrió. Es un momento breve, pero simbólico: recuerda que el ultimate no se juega solo con el cuerpo, sino también con la palabra. Damián Alvez, capitán de Flama de Uruguay, lo explica con sencillez: “El ultimate es familia, es un estilo de vida. Me permitió conocer países y tener experiencias únicas con mis amigos”.

Todo comenzó en Estados Unidos en 1968 cuando un grupo de estudiantes empezó a lanzar un molde de lata de la empresa Frisbie Pie Company

Las palabras de Alvez resumen lo que los jugadores sienten. Porque detrás de cada
torneo hay un sacrificio enorme: viajes pagados de bolsillos propios, horas de
entrenamiento robadas al trabajo o a la facultad, camisetas diseñadas por los
jugadores y rifas organizadas para costear gastos. No hay contratos ni sponsors
millonarios como en otros deportes, algunos son patrocinadores minoristas que
aportan lo que pueden, como uniformes o a solventar parte de los gastos. Lo que
sostiene todo es una convicción: la de que el ultimate frisbee vale la pena.

En la cancha, la dinámica tiene su propia belleza. Cada partido comienza con un
saque, el pull, que viaja alto hasta caer en manos del rival. Quien recibe debe
detenerse, establecer un pie pivote y lanzar. Tiene apenas diez segundos para
decidir. Esa presión obliga a pensar rápido y confiar en los compañeros. Un pase
fallido cambia la posesión; un acierto puede abrir la puerta a un punto. La cancha
mide 100 metros de largo por 37 de ancho, y los goles se definen en zonas de 18
metros en cada extremo.

Pero las dimensiones y las reglas son apenas la superficie. Lo más impactante es lo
que se ve alrededor: la risa compartida después de una jugada insólita, el aplauso a
una atrapada rival, el abrazo final sin importar el resultado. No hay insultos al árbitro
porque no hay árbitro. Lo que hay son jugadores que se miran a los ojos y
resuelven.

NUEVO DEPORTE EN RÍO TERCERO: ULTIMATE FRISBEE – Ojo Web

Con el tiempo, la comunidad argentina se fue cruzando con la internacional. En
Colombia, por ejemplo, el deporte creció hasta convertirse en disciplina universitaria.
En Venezuela, encontró su lugar en torneos regionales. Y en Europa, las rondas de
espíritu se consolidaron como parte ineludible de cada encuentro. La Argentina, con
sus propios matices, fue sumándose a esa red mundial. Hoy, la World Flying Disc
Federation (WFDF) calcula que unos diez millones de personas en más de cien
países juegan ultimate frisbee. Cada uno de ellos comparte la misma convicción:
que un deporte puede sostenerse en la confianza mutua.

En Argentina, esa convicción sigue escribiéndose en cada torneo nacional mixto,
open y femenino, en cada entrenamiento nocturno bajo luces prestadas, en cada
viaje largo en micro con mochilas cargadas de discos y botines. Los jugadores se
reconocen entre sí, se saludan como viejos amigos aunque se enfrenten, y saben
que, más allá del marcador, lo importante es que el disco siga volando.

Porque al final, lo que queda no son solo títulos o estadísticas. Lo que queda es la
memoria de un pase perfecto bajo la lluvia, la risa después de un error absurdo, la
mano tendida de un rival que ayuda a levantarse, el abrazo compartido al terminar el
partido. Lo que queda es esa certeza simple y poderosa: mientras haya alguien dispuesto a lanzar el disco y otro dispuesto a correr tras él, el ultimate frisbee nunca dejará de volar.

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