lunes, diciembre 1, 2025

Magdalena Portela: “Hay una línea muy fina entre hacer algo por amor o por obsesión”

Por Martina Espada y Juan Graib

Los sábados en el CeNARD son un síntoma de los tiempos. Los autos se suben a la banquina, bañan sus carrocerías en tierra y hacen una batahola de bocinazos para encontrar donde reposar. Hasta el verano se adelanta para tener un lugar, fundiendo el pavimento y las zapatillas deportivas en un espejismo. En las once hectáreas que ocupa el recinto, parece juntarse todo el tráfico de Capital Federal, en una sociedad que rueda atrás de lo mismo: una pelota, un aro, un récord. Una marca. Y ahí, de espaldas al arco ladrillado que da entrada a la casa madre del deporte nacional, está Magdalena ‘Magui’ Portela, mirando lado a lado como si estuviera por cruzar la mini avenida que es Miguel B. Sánchez todos los fines de semana para volver a su casa.

“Y no saben lo que es irse de acá…”, esbozó la nadadora, contemplando el hormigueo de los autos con una risa nerviosa. “Suerte”.

Acaba de salir de su último entrenamiento de la semana. Sus ondas rubias dan prueba del cloro y sus ojos café todavía se descontraen después de repeler el agua por tres horas. Vive en la pensión del CeNARD hace un año, pero en un rato le toca volver a casa de sus papás para descontracturar.

Magdalena Portela explica, riéndose: “Ahora voy por las perritas”.

La nadadora confirma que tiene dos: “Sí: Pecas y Olivia, son las dos hembras. Olivia es negra, con las patitas marrones, tiene seis meses. Y Pecas, bueno… tiene pecas, no podía llamarse de otra forma”, añadiendo otra risa.

Sobre si son tranquilas, Portela contesta: “Más o menos. Son muy tiernas, igual. Yo soy muy de los perritos, me encantan, los amo. Si pudiera, me las traería para acá”.

“Normalmente me voy para casa y pasó el fin de semana con mi familia —cuenta—. Cargo un poquito de energía, de cariño, de amor, y después vuelvo para acá el domingo a la noche para seguir entrenando”. A veces, dice, los planes cambian: “Por ahí mi compañera de habitación, Romina (Inwinkelried), o los chicos nos piden juntarnos un rato”.

En agosto, Magui estuvo en Asunción, Paraguay. Compitió en los Juegos Panamericanos Junior representando a la Selección Argentina. Ganó la medalla plateada en los 400 metros y después de cuatro años logró bajar sus marcas: en los 200 mariposa y los 400 combinados, tras romper su barrera de 4:50.00. También fue segunda en las postas argentinas. En total ganó 4 medallas de plata y una de bronce.

Magui venía persiguiendo ese tiempo hacía meses. Los entrenamientos se habían vuelto una lucha constante con el cronómetro, una carrera silenciosa entre la mente y el cuerpo. Nada parecía alcanzar: los segundos no bajaban, las marcas no se movían. Pero esa obstinación que la caracteriza no la dejó rendirse.

“Era lo que estaba buscando hace mucho tiempo y no me salía. Yo necesitaba que saliera. ‘Lo tengo que hacer’, me dije. Me tiraba una y otra vez: 4:51, 4:52… y no podía creerlo. Hasta que el día de la carrera simplemente dije: ‘hoy lo voy a hacer’”, cuenta.

El día de la competencia, con todo el país mirando, no pensó en el reloj. Se enfocó en disfrutar. En fluir con el agua, en sentirse parte del momento.

“Fui a disfrutar”, dice. “Porque de eso se trata también. Es un deporte durísimo, a veces injusto. Te rompés el lomo, hacés todo bien, y no sale. No porque no diste todo, sino porque no era el día, o te sentís pesada, o lo que sea. Pero esa carrera tuvo algo distinto: me sentía agradecida de estar ahí. Me había ganado ese lugar. Sabía que podía y lo hice. Así, simple.”

Y así fue. Sin pensar en los segundos, los bajó. Con la serenidad de quien ya había ganado antes de lanzarse al agua.

Walter, el hombre de chomba negra que custodia la entrada al CeNARD, le negó la entrada a Magui y su compañía. Justificó que no existió una consulta previa y dejó en claro que, de haberla asentado, no se habría podido grabar nada desde adentro- aunque en ningún momento se habló de esa posibilidad. Fiel a su estilo, contraatacó con un sonriente “bueno, gracias” y revoleó los ojos al banquito blanco postrado en el portón, que está absorbiendo el calor como los perros de raza a su derecha.

En la pileta, encontró algo más que una marca personal: un límite que no era físico, sino mental: “La exigencia está siempre, pero hay que conocer hasta dónde. Hay una línea muy fina entre hacer algo por amor o por obsesión. A veces lo hablo con Macarena (Ceballos), mi compañera, que tiene mucha más experiencia que yo. Y coincidimos: el desafío está en disfrutar el proceso sin perder la cabeza”.

Tiene su bolso en la pensión, pero no se apura por ir a buscarlo. Romina Winkelried, su compañera de Selección y de habitación, la espera ahí para irse con ella. Romina lleva dos años en Buenos Aires, aunque recién este año empezaron a compartir cuarto. “Llegué en marzo de 2024, y este año empecé a estar con ella”, aclara . Antes vivía sola, pero hoy no lo cambiaría: “Prefiero estar con Magui, porque te da tu espacio cuando lo necesitás. Es muy compañera, muy respetuosa”.

Incluso antes de meterse al agua, la conexión entre ambas ya está presente. “Antes de nadar, las dos hacemos un buen calentamiento, siempre”, asegura. “Por ahí dispone un poco más de tiempo que yo, pero para las dos es clave. No entramos al agua sin calentar bien”.

Aunque cada una pertenece a un equipo distinto, suelen coincidir en los entrenamientos. “A veces hacemos cosas diferentes, pero muchas veces nos toca nadar al lado”, cuenta. En esos momentos aparece una competencia sana, casi automática. “Nos vamos mirando —menciona— y cuando una ve que la otra viene nadando a la par, nos vamos picando. Es como si fuéramos un equipo, pero sin serlo”.

En esa complicidad silenciosa se refleja una parte esencial del vínculo: la exigencia compartida, la motivación mutua, el impulso que las empuja a rendir siempre un poco más.

Romina Winkelried, compañera de habitación y de Selección de Magdalena Portela, describe la dinámica de su convivencia en el CeNARD, destacando el respeto y la empatía mutua.

Romina afirma sobre compartir cuarto con Magui: “Es súper compañera, atenta, respetuosa de los espacios. Si tuviste un mal día y no querés hablar, lo entiende; si tuviste un buen día, enseguida te pregunta cómo te fue”.

Continúa explicando la facilidad de la convivencia: “Tiene esa sensibilidad, esa empatía que hace que convivir sea muy fácil. La verdad es que fue una de las mejores cosas que me pasó al llegar a Buenos Aires. Conocerla, compartir este momento, este trayecto de la vida con ella”.

Hace una pausa, como buscando la palabra justa:

—Creo que esa madurez viene de los deportistas que están metidos en el deporte desde chicos. Que pasaron por tantas situaciones de exposición, de presión, de estar al límite, que ya desarrollan otra manera de ver las cosas. En el día a día, eso se nota: saben cuándo hablar, cuándo escuchar, y cómo acompañar sin invadir—.

Entre ellas hay una relación que trasciende lo deportivo. “Siempre me dice que soy como su hermana mayor”, cuenta entre sonrisas. Esa complicidad se fue construyendo con el tiempo, en entrenamientos, concentraciones y charlas de habitación compartida. “Yo siempre soy de aconsejar, en general a la gente cercana. En lo que puedo dar una mano, lo hago. Y si veo que alguien se está equivocando, trato de dar mi opinión desde lo que viví, desde las cosas que me fueron pasando, para que pueda mejorar”.

Siempre vivió en Lanús con sus papás. Iban de un lado a otro por Magui: “Mi papá dejó un montón de cosas de lado para llevarme y traerme de Lanús a Ramos Mejía, de Lanús al Palomar, de Lanús a todos lados y siempre dándome charlas motivacionales en el auto que para mí fueron parte de quien soy”.

Eliana Walter jugaba al básquetbol en Talleres de Lanús desde que tenía cinco. Cuando cumplió 20, cruzó caminos con el base de Defensores de Banfield: Javier Portela. Antes de desarrollar el resto de su vida deportiva en el kitesurf, le llegó la chance de seguir picando la pelota naranja en Grecia. No solo le tocó determinar el porvenir de su carrera, sino también el de su relación con Eliana. Pero el destino tomó la decisión por ellos cuando trajo a sus vidas a Magdalena Portela el 8 de julio de 2005, dejando la semilla del deporte en sus genes.

Norma Salva, su abuela, apagó la hornalla y abrió la lata floreada de la que sobresalió un surtido de galletitas dulces. No necesitó prender la luz cálida, porque la tarde amarilló la cocina con el ventanal. “En sus primeros dos años y medio, Magui estaba conmigo todo el día”, confesó. “Me daba lástima que, cuando no iba al jardín, se la pase encerrada acá. Entonces le pedí el permiso a Eliana para llevarla a nadar al Club Marplatense, acá en Lanús, y me dijo que sí. Desde el primer día hizo como que la pileta era de ella. Había compañeritos varones de su edad que le tenían pánico al agua y yo, por orden de la profesora, la tiraba al fondo. Cuando salía del agua, me gritaba ‘¡más! ¡más!”.

Estiró el mate y se reincorporó después de divertirse con el recuerdo, para reflexionar sobre la mentalidad de su nieta: “Evidentemente fue su pasión desde que tuvo idea; creo que en otra vida fue un pez. Ese año, compramos una pelopincho enorme para ella y la llevamos al Club Lanús donde era todo más profesional. La llevábamos a nadar dos veces por semana, pero nos pedía ir todos los días”.

El talento excepcional de la joven nadadora se hizo evidente desde el primer día en el club. Su entrenadora, Natalia Saraceno, recuerda con claridad el momento en que notó que no era una deportista más. “No hacía falta mucho para notarlo: mientras las demás chicas seguían las consignas del grupo, ella parecía ir siempre un paso adelante”, describe Natalia, señalando la precocidad y la habilidad natural de la niña.

La entrenadora relata una anécdota que ilustra perfectamente esta diferencia de nivel: “Me acuerdo que en la primera clase, estaba en otro nivel —cuenta entre risas—. Yo la había puesto a practicar las actividades que correspondían a su edad, al grupo que tenía, pero claro enseguida se notó la diferencia.” Esta distinción fue tan marcada que incluso generó una reacción inmediata de su madre, quien cuestionó la rutina básica. “Bajó la mamá y habló con el coordinador: ‘¿Qué hace haciendo estas actividades tan básicas?’” relata Natalia, quien rápidamente aclara el malentendido: “Después nos reímos mucho de eso, porque claro, era la primera clase y yo necesitaba ver en qué nivel estaba, dar mi diagnóstico, mi evaluación, ver cómo se movía—.

Esa “primera impresión” fue suficiente. El potencial de la joven era innegable, y la decisión fue inmediata. “Inmediatamente empezó a entrenar con una categoría superior. Ya no con las infantiles, sino con las menores. Y eso duró muy poco, porque enseguida se adaptó a las chicas mayores—.” Desde sus comienzos, su rendimiento y la madurez física la situaron rápidamente por encima de sus compañeras. “Parecía más grande, no solo por su contextura, sino sobre todo por su rendimiento deportivo. En la natación, eso se nota enseguida su nivel era otro y es fundamental buscar esa detención temprana—.

Además de su talento innato, la joven deportista se destacaba por su compromiso y disciplina. “Era de esas deportistas que nunca faltaban aunque tuviera sus responsabilidades, porque era una nena”, describe Natalia. La entrenadora subraya que, incluso desde pequeña, supo priorizar el deporte: “de chiquita podía decidir entre ir a un cumpleaños o entrenar, y elegía venir.” Esta predisposición marcaba la diferencia: “Se destacaba por su buena disposición por sobre los demás, más allá de la facilidad que tenía, no solo para nadar.” En aquel momento, Natalia se encargaba de su preparación física, describiendo la labor como “la típica de los clubes, donde el preparador hace un poco de todo.” A pesar de la preparación generalizada de ese inicio, el talento de la nadadora brillaba con luz propia, ya que “aun así era súper talentosa”.

Después de esa primera etapa, encontró su lugar. La entrenadora lo recuerda como un cambio clave, no solo deportivo sino también emocional.

—Empezó a nadar en el lugar donde hoy sigue entrenando —cuenta—. Se sintió cómoda desde el principio—.

Esa comodidad, explica, no se trató solo de una pileta nueva, sino de un entorno que la abrazó.

—Formó un grupo de pertenencia con sus entrenadores, con sus compañeros y eso es fundamental —destaca—.

Porque, en la natación, el tiempo lo es todo: las horas dentro y fuera del agua, los viajes, los entrenamientos, los vínculos que se crean.

—Son muchas horas —afirma—. Entonces, que el chico se sienta cómodo, que los padres confíen, que haya un clima de trabajo sano, hace toda la diferencia—.

Magui y Natalia no se contactan con la frecuencia de antes, pero no se olvidan de su historia. Cuando expresó en Instagram su emoción por haber bajado sus mejores marcas en Asunción 2025, Saraceno dio testimonio de sus años: “Disfrute mucho gran mujer!! Esa pequeña Magui se lo merece”. A su dedicatoria, la nadadora le agradeció y le retrucó: “Siempre vas a ser parte de esa mini Magui”.

Felipe Gobello, preparador físico, estacionó su Chevrolet Classic en el cruce de Garibaldi y Tres de Febrero. A las 10 de la mañana, todo San Isidro está encerrado en su trabajo menos él. Cuando habla de su alumna “Entrenarla es como entrenar a un caballo de carrera: solo va para adelante y hace lo que le decís. Da la seguridad de que si yo le digo lo que tiene que hacer, va y lo hace. Y si le fue fácil, me pide si puede ser más difícil. También es muy de buscar y compartirme información, ejercicios o cosas que hacen otros nadadores de afuera. Es muy proactiva y curiosa en ese caso”.

Esa curiosidad se refleja en los pequeños gestos cotidianos. “Imaginate —explica Felipe— que está mirando en redes algún video de un nadador de su categoría, o que nada su misma prueba, y de golpe le aparece un ejercicio nuevo. Se lo guarda y me lo manda”.

Él nota la diferencia entre el inicio —hace cinco años— y la actualidad y como creció. “Cuando la conocí era mucho más chica, otro desarrollo, otra intensidad, y realmente se vio una evolución tanto física como mental”, expresa.

El entrenador explica el origen de su relación con la deportista. Con un tono que denota claridad y reconocimiento por el nivel de la atleta, detalla que el inicio de su trabajo conjunto se debió a un logro deportivo significativo: “Por ser parte del equipo de la Selección Argentina y al ingresar pasa a estar conmigo”. Con esto, subraya que la nadadora se incorporó a su tutela en el momento en que alcanzó la categoría de selección nacional.

En cada detalle, en cada intento por mejorar, se resume su manera de ser: inquieta, atenta y con una determinación que no se apaga ni cuando termina el entrenamiento.

—Ah, mirá vos, me olvidaba de esto —dice Norma, después de tirar sus ojos al horno. —El domingo fuimos a almorzar y Magui hizo un cheesecake espectacular. Cuando lo desmoldó y le sacó el aro, no lo podíamos creer: le quedó perfecto. Viste, de esos que te dan ganas de sacar una foto antes de cortarlo. Le gusta eso. Le encanta cocinar, sobre todo la repostería. Siempre está haciendo algo cuando llega a casa: un budín, una torta, algo dulce para el fin de semana. Para la comida no tanto, pero los postres… los postres son lo suyo—.

En el fondo, no es tan distinto a lo que hace en la pileta. En ambos lugares busca el punto justo: ni más ni menos, lo exacto. Hay concentración, hay paciencia. Maneja ese pulso que no se apura. Como si cada brazada o cada cucharada tuvieran su propio ritmo. Su propia respiración.

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