jueves, noviembre 27, 2025

Diego nuestro, que estás en el cielo…

Por Luna Leylen Lorenzo

La luz parecía haberse rendido ante el acero del techo, hubo un pequeño milagro de geografía y de timing. Un único rayo de sol, fino y cálido, encontró un hueco entre las vigas y bajó para elegir a una persona entre miles: Diego Maradona, con una remera celeste Puma pegada al pecho y los brazos abiertos como si estuviera recibiendo algo que solo él podía ver. Miraba hacia arriba, al cielo que apenas se veía entre el cemento. En ese instante, no parecía un hombre recordando su gloria, sino una figura convocada por una fuerza superior, como si el estadio entero hubiese sido construido únicamente para iluminarlo a él.

Esa imagen se volvió instantánea en su lectura mística, especialmente porque ese partido, Argentina contra Nigeria en el Mundial 2018, terminó siendo un testimonio de la fe futbolera en su estado más puro. La Selección avanzaba con angustia, rozando la eliminación, mientras la pelota ardía en cada pase como un rosario que se desarma en las manos. Y cuando ya parecía que el milagro no llegaría, apareció Rojo y empujó la pelota al fondo del arco. Fue un gol que no solo clasificó a la Argentina a la siguiente etapa: fue una resurrección. Un acto de fe en el estadio de San Petersburgo.

Esa mezcla de lo divino con lo terrenal, de lo sagrado con lo desprolijo, es la que sostiene la figura de Maradona como un Dios popular. Pero no el Dios de los vitrales ni el de las estatuas de mármol: el Dios que se cae, que grita, que se equivoca y vuelve a empezar. El Dios humano, demasiado humano.

De esa devoción nace también el gesto de Sofía Sclocco, directora de arte y ambientación para cine, quien decidió montar un altar para Diego durante el Congreso Maradoniano celebrado hace unas semanas. “Yo tengo mi propio altar de Diego Maradona en mi casa, así que quise hacer algo más grande, algo que la gente pudiera popularizar y apropiarse, para convertirlo en ese dios popular, casi pagano, que es Diego para muchos de nosotros”, explica. Su intención no era solo estética: era un ritual. Una forma de ofrecer un lugar de encuentro con ese dios desobediente que acompaña sin juzgar.

Sclocco lo explica sin contradicción. Ella misma se declara atea, lejos de cualquier religión tradicional, pero encuentra en Diego algo que no halló en templos ni escrituras: “Ante cualquier situación difícil apareció esa costumbre de prenderle una vela al Diego. Y es algo que me hace bien, que no encontraba en otro lugar”. 

Capaz por eso su figura persiste en todas partes: en la política, en la cultura, en la literatura, en el deporte, en la esquina de un bar donde alguien lo nombra como si hablara de un pariente que nunca se fue. Diego ocupa todos los universos porque se encargó, en vida, de no dejar ninguno libre.

Esa tarde en Rusia, cuando el sol lo eligió entre miles, Diego no solo estaba viendo un partido. Estaba manteniendo, sin saberlo, una cadena invisible de creencias, promesas y agradecimientos que lo reviven. Era él, pero era también el reflejo de un país entero que busca, en medio de la duda, un gesto que lo salve.

El fútbol y la fe muchas veces caminan por el mismo sendero, uno donde la pasión se mezcla con la esperanza, y los milagros parecen posibles si una pelota entra o no en el arco. En Argentina, ese camino tiene nombre y apellido: Diego Armando Maradona.

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