Por Lucas Huerga
Diego Armando Maradona es, al menos en el terreno del fútbol, un prócer de nuestro país. Pero trascendió muchísimo más que el verde césped. Quedarnos con su talento en el deporte —solamente— sería un error. Maradona no “cumpliría” 65 años. Maradona cumplió 65 años. Y fue el pasado 30 de octubre.
Maradona integra un selecto grupo de personas que pueden generar que desconocidos —o no— armen fiestas y homenajes para celebrar un nuevo cumpleaños, aun cuando físicamente no continúa en este plano. Hay miles de adjetivos para describirlo pero el que mejor le calza es que fue —y es— argentino, en la inmensidad de lo que eso representa.
El jueves 30 de octubre, el Museo del Mate, ubicado en el corazón de la Ciudad de Buenos Aires, Avenida de Mayo 853, albergó la Navidad Maradoniana. Lejos de ser una ironía, el título refleja la devoción que siente el argentino por él. Apenas al cruzar la puerta, el lugar estaba lleno de vitrinas repletas de mates —antiguos, modernos, tallados, de plata o de madera— y, entre ellos, decenas de referencias al ídolo. Fotos, camisetas, stickers, afiches, dibujos, objetos intervenidos con su rostro. El fútbol y el mate, dos rituales nacionales, se cruzaban en una misma ceremonia.
La atmósfera tenía algo de museo y algo de cancha. Los visitantes se movían entre los diferentes sectores con un respeto que no llegaba a ser silencio. Se escuchaban murmullos, risas, canciones. Una réplica de la Copa del Mundo descansaba sobre una mesa. Cerca, una radio vieja reproducía el relato del gol a Inglaterra, esa narración que ya no se escucha
con los oídos sino con la memoria. A lo lejos un grupo rodeó a una de las personas presentes: era Ramón “El Mencho” Medina Bello, campeón de la Copa América con Argentina en 1991 y 1993: “Yo compartí poco con él. Estuve en el repechaje contra Australia y el Mundial de Estados Unidos 1994, pero fue algo increíble. Diego era increíble”, contó.
A las nueve en punto, se pidió silencio. En el centro del salón, un hombre de unos 60 años subió a un pequeño escenario con un papel en la mano. Se trataba de la lectura del Poema Diego, uno de los momentos más esperados. El público se acomodó sin hablar. Cada verso destacaba una parte de la vida de Maradona: el potrero, la pobreza, el gol imposible a Inglaterra, los golpes y la resurrección. Entre párrafo y párrafo, un aplauso espontáneo y generalizado lo interrumpía, y en ese aplauso había tanto respeto como emoción contenida.
Juan Ramón Fleita, más conocido como Lagarto, fue un ex jugador argentino. Pasó por varios clubes pero su relación con Diego se dio en Racing. Primero porque Maradona le aconsejó estudiar y entrenar duro, y de esa manera iba a llegar a Primera. Segundo, porque fue él mismo quien lo dirigió años más tarde en la Academia. Fleita estuvo presente en el Museo del Mate, y no dejó pasar la oportunidad de hablar sobre el Diez: “Fue muy importante. Así como se lo veía por tele, era tal cual en persona. Es movilizante estar acá y acordarme de aquellas épocas”.
Las voces de los exjugadores se mezclaban con las del público, que escuchaba en silencio, casi con reverencia. Cada anécdota era un pedazo del mito contado desde adentro. Los relatos hablaban de la generosidad de Maradona, de sus gestos sin cámaras, de su obsesión por los detalles y de su sensibilidad con quienes lo rodeaban. El Diez que jugaba al límite era el mismo que, fuera de cámara, llamaba por teléfono a un hincha enfermo o le regalaba botines a un pibe sin recursos. En ese contraste se sostenía su grandeza.
En uno de los muros del museo había una frase pintada: “No importa lo que hiciste con tu vida, sino lo que hiciste con las nuestras”. Nadie la leía en voz alta, pero todos la entendían. Maradona fue un espejo. En él, cada argentino vio algo propio: la rebeldía, la gloria, la contradicción. Su vida no fue ejemplar, pero fue auténtica. Y esa autenticidad se convirtió en un valor sagrado. El público se detenía frente a los objetos como quien mira reliquias. Un mate con la firma “D10S”. Un póster de Napoli de 1987. Un recorte de diario de México 86. No eran solo recuerdos: eran testimonios de una era en que el fútbol se vivía con una intensidad irrepetible. Maradona fue más que un jugador: fue una síntesis emocional de la Argentina. Capaz de unir, por un rato, lo que normalmente está dividido.
Entre charla y charla, se escuchaban recuerdos. “Yo lo vi en La Paternal”, decía uno. “Yo lloré cuando volvió a Boca”, respondía otro. Los relatos se encadenaban y formaban una historia única. Nadie tenía la verdad, pero todos compartían un mismo sentimiento. A esa
altura, el evento había dejado de ser una celebración para convertirse en un retrato del país. Porque hablar de Maradona es hablar de Argentina: de la calle, del potrero, del orgullo, del desborde, del milagro. El recorrido no solo provocaba recuerdos; también despertaba debates y reflexiones. Grupos de amigos discutían sobre cuál había sido el mejor gol, la jugada más brillante o el partido más significativo.
El evento ya estaba organizado de antemano con horarios para cada sección. Y es allí cuando se dio lo más movilizante: las 22:10, que en realidad todos en el lugar sabían que el significado eran las 10 y 10. Se cantó el feliz cumpleaños, para luego cerrar con Ho Visto
Maradona. Se reflejaba en las caras del público la emoción. Todos los sentimientos, recuerdos, la nostalgia se juntaron en ese instante. Posteriormente, Mariano Barbari, uno de los organizadores del evento, enfatizó su fanatismo por Maradona: “Yo soy muy maradoniano desde siempre. En Regalando Pasión (su propio emprendimiento de objetos personalizados con la licencia oficial de los clubes argentinos) trato de compartir ese fanatismo que tengo por él. Y este evento también es una forma de seguir recordándolo, es un orgullo”.
Yuyo Gonzalo fue uno de los artistas invitados. Su voz llenó el salón con una versión lírica de “La mano de Dios”. El contraste entre la tranquilidad del canto y la efervescencia popular eneró uno de los mejores momentos de la jornada. Al terminar, el artista sostuvo el micrófono y dijo: “Esto no es nostalgia. Es amor en presente. Te quiero, Diego”. Luego, siguió con la lista de temas, algunos sobre Maradona reversionados a folklore y otros directamente propios de Yuyo.
El museo es bastante amplio. Dos pisos llenos de cosas de Diego. Esa mezcla de fútbol y cultura no fue casual. El mate, símbolo de encuentro y de conversación, encontraba en Maradona un reflejo de lo cotidiano convertido en leyenda. En cada vitrina, los objetos hablaban: una tapa amarillenta del diario Clarín del 30 de junio del 86, una pelota Tango con las costuras gastadas, un termo con el escudo del Napoli, una bandera de Boca. Cada pieza parecía tener dueño y al mismo tiempo pertenecer a todos.
Apenas en el ingreso al museo, había un stand con camisetas de Maradona de distintas etapas de su carrera. La gente se acercaba para verlas, muchas sobre percheros o apoyadas en mesas, y se formaban pequeños grupos comentando acerca de las que habían visto en la tele o que habían usado ellos mismos de chicos. Algunos se inclinaban para revisar los números y los escudos, otros señalaban partidos o momentos que les traían. Se charlaba y recordaban goles, finales o anécdotas personales relacionadas con cada época. La dinámica era simple pero efectiva: quienes conocían la historia de Diego compartían recuerdos, y quienes lo habían visto menos en acción escuchaban atentos, generando un intercambio constante. La mejor definición de Maradona es que vistió pocas camisetas en el fútbol argentino, pero aun así todos lo sienten propio.
En otra sala, había un pequeño espacio con objetos de prensa y recortes de diarios, donde el público podía observar la cobertura que Maradona tuvo durante distintas etapas de su carrera. La gente revisaba los titulares, comparaba notas de distintos años y comentaba cómo había cambiado la forma de informar sobre el fútbol. Algunos contaban anécdotas sobre cómo habían vivido esos partidos o noticias, mientras otros simplemente se inclinaban para leer con atención. La dinámica era tranquila, pero generaba una interacción constante: conversaciones surgían de manera natural, y recuerdos que iban desde la niñez hasta la actualidad. Todo traía nostalgia.
En el primer piso, las luces eran más tenues. Allí se pasaban constantemente imágenes en una tele gigante: los goles en México, los festejos en Nápoles, el llanto en la final del 90. Cada video provocaba un murmullo distinto. Unos pares aplaudían, otros simplemente se quedaban quietos, con la mirada fija. El sonido de los relatos originales hacía vibrar el piso de madera. “¡Barrilete cósmico, de qué planeta viniste!” se escuchó una y otra vez, y nadie quiso interrumpir. Se notaba la emoción de la gente mientras pasaban los videos.
Al fondo, antes de subir por las escaleras que daban con el segundo piso, había un sector amplio del museo donde se destacaba un stand especialmente diseñado para exhibir cuadros grandes pintados a mano, cada uno retratando momentos icónicos de la vida de Maradona. Las piezas, de varios metros de altura, estaban apoyadas sobre maderas y resaltaban los trazos de pincel y los colores intensos de cada obra. Los visitantes se detenían uno por uno frente a los cuadros, muchos inclinándose para observar la manera en que el artista había capturado gestos, emociones y movimientos del Diez. La mayoría de los invitados permanecieron largos minutos frente a cada obra, comentando detalles entre sí, señalando la precisión de un trazo, la fuerza de los colores o la expresión en el rostro del
ídolo.
Unos pasos más allá, un grupo de jóvenes compartía sus recuerdos sobre Maradona, pero por cuestiones generacionales, eran digitales: videos de goles, memes y comentarios en redes sociales. La generación que no vio jugar a Maradona se conecta con él a través de estos registros: “Es increíble cómo alguien que nunca vi jugar me hace sentir algo así. Lo quiero como si lo hubiese conocido”, decía uno de ellos.
A medida que avanzaba la noche, la comida se transformó en excusa y el vino en compañía. La botella llevaba la cara de él y tenía de nombre Pelusa. En cada mesa había debates, recuerdos y canciones. Algunos hablaban del Maradona futbolista, otros del Maradona rebelde, otros simplemente del tipo de barrio que nunca olvidó de dónde venía. En un ambiente así, las diferencias desaparecieron. Se discutía con pasión, pero con respeto; se brindaba por Diego y por lo que representaba. Era una comunión popular. Una navidad. Entre los invitados, se podían ver abuelos y nietos compartiendo mesa. Las generaciones se mezclaron naturalmente. Los mayores contaban anécdotas de partidos que los más jóvenes sólo conocían por videos.
Más tarde, cuando el reloj ya marcaba la medianoche, algunos se acomodaron en las mesas mientras otros seguían de pie, todos conversando. Había quienes se conocían desde hacía minutos y ya se trataban como amigos. El vino Pelusa seguía corriendo y el tono de las voces se mezclaba con el canto que subía desde la planta baja. Nadie quería irse. En ese instante, más que un evento, la Navidad Maradoniana se sentía como un refugio emocional. Un lugar donde los argentinos podían reconocerse en lo que son: nostálgicos, apasionados, desbordados y sobre todo, unidos por un nombre que no necesita explicación.
A las 00, ya en el final del evento, el público comenzó a acercarse al escenario principal, donde se iba a realizar la última actividad: un brindis simbólico en honor a Diego. Uno de los organizadores subió nuevamente al micrófono y dijo: “Este brindis no es solo por Maradona, sino por todo lo que representa: la pasión, la alegría y la rebeldía. Y por todos nosotros que lo seguiremos recordando”. Los vasos se alzaron, y se escuchó un silencio profundo, interrumpido solo por el choque de las copas. Posteriormente, sonó al unísono el “Diego Diego, Olé Olé…”.
El Museo del Mate cerró sus puertas ya por la madrugada. En la vereda quedaban grupos conversando, sacando fotos, compartiendo el último mate antes de volver a casa. Algunos hablaban de fútbol; otros, simplemente decían “qué lindo homenaje”. Ninguno quería irse del todo. En el fondo, eso explica por qué cada año se repite. Porque Maradona no pertenece al pasado: sigue ocurriendo. En los murales de los barrios, en las camisetas de los chicos, en los nombres de los clubes, en las historias contadas alrededor de una mesa. Su figura es una herencia que para el futbolero es imposible de ignorar.
Cuando finalmente las luces del museo se apagaron y las puertas se cerraron, quedó la sensación de que la noche había sido mucho más que un homenaje: había sido un registro de la relación que la gente mantiene con Maradona, una experiencia que unía recuerdos, conversaciones y pequeños rituales cotidianos en un solo espacio. La exposición funcionó como una forma de seguir recordando al ídolo y de recolectar emociones, donde Diego dejó de ser solo un jugador famoso para convertirse en un punto de referencia común, un nombre que provoca debates, anécdotas y charlas sinceras.
Al cerrar, el museo no solo había mostrado objetos y recuerdos; había evidenciado cómo un hombre puede seguir influyendo en la vida de quienes lo admiran, cómo su legado se mantiene activo en la rutina de quienes lo vivieron y de quienes lo descubren ahora, y cómo la memoria compartida puede convertirse en un espacio de encuentro donde lo importante
no es la perfección de lo que se expone, sino la manera en que cada persona se reconoce, comenta y participa en ella.
¡Felices 65, Diego!



