martes, noviembre 25, 2025

Jugar futsal, un acto de militancia, pasión e identidad

Por Lucas Grunblatt

Una toalla cuelga de un caño oxidado. El olor a humedad se mezcla con el del mate tibio y el aerosol para calentar los músculos. El gimnasio del club Sunderland de Villa Urquiza en Lugones 3161, parece detenido en el tiempo: piso encerado, paredes agrietadas, red floja. Una pelota rueda sola hasta chocar contra un banco de suplentes.

¡Dale, que arrancamos! —grita el entrenador del Sunderland, Gabriel Sardi,  desde el otro lado del alambrado.

No hay kinesiólogo, no hay cobertura. Pero hay ganas. Siempre hay ganas.

A seis cuadras, en el club Pinocho, en Manuela Pedraza 5139, el contraste es evidente. Las luces LED rebotan sobre un piso impecable; la ropa está bordada, hay pelotas nuevas y planificación semanal. Sin embargo, ni ahí todos cobran. Matías Bazán, arquero titular de Pinocho, se seca la frente con la manga y sonríe antes de empezar el entrenamiento.

Recién desde el año pasado tengo contrato —dice—. Los que vienen de inferiores arrancan con viáticos.

Tiene 22 años y cursa Comunicación Social. Habla con una serenidad que contrasta con el bullicio del gimnasio de Pinocho. “Cuando llegué a Primera y empecé a elegir el gimnasio en lugar de una salida, sentí el cambio —agrega—. No cobrás mucho, pero lo vivís distinto. Ahí entendí que me lo estaba tomando como un trabajo, aunque lo haga con pasión”.

En Pinocho, cuenta Bazán, el acompañamiento marca la diferencia: Tenemos kinesiólogo, médico, sala de videoanálisis, gimnasio. Eso no pasa en todos los clubes, ni siquiera en Primera A.

Hace una pausa, respira hondo.

Es más que un viático, pero no me sobra nada.

Sobre el futuro del futsal, Bazán no duda: “El crecimiento está. Los jugadores se lo toman en serio. Pero los clubes grandes tienen que invertir de verdad: no solo en contratos, también en estructura. Si no, los de barrio no pueden competir”.

La diferencia con otras ligas, dice, es notoria. “La dinámica de AFA es otra: en el juego, en las canchas, en todo. No creo que haya una oposición a la profesionalización, pero AFA debería hacer más, sobre todo en dar visibilidad. Hasta principios de abril esto era un problema, porque solo se televisaban pocos partidos por DeporTV; después TNT Sports empezó a sumar transmisiones y, más recientemente, la liga también llegó a TyC Sports. Nadie está en contra, pero muchos no hacen nada.

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Andrés Lobos, representante de Atlanta en la Comisión de Futsal de la AFA, acomoda los papeles sobre una mesa de plástico en el hall del club en Villa Crespo, antes de hablar.La profesionalización avanza, pero lento —dice—. No es solo firmar contratos, es garantizar que el jugador pueda vivir del deporte sin descuidar su formación o trabajo fuera de la cancha.

Evita hablar de cifras. “Los datos oficiales todavía no están actualizados —aclara—, pero la mayoría tiene que combinar el futsal con otro empleo o estudio. Hay clubes que intentan dar viáticos y mejorar la estructura, pero no alcanza. Los jugadores no buscan privilegios, buscan condiciones mínimas para crecer. Y enseguida Lobos remarca: “No hay oposición formal, pero sí mucha inacción. El problema es la falta de visibilidad y apoyo institucional. Eso frena todo”.

El capitán de Sunderland, Agustín Ricardi, llega apurado desde el Hospital Pirovano. Acaba de terminar una guardia como estudiante de Medicina. No hay plata, pero lo jugamos como si fueran todas finales —dice, mientras se cambia rápido, todavía con los cordones desatados. De día estudia, de tarde trabaja en una oficina que distribuye materiales eléctricos, y de noche entrena. Nunca pensó en dejar el futsal.Además de competir, se formó un grupo humano hermoso. Abandonar nunca fue una opción”.

Ricardi dice que el esfuerzo no choca con la universidad. “Al contrario —explica—, la complementa. Queremos dejarles un mensaje a los más chicos: los colores por sobre todas las cosas”. Enfrentar rivales que sí cobran no lo desanima. Es una motivación —sonríe—. Salimos a jugar con la misma intensidad, o más”.

Ricardi mira el techo del gimnasio del Sunderland, donde cuelgan viejos trofeos oxidados. “Hace falta infraestructura, no solo plata —reflexiona—. Y sentido de pertenencia para que nadie abandone”.

En Argentina, el futsal masculino federado bajo la AFA cuenta con 85 clubes en la Ciudad y el Gran Buenos Aires: 18 en Primera A, 18 en la B, 18 en la C y 31 en la D. Además, existen ligas paralelas como FUTSALA, BAFI y ARGENLIGA, que funcionan como caminos previos o alternativos. En el interior, entre 1.500 y 1.600 equipos juegan en torneos formales, sin conexión directa con el sistema de ascenso de la AFA.

El calor en la tribuna del complejo GB Sports, en San Martín, se mezcla con el vapor del café del buffet. Chacarita enfrenta a El Talar por la división C. Un pibe de 17 años tira un caño y una señora grita desde arriba; “¡Ese es mi nieto, eh!”. En El Talar, apenas dos jugadores reciben viáticos; en Chaca, ninguno. Pero nadie deja de correr.

Thiago Prieto Acosta, jugador de Deportivo Merlo, acomoda los auriculares de la radio Deporte Total Camioneros antes de empezar a hablar. Entreno, juego, laburo, estudio. A toda potencia —dice con tono sereno—.Todavía no se puede vivir solo del futsal, pero hay que construir ese camino. Además de futbolista, Prieto Acosta es periodista deportivo y embajador de Doma, una marca de botines. Su agenda es una carrera de obstáculos, pero sonríe: “El que ama esto no se rinde”.

En los clubes chicos, la pelea es otra. En el 22 de Tablada, donde juega El Tanque FC, las pecheras se reparten entre cinco categorías. Si falta uno, otro usa su remera. Los turnos son rotativos: a veces se entrenan de 23 a 0:30.

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Sardi, técnico de Sunderland, acomoda conos en la línea de fondo. Tiene 60 años y es preparador físico, título que obtuvo tras recibirse en la pandemia por Zoom. No es solo correr y patear —dice, mientras ordena las vallas—. Si no los acompañás, no rinden. Se detiene un momento. Falta espacio, horarios, materiales. Querés trabajar en serio y no tenés tiempo para planificar”. Sardi levanta una pelota y la hace rebotar dos veces. “Si buscás rendimiento, tenés que darles herramientas. Si no, lo que hacés es remar en dulce de leche —sonríe cansado—. Acá tengo lo justo para laburar, pero en otros lados ni eso.

En las divisiones más bajas, la situación se agrava: hay equipos donde los jugadores no solo no cobran, sino que deben poner plata propia:  la falta de recursos se vuelve todavía más evidente. Debe poner para la indumentaria, para los viajes o incluso para alquilar la cancha donde entrenan. A veces los vestuarios no tienen agua caliente. A veces ni siquiera hay vestuarios.

El compromiso con quienes practican el futsal se vuelve militancia: entrenar es casi un acto de fe. Se juega con frío, con sueño, con deudas. El deseo de mejorar no se apaga, aunque conviva con el cansancio. La profesionalización no es un lujo: es una necesidad para que el futsal argentino deje de ser una carga que muchos sostienen con sacrificios invisibles.

Mientras en los clubes del conurbano se pelea por un viático o un kinesiólogo, la Selección Argentina escribe otra historia. Una historia que parece de otro planeta. En 2016, levantó la Copa del Mundo en Colombia, en la final frente a Rusia. Desde entonces, nunca bajó del podio. Subcampeona en 2021 en Lituania tras perder con Portugal, otra vez subcampeona en 2024 en Uzbekistán frente a Brasil. En Sudamérica, campeón de la Copa América en 2003, 2015 y 2022. Finalista en San Juan 2017. Siempre arriba.

La Selección Argentina en el Mundial de futsal de Lituania: grupo, rivales y horarios. - TyC Sports

Argentina es, junto a Brasil y a España, una de las tres potencias más grandes del futsal mundial. Pero lo increíble —o lo injusto— es que buena parte de esos jugadores que hoy levantan copas se formaron en canchas con humedad, con paredes agrietadas y entrenamientos nocturnos. La gloria afuera no siempre se traduce en mejores condiciones adentro. La distancia entre la selección campeona y los pibes del barrio sigue siendo abismal.

Los números también hablan. Según estimaciones periodísticas, apenas entre 50 y 100 jugadores en todo el país logran vivir exclusivamente del futsal. El resto —la enorme mayoría— combina la actividad con otros trabajos o estudios. En clubes con estructura, como Boca, el presupuesto del primer equipo ronda los $200.000 mensuales. Los sueldos van de $15.000 a $25.000 por jugador. En Pinocho o Kimberley, históricos del futsal argentino, el plantel recibe entre $120.000 y $140.000.

El tope salarial para una figura del campeonato metropolitano ronda los $70.000. Pero muchos cobran $30.000 y, a menudo, en negro. Solo casos excepcionales alcanzan entre los $80.000 y los $150.000, también de manera irregular. En la B y en la C casi no hay pagos oficiales. Las ayudas son esporádicas; los viáticos, informales. En inferiores, muchas veces no hay compensación alguna.

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Un sábado de julio de 2025, Platense y Atlanta se enfrentan en Villa Crespo. En medio del partido, un corte de luz interrumpe el juego. Oscuridad total. Silencio. Y de repente, una voz se alza desde la cancha: “¡Sin luz también jugamos, árbitro!”. Las gradas ríen. Se encienden las luces de emergencia y el parquet brilla, apenas. El aire huele a transpiración. En las paredes, los murales recuerdan glorias pasadas: viejas fotos, escudos, frases que nadie borró. Durante la semana, en el gimnasio entrenan más de cinco categorías. Todo convive: la Primera, los pibes, las chicas, los veteranos. Aunque las luces se apaguen, el juego nunca se detiene.

Lo que se vive en esas canchas no se mide solo en goles o resultados. Se respira una cultura de esfuerzo, de pertenencia. Jugadores como Matías Bazán o Agustín Ricardi pasaron por clubes humildes, entrenando en horarios imposibles y con recursos mínimos, antes de llegar a las altas categorías. Otros que hoy brillan también salieron de esos gimnasios de barrio donde se aprende más que futsal: se aprende constancia, compañerismo y amor por el juego.

Esa historia silenciosa de sacrificio conecta a cada jugador con su comunidad. Explica por qué, incluso sin contratos ni viáticos, nadie abandona. El futsal es pasión, sí. Pero también es identidad.

Porque lo que se juega en cada cancha no es solo un resultado: es la posibilidad de pertenecer, de crecer, de tener un lugar. Cada pase, cada viático que no alcanza, cada entrenamiento bajo la lluvia, es una forma de resistencia. No se trata de pedir milagros, sino de reconocer que el amor al juego también debería tener un salario digno.

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