Por Tiziano Moreira
“Los jueces de línea, que ayudan pero no mandan, miran de afuera. Sólo el árbitro entra al campo de juego; y con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge”. Eduardo Galeano, en su libro “El fútbol a sol y sombra” (1995).
“A mí me gusta el fútbol desde chico, pero no tenía las condiciones físicas para jugar profesionalmente”, afirmó Lucas Vázquez, oriundo de Villa Madero, de brazos cruzados y con vergüenza. Quería vincularse al fútbol de alguna manera y a los 17 años encontró la fórmula: hizo el curso en la Asociación Argentina de Árbitros (AAA) mientras terminaba la secundaria, en la escuela Juan Manuel de Rosas, de Tapiales.
Su padre Cristian nunca fue un entusiasta de la redonda, desconfiaba del ambiente y la violencia. Aun así, lo acompañó a su debut como juez asistente en un partido de Intercountry. Lucas lo recuerda entre risas: “Tuve una jugada de gol o no gol. Tenemos un protocolo para levantar la bandera y avisar. Era mi primer partido, estaba nervioso y directamente no hice nada, me quedé duro, sin saber qué hacer”.
En el deporte, una lesión te puede cambiar la vida. La mala fortuna de su pie lo obligó a especializarse como asistente en lugar de árbitro principal. Ese suceso no lo detuvo, pero le enseñó a prepararse mejor y a convivir no sólo con la presión física, sino con la mental, tanto que tiene un psicólogo con el que “simplemente va a hablar”. “Yo creo que el fútbol acá es muy pasional, estamos expuestos siempre a errar”, confiesa con una voz grave y sin mirarme a la cara. “Vas al partido, vas a dirigir”, sentencia.

Cuando dudó en pedirle un café al mozo, se quedó en el limbo unos segundos; eso mismo pasó cuando le pregunté por su sueldo y si tiene otros trabajos. La realidad económica del arbitraje en el Ascenso es precaria. “Todos los árbitros que no sean de Primera, tenemos otro trabajo”, explica. Su sueldo no es suficiente para vivir con su prima Julieta, ya que cobra por partido y en meses sin torneo recibe un mínimo; por ejemplo, en la pretemporada de verano, entre enero y febrero de cada año. Durante un tiempo trabajó en una pizzería para complementar los gastos.
En infinitas ocasiones los árbitros han sido cuestionados, porque “inclinan la cancha” para un equipo, en otras palabras, son hinchas de un cuadro; pero Vázquez sacrificó hasta eso: “Empezando desde tan chico en el arbitraje, se me fue la pasión. Sí veo algún partido que otro, pero la verdad que nunca me involucro en un club”. Su lealtad, asegura, está con el reglamento, y confía en que la de sus compañeros también. La clave para sobrellevar la presión y los errores es simple: “Si nos equivocamos, la clave es borrón y cuenta nueva, para que no afecte en el resto del duelo”.
Así, la figura del juez de línea se revela no como la de un simple ayudante que “no manda”, sino como la de un trabajador que soporta insultos, estudia tácticamente a los equipos, se sobrepone a lesiones y busca un segundo empleo para seguir su vocación. Es un profesional anónimo que paga un precio que la mayoría de la gente jamás llega a ver, sólo para estar en ese espacio verde. Su próximo objetivo: llegar a dirigir en la Primera División.



