Por Juana Enrico
El micro llegó a las cinco de la mañana. Después de un viaje largo, su cuerpo aún estaba cansado de correr detrás de una pelota, lejos de su hogar. Bajó sin decir mucho y caminó hasta el taller de guantes, donde la esperaban sus hermanos. En ese entonces, jugaba al fútbol, trabajaba en una fábrica y, a veces, no siempre, dormía. Gloria Argentina “Betty” García llegó al mundo con un nombre que parecía anticipar su destino, el cual fue construido con esfuerzo a lo largo de los años.
Mucho antes de ese amanecer, su historia ya había comenzado a escribirse. En Avellaneda, donde la pasión suele transmitirse como herencia familiar, eligió otro camino. Su papá, Secundino, era hincha de Independiente, pero a ella no le alcanzaba con la fidelidad heredada: prefirió los colores celeste y blanco de Racing, los mismos de la bandera argentina, los mismos que luego vestiría en la Selección. Esa elección, que parecía rara para algunos, fue en realidad la primera muestra de algo que marcaría toda su vida: la necesidad de construir su propia identidad. Betty no aceptó el destino trazado por otros. Lo mismo haría con la pelota, que en los años sesenta parecía reservada para los varones.

Ser mujer y jugar al fútbol no era una combinación lógica en aquellos años, menos si lo hacías bien. Pero a ella nunca pareció importarle. “Era lo que más me apasionaba. Imaginate lo que sentí cuando supe que podía jugar.” Lo dijo con una mezcla de orgullo y ternura, como si, por un momento, volviera al lugar donde todo empezó. En su entorno era habitual ver que a algunas compañeras las retaban, escondían u obligaban a mentir. Ella, en cambio, contaba con algo que aún hoy menciona con una mezcla de alivio y gratitud: el apoyo de su padre. Él entendía su pasión y la acompañaba, algo esencial para su carrera. Tal vez fue una mezcla de eso: que su papá le dijera que sí cuando el resto del mundo no podía imaginarlo, y su personalidad desafiante, lo que la sigue llevando a luchar por el fútbol femenino.
Cada vez que alguien le negaba el respaldo, parecía identificar precisamente el motivo para empeñarse. En 1971, viajó a México con la selección argentina de fútbol femenino: diecisiete jugadoras sin entrenador, sin médico, sin vestuario adecuado e incluso sin botines. Todo se presentaba como un obstáculo, y aun así saltaron al campo frente a más de cien mil espectadores en el Estadio Azteca. Vencieron 4 a 1 a Inglaterra, en un partido que quedó grabado como un hito para “Las Pioneras”. Esa tenacidad inquebrantable, aun cuando las circunstancias eran adversas, formaba parte de la índole desafiante que siempre la impulsó, y esa misma fortaleza fue la que cosechó frutos a lo largo de su trayectoria.

Hoy, con 84 años, insiste para que otras sigan su camino. Las jugadoras de ahora tienen una historia, escrita por mujeres como Betty, que se animaron cuando no era fácil. “Esto recién empieza”, dice, con certeza. Tiene la esperanza de que, algún día, las mujeres puedan vivir del fútbol. Si los hombres pueden, ¿por qué ellas no? Pronto llegará ese momento en el que ya no tengan que dejar de dormir para sostener una doble vida entre el trabajo y la pasión. En su época, fue la única forma de seguir haciendo lo que amaba. Pero Betty eligió abrirse su propio rumbo, uno que hoy otras pueden transitar con mucha más esperanza.



