Por Merlina Lichtenstein
Llueve en Interlagos. Son las 14.00 del 2 de noviembre de 2008 y el cielo paulista duda entre la tormenta y el sol: caen gotas finas, se asoman relámpagos a lo lejos. En el box de Ferrari, Felipe Massa ajusta el casco y respira hondo. Afuera, más de 100 mil personas corean su nombre, soñando con ver a un brasileño volver a lo más alto del mundo.
La lluvia obliga a retrasar la largada, y recién a las 15:10 el semáforo verde da inicio a la carrera. En ese instante, un país entero contiene la respiración: comienza la historia que quedará marcada entre la gloria y la desilusión.
Desde la pole position, Massa parte con decisión y no mira atrás. Cada vuelta es una declaración de control. Precisión en las curvas, ritmo sostenido, estrategia limpia en los boxes. En la radio, su ingeniero Rob Smedley lo guía con voz serena: “You’re doing perfect, Felipe, perfect”.
Massa lidera sin errores. En las tribunas, la multitud ondea banderas verdes y amarillas. Falta poco más de una hora para que la Fórmula 1 vuelva a tener un campeón brasileño.
El piloto paulista mantiene el control mientras detrás, Lewis Hamilton intenta sobrevivir. El joven británico de McLaren solo necesita ser quinto para quedarse con el campeonato del mundo. Durante casi toda la carrera corre sexto, atrapado entre la presión, la lluvia y la historia.
Cuando Massa cruza la meta, lo hace con más de diez segundos de ventaja. Llora. Grita. Levanta los brazos. Interlagos estalla. En la cabina de Ferrari, los ingenieros se abrazan. En el podio, la bandera de Brasil flamea y suena el himno. Es la gloria. Por unos segundos, el país vuelve a tener un campeón.
Pero en la última vuelta, la lluvia vuelve a intensificarse. En la curva 12, Juncão, Timo Glock —que había apostado por seguir con neumáticos lisos— pierde adherencia. Hamilton, con intermedios, aprovecha la mínima tracción que queda y lo supera justo antes de encarar la subida hacia la recta principal. Diez segundos después, cruza la meta: quinto, campeón del mundo por un punto, 98 a 97.
La cámara vuelve al podio. Massa sonríe, pero ya sabe la verdad. Su padre llora en los boxes. El festejo se transforma en silencio. “Hoy hice todo lo que podía hacer. Gané mi carrera. Pero el título… no era para mí”, dirá minutos después.
Fue la victoria perfecta, y al mismo tiempo, la derrota más cruel.Desde ese día, ningún piloto sudamericano volvió a ganar el Gran Premio de Brasil. Massa se convirtió en símbolo de una generación. Ganó en casa, perdió el título, y dejó una de las escenas más recordadas de la historia moderna de la Fórmula 1. Su desempeño impecable en Interlagos no alcanzó para vencer a la matemática, pero sí para quedarse con algo más profundo: el respeto de todos. En un deporte de egos y fortuna, Massa mostró dignidad y serenidad. Fue un campeón sin trofeo, pero con la ovación intacta.
Diecisiete años después, volvió a pelear por ese título. No en la pista, sino en los tribunales. El brasileño demandó a la FIA, a la Fórmula 1 y a Bernie Ecclestone por el escándalo del “Crashgate” en Singapur 2008, una carrera manipulada que (según sus abogados) alteró el resultado final del campeonato.
El caso sigue abierto en Londres. Massa asegura que su reclamo “no es por dinero, sino por justicia”. Quizás lo logre, quizás no. Pero en Interlagos, cada vez que suena un motor, todavía resuena aquel grito que el viento se llevó: “Felipe campeão!”



