Por Sebastián Bidart
En septiembre de 2019, la Selección Argentina de básquet jugaba la final del Mundial en Pekín. El equipo de Sergio Hernández había dejado en el camino a Serbia y Francia con un básquet de alto vuelo y se plantaba ante España con una identidad renovada. Facundo Campazzo, Gabriel Deck y Nicolás Laprovíttola se mostraban como herederos de un legado que parecía eterno, el de la Generación Dorada. La derrota en la final no borraba nada, al contrario, instalaba la sensación de que el básquet argentino tenía futuro asegurado.
Seis años más tarde, ese espejismo se convirtió en pesadilla. Argentina no estuvo en el Mundial de 2023 ni en los Juegos Olímpicos de París 2024. Lo que hasta hace poco parecía impensado (un seleccionado ausente de los grandes escenarios) hoy es la cruda realidad. Y detrás del derrumbe aparece una palabra repetida en todos los rincones del ambiente: dirigencia.
La caída no fue un accidente ni una mala racha deportiva. Fue un proceso lento, alimentado por la falta de planificación y por la confusión entre éxito coyuntural y proyecto a largo plazo. La Confederación Argentina de Básquet (CAB) utilizó durante años el brillo de “Manu” Ginóbili, Luis Scola, Andrés Nocioni y Carlos Delfino pero nunca generó estructuras que sostuvieran ese impulso. Se creyó que el talento surgiría de manera automática, como si aquella camada fuera una línea de producción inagotable y no lo que realmente fue… un milagro deportivo.
Mientras tanto, el piso se fue resquebrajando. Torneos locales sin difusión, clubes ahogados económicamente, divisiones formativas desfinanciadas y un éxodo creciente de jugadores jóvenes que buscan futuro en el exterior. Un claro ejemplo de esto es Instituto de Córdoba, el subcampeón de la última Liga, que comenzó esta temporada con bajas importantes. Ya no tiene técnico ante la partida de Lucas Victoriano; se quedó sin Alex Negrete, que emigró al Flamengo de Brasil y se confirmó la partida de una de sus principales figuras, el ala pivote Bautista Lugarini quien emigró al básquet español. La Liga Nacional, el orgullo que León Najnudel imaginó en los años 80 para federalizar el básquet y darle identidad propia, se volvió una sombra. Las transmisiones en televisión abierta desaparecieron, las canchas se vaciaron y los pibes dejaron de tener ídolos cercanos para empezar a mirar solo la NBA o la Euroliga.
El retroceso argentino contrasta con el camino de otros países de la región. Brasil, con un calendario más sólido y una liga que supo reinventarse, volvió a estar en los primeros planos. México consolidó un modelo exportador de talentos. Hasta República Dominicana, con estructura más modesta, logró sostener una presencia competitiva en torneos internacionales. Argentina, en cambio, quedó anclada en la nostalgia de Atenas 2004.
La interna dirigencial no ayudó. Los últimos 15 años de la CAB estuvieron marcados por escándalos financieros, manejos discrecionales y promesas de modernización que nunca se cumplieron. Hubo más rosca que proyecto, más parches que planificación. El caso más emblemático fue el de Germán Vaccaro, presidente de la CAB desde 2008 hasta 2014, quien fue condenado en 2019 por administración fraudulenta tras admitir su responsabilidad y pagar una compensación de 80.000 dólares. Durante su gestión, la Confederación llegó a estar en una situación tan crítica que ni siquiera contaba con los fondos para cubrir los viáticos o pasajes del seleccionado nacional.
Su salida dio paso a una etapa de reconstrucción bajo la intervención de Federico Susbielles, respaldado por los jugadores. El bahiense heredó una estructura devastada, donde los cheques rechazados, las deudas millonarias y la caída de sponsors eran moneda corriente. Durante su mandato logró, entre otras cosas, ordenar las finanzas y restablecer la confianza de los jugadores a los dirigentes.Sin embargo, en un momento clave para consolidar este avance, Susbielles no pudo presentar los votos que avalaran su lista de cara a las elecciones y se bajó de la carrera electoral. Fue entonces cuando Fabián Borro tomó el control de la CAB, apoyado por varias federaciones que habían sido parte del esquema anterior. El nuevo presidente, de pasado en la gestión Vaccaro, con fuerte influencia en la Federación Metropolitana y el club Obras Sanitarias, llegó con una conducción marcada por el personalismo, la concentración de poder y el enfrentamiento con figuras centrales del deporte.
No solo confrontó a jugadores históricos como Scola y Nocioni, sino que también tensó la relación con árbitros, representantes y federaciones provinciales. La expulsión de la Federación Santafesina es un ejemplo de esta manera de ejercer el poder. Mientras fue sancionada por razones políticas, otras federaciones con irregularidades judiciales comprobadas, como Buenos Aires y Córdoba, no sufrieron consecuencias similares, quizá por estar lideradas por dirigentes cercanos al presidente de la CAB. En mayo de 2024, la
Inspección de Personas Jurídicas falló a favor de Santa Fe y ordenó su restitución, pero la CAB decidió mantenerla suspendida bajo nuevos condicionamientos.
En medio de este caos y luego de los Juegos Olímpicos de Tokio. El 2022 llegó con un brisa de alivio gracias a la AmeriCup conquistada en Recife, con un un Deck determinante. Pero aquel título, celebrado con emoción, terminó siendo más un recuerdo entrañable que un punto de inflexión, ya que un año después, el cachetazo fue mayúsculo cuando “El Alma” quedó sin chances de clasificar al Mundial.
2024 fue un año de transición. Tras no clasificar a los Juegos Olímpicos de París, los partidos que disputó la selección fueron amistosos por el mundo, aprovechando para darle rodaje a jóvenes promesas. El último capítulo se escribió hace semanas en Nicaragua, con una AmeriCup que dejó un sabor ambiguo. El equipo de Pablo Prigioni, renovado y con promedio de edad bajo, alcanzó la final después de un torneo donde fue de menos a más. Mostró solidez defensiva, mejoró en rebotes y exhibió nombres que pueden dar futuro: Dylan Bordón, Santiago Trouet, Gonzalo Corbalán y Juan Bocca son algunos de ellos. Pero la caída ante Brasil por 55-47 dejó al descubierto la inexperiencia y la falta de madurez en momentos decisivos. Fue un subcampeonato que sirvió para respirar tras tantos golpes, pero que también evidenció que sin estructura no hay milagro posible.
El desafío inmediato está claro y es volver al Mundial. Qatar 2027 es la obsesión disfrazada de objetivo. El básquet argentino aún cuenta con talento y con un entrenador que entiende la necesidad de construir un recambio real, pero nada de eso alcanzará si la dirigencia no asume de una vez que los tiempos de los destellos individuales ya pasaron.
La pelota, esta vez, no está en manos de los jugadores. Está en los escritorios. De allí depende que el básquet argentino deje de vivir de recuerdos y empiece a escribir un nuevo capítulo. Si la lección de la Generación Dorada vuelve a ser ignorada, Atenas 2004 y China 2019 quedarán como estampitas de un pasado glorioso, cada vez más lejano, para una hinchada que alguna vez creyó que el cielo estaba a la mano.