Por Magalí Willems
En un deporte en el que la dureza suele ser el estandarte, Marcelo Bosch eligió mostrar otra cara. Durante años fue reconocido por su serenidad y frialdad en la cancha, la misma que lo llevó a jugar en Europa y vestir la camiseta de Los Pumas en dos Mundiales. Sin embargo, tras el retiro, se expuso vulnerable, reflexivo y dispuesto a contar que el mayor partido se juega puertas adentro, saliendo del piloto automático.
Desde niño proyectó llegar a lo más alto del rugby mundial. “Recuerdo nítidamente estar con mi padre viendo un partido de Los Pumas en Twickenham y decirle inocentemente que algún día iba a jugar en esa cancha”, escribió en Inside, su libro. Sin dimensionar lo que eso significaba, tenía la fe intacta. Esa promesa se cumplió en 2013, cuando entró a La Catedral del Rugby y cerró los ojos para agradecer. Ese momento fue la síntesis de un recorrido que empezó en Buenos Aires, en el club Belgrano Athletic, y que lo llevó a ser parte del rugby europeo durante más de una década, con pasos por Biarritz y Saracens.
Bosch debutó en el seleccionado en 2007. Entre ese año y 2015 disputó 39 test matches y anotó 151 puntos, siempre como centro o apertura. Fue parte de los planteles mundialistas de Nueva Zelanda 2011 e Inglaterra 2015, momento en que cumplió con aquel sueño infantil de vestir la camiseta celeste y blanca en Twickenham. No fue un camino sencillo: la camiseta argentina fue la que más le costó conseguir: “Fui parte del último seleccionado juvenil. Recibí muchos no, y siempre pensé que debía ser por algo, que me quedaban cosas por mejorar”, recuerda. Su cierre fue forzado por la regla de la UAR que solo convocaba a jugadores de Jaguares. Bosch eligió sostener la estabilidad que le daba Saracens y priorizar a su familia. “El deporte me dio un vehículo para que yo desarrollara mi compromiso y mi disciplina, me daba un propósito y un sueño al cual ir”, comentó.
El rugby fue también la forma de conectar con su padre, que encontraba en el deporte una vía de escape para sus propias frustraciones. “Era lo mejor de mi viejo y mi ofrenda de paz con él”, admite. Desde chico, las actividades deportivas fueron un espacio de unión, aunque con los años ese lazo se volvió exigencia: “Empezó a vivir detrás de lo que yo hacía y se convirtió en un peso”. Ya en Europa, las charlas se reducían a correcciones y críticas de su juego. Mientras jugaba en el exterior desarrolló un tipo de conciencia de vivir en piloto automático. “No puedo hacer nada con lo que viví y, por algo, elegí consciente o inconscientemente eso. Era lo que yo tenía en mi poder. Intento arrepentirme lo menos posible”, recordó sobre su paso por Europa en el que consiguió ganar campeonatos.
En su libro también deja registro de las dudas: “Hay muchas incógnitas. La cabeza muchas veces nos detiene, hace que tengamos cada vez más miedo y más ansiedad. Hace que me mire al espejo y no me sienta reconocido con quién soy y hacia dónde voy”. Reconoce que uno quiere avanzar, no detenerse, porque frenar significa entrar en un proceso interno fuerte y doloroso. La cabeza quiere el confort. Además, explica que durante su carrera sintió que era “como un caballo de carrera que solo mira hacia adelante”. Ese enfoque lo ayudó a atravesar dificultades, pero al mismo tiempo le quitó la posibilidad de disfrutar: “No era consciente de lo que logré, no sé si lo valoré tanto”. “Recién a partir de mi última lesión hasta retirarme fui más consciente y agradecido. La vida me mostró que no podía seguir así con las lesiones, me abrió los ojos. Hice una introspección. Me permitió conocer cosas de mi persona, no me victimizo ni dejo que me condicione, hago todo lo que tengo a mi alcance para que no sea un impedimento”, sostiene.
Escribir su libro le permitió entrar a lugares que había evitado y salir de la cabeza de jugador que solo vive para jugar con presión, y poder trabajar sobre ataques de pánico y ansiedad. “Vienen desde la cabeza de uno, que genera una realidad que no existe”, explica. “Por mi forma de ser, siempre quise complacer al otro, no quiero generar conflictos con el otro. Te terminás alejando de vos, porque tenés un paradigma de deberle al otro”, considera. Ese proceso lo llevó a cambiar. “Cuanto más me fui conociendo más fui viviendo acorde a quién creo que soy”. Y aclaró: “Si vos querés trascender lo que te está pasando, tenés que salir de ese lugar y gestionar lo que estás viviendo”.
El retiro fue un quiebre y lo argumenta con una certeza: “No es un momento sencillo el retiro. Estás dejando algo atrás que te llenó y que te ordenaba la vida. Tenés que rendir bajo presión y ese es tu trabajo”. Gracias a la insistencia de Agustina, su pareja, se sometió a estudios y descubrió que padece trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Ese hallazgo se convirtió en un nuevo punto de partida. En ese camino que aún transita, escribir reavivó recuerdos, lo obligó a revisitar momentos de su carrera y le dio otra herramienta para procesar lo vivido.
Marcelo Bosch fue el jugador con una mente fría que vivía paso a paso, pero también es la persona que hoy se deconstruye para entenderse mejor, hacerse preguntas sobre su pasado y su futuro, y mostrar que la verdadera fortaleza no siempre está en el tackle, sino en atreverse a mirarse hacia adentro.