Por Lucas Sotelo
Viernes 13 de septiembre de 1991. El Boca de Oscar Washington Tabárez vence al Ferro de Carlos Timoteo Griguol por 1 a 0 en La Bombonera. Campeón invicto del Clausura sin corona, la fallida definición por penales ante el Newell’s de Marcelo Bielsa todavía le duele al Xeneize, rescatado por el despliegue del siempre aclamado Blas Giunta y por el solitario gol de Ariel Boldrini, llegado junto a Antonio Turco Mohamed y Gabriel Amato para intentar olvidar a Gabriel Batistuta. Luego del trámite, una sentencia retumba en el aire: “Cuando se puede jugar bien, se juega; cuando no, se lucha”. Es palabra del Maestro. Al resto de los integrantes de la Primera División, como alumnos ejemplares, no se les olvidará la lección durante ese fin de semana. A los estadísticos que vendrán después, tampoco.

Eran otros tiempos en el fútbol argentino. Las noches mágicas de Italia 90’ hace rato habían terminado, pero la primavera conservadurista continuaba su paso. Tridentes de ataque convertidos en duplas para sumar un hombre más en el medio. Conjuntos más cómodos como visitantes para especular con el contraataque. Y una AFA que, en el ocaso del siglo, ya empezaba a mostrar los vicios que hoy se le achacan: la modificación del formato para tener dos campeones por año entre los, eso sí, veinte equipos participantes en torneos de una rueda. Se tardarían cuatro años más en otorgar tres puntos por encuentro ganado, incentivando así una búsqueda que, durante ese período en general y en la tercera jornada del Apertura 91’ en particular, brillarían por su ausencia.

Al acotado triunfo local en La Boca, pistoletazo inicial de la ignominia, lo sucederían otros nueve partidos. Apenas seis goles se anotaron entre el 13 y el 15 de septiembre, la mitad de ellos en el Platense 1-2 Talleres de Córdoba. Días más tarde, la adición de uno más -no desde el verde césped, sino desde el escritorio- maquillaría lo que, en ese momento, ya era la fecha menos efectiva de la historia del fútbol argentino: tuvo que ser agredido Ángel Comizzo, arquero de River, para que se le diese la victoria por la mínima al elenco millonario en el clásico disputado y suspendido contra Racing en Avellaneda. Un promedio final de 0,70 tantos por match y la repetición de adjetivos tales como “intenso”, “mediocre”, “malo” o “discreto” en las calificaciones de la revista Solo Fútbol fueron la síntesis de una jornada para el olvido.

Además del incidente en El Cilindro, otro episodio violento sucedió ese mismo día: en una nueva edición de la denominada “Batalla de Rosario” por El Gráfico, Central derrotó a Newell’s por 1 a 0 en un enfrentamiento que tuvo seis expulsados (entre todos los juegos habría un total de doce). Un joven Marcelo Chelo Delgado, autor de la única conversión en el Gigante de Arroyito, vio su nombre inscrito en la tarjeta roja del árbitro Juan Bava junto a los de sus compañeros canallas Ariel Cuffaro Russo y Silvio Andrade y a los de sus rivales leprosos Julio Saldaña -socio ideal de Gerardo Tata Martino en el medio-, Mauricio Pochettino y Fernando Gamboa. El lamentable espectáculo dejó como saldo el fin de una sequía de cinco clásicos al hilo para un local que, a contramano del presente, no dominaba Rosario con puño de hierro.

A la “revolución productiva” de Talleres en Vicente López -“orden, prolijidad…y los goles de (Mario) Bevilacqua que ya van a venir”-, se le sumó el laborioso triunfo del Vélez de Héctor Bambino Veira contra el siempre duro Deportivo Español. Sin vuelo imaginativo para encontrar los caminos al arco del legendario Pedro Catalano por abajo, la cabeza del artillero Esteban González -apodado Gallego como Español- y la autoridad del jerarca Óscar Ruggeri fueron los principales argumentos empleados por El Fortín para cimentar un opaco 1-0 en Liniers. Sin saberlo, este sería el último de los cuatro cotejos que aportaría cifras en tiempo reglamentario.