Por Juan Pablo López
Despertar un jueves a la mañana implica vivir un día más de rutinas previsibles, pero la noticia llegó sin avisar. Quebrando el alma y el mundo leyó: Diogo Jota, delantero del Liverpool, y su hermano André Silva, murieron en un accidente de tránsito en la A‑52, a la altura de Cernadilla, en el noroeste de España. Conducían un Lamborghini, en lo que debía ser un descanso merecido, unas vacaciones familiares después de un semestre cargado de éxitos. El destino quiso otra cosa.
En 2021, la Dirección General de Tráfico de España reportó más de 119.000 víctimas por accidentes de tránsito, solo el 1% de ellas habrían muerto. El delantero portugués, que había sorteado lesiones, suplencias y olvidos, no pudo esquivar ese azar inesperado. No hubo aviso, ni tiempo para prepararse: fue un golpe seco, que dejó un vacío profundo en el mundo del fútbol y en todos los que se levantan para ver al equipo de Arne Slot brillar cada fin de semana.
En 2017, el atacante llegó al Wolverhampton sin ruido. El club jugaba en la Championship, una liga con barro, con 46 fechas y con más combate que pausa. La llegada de capital chino y la influencia de Jorge Mendes transformaron al equipo en una sucursal portuguesa, sucursal en la que el oriundo de Massarelos fue el primero en destacar y ayudar a que se asiente en la primera división.
Con 17 goles en aquella temporada 17-18, lideró el ascenso. El fue el pionero de las figuras lusas en la institución naranja de occidente inglés: Rúben Neves, João Moutinho, Podence, Semedo. Fue el puente que unió dos mundos, porque aunque ya habían pasado otros jugadores portugueses por “Os wolvinhos”, aquella temporada de el marcó página.
En Liverpool fue otra cosa; o lo mismo, pero más grande. Jürgen Klopp lo pidió tras dos temporadas en primera con el equipo de Nuno Espirito Santo, y nadie entendía bien por qué. En un equipo con Salah, Firmino y Mané, parecía solo sumar profundidad a un plantel consolidado, lo que no tenían en cuenta, era el motivo de Diogo para jugar, grande como sus sueños.
Su entrenador en Paços de Ferreira solía decir que podía ser el sucesor de Cristiano. El Atlético de Madrid fichó al joven talento portugués en 2016, pero, ciegos a su potencial, no le dieron la menor oportunidad. Lo prestaron a los Wolves sin que pisara la cancha con la camiseta rojiblanca. El jugador, que guardaba con celo el recorte de aquel artículo, se lo reenvió a su antiguo técnico por Gmail al llegar a su casa, tras presentarse oficialmente con la camiseta roja del Liverpool.
En Anfield entró, jugó y respondió. Marcó el gol 10.000 del club, un taconazo en Old Trafford. También realizó el gol más rápido entrando desde el banco de suplentes: 22 segundos después de cambiar con Konaté aquel 15 de enero, contra el Forrest. Su gol más recordado, trascendió la importancia futbolística: festejó con la camiseta de Luis Díaz en la semana que secuestraron al padre del colombiano, con el que se disputaba la titularidad en la banda izquierda. El futbolista expresaba esfuerzo y sacrificio detrás de cada pelota en la red, y vivió abrazando a sus compañeros, dedicando celebraciones o cantando You’ll never walk alone.
Mientras tanto, en casa, jugaba al FIFA con su por aquel entonces novia. “Ella armaba las tácticas, y después me hacía jugar.” Tenían tres hijos, y un perro llamado Luna. Fundó un equipo de esports. Cuando se lesionaba, competía en otra cancha. Decía que no sabía vivir sin jugar. Desde chico ya pagaba por jugar en Gondomar: cuota, transporte, esfuerzo. Nadie le regaló nada, nunca lo empujaron, llegó solo. A los 28 años, viajaba en un Lamborghini que se había ganado jugando. No lo había heredado, ni inventado: lo había merecido.
Pero ahí quedó.
El destino, ese que no avisa, le puso un freno brusco, sin tiempo para una gambeta más, sin el último aplauso en la cancha. Su partida, tan inesperada como el grito de gol en un partido trabado, nos recuerda que hasta al más grande, al que parecía invencible, la vida lo puede sorprender con un portazo. Y así, con el dolor a flor de piel, la pelota sigue rodando. La historia que nos dejó, la de su entrega y su amor puro por el juego, late en cada rincón de Anfield, del Molineux y de un país luso que abraza a sus ídolos. La fuerza desgarradora de goles que nunca se olvidan y una ausencia que jamás se llena.
“No actúes como si fueras a vivir diez mil años. La muerte está acechándote. Mientras vivas, mientras sea posible, sé bueno.”
— Marco Aurelio, Meditaciones
El delantero portugués ansiaba lograr el título de Premier, y lo hizo. Aunque el dolor hoy nos ahoga, el eco de su gambeta, de su gol, de su sonrisa, seguirá vibrando en cada cancha Y corazón que late por el fútbol. Porque en un último suspiro de fe que nos da la vida, siempre recordaremos que es más lindo vivir como el 20 rojo, acompañado en el camino, abrazando tras un gol, festejando con los fans, y nunca caminando solo.