Por Pedro Lujambio
Al ingresar al siempre ruidoso Club Social y Deportivo Unión Marchigiana, a la izquierda puede verse el pequeño gimnasio, a la derecha el buffet, y más al fondo, el lugar donde sucede la magia: la cancha de baby fútbol por la cual bien se podría apodar “el semillero de Caballito” a este club. Grandes cantidades de chicos —incluso más de los que caben, quizás— entrenan toda la semana para luego, el fin de semana, competir.
Pero, ¿por qué “el semillero de Caballito”? Unión Marchigiana, asentado en el barrio desde 1936, funciona como filial del club más grande del barrio, Ferro Carril Oeste. Varios de los niños que hoy al pasar por Nicasio Oroño 457 se oyen correr, tirar pelotazos y gritar, si tienen un nivel superior a la media en “Marchi” pasarán, por recomendación de los entrenadores (algunos trabajan en ambos clubes), a entrenar en las inferiores de Ferro. Cualquier persona que pase puede dar cuenta ya que, a la derecha de la entrada sobre la que se lee pintado en la pared “C.S. y D. UNIÓN MARCHIGIANA” junto a su escudo rojo y blanco, se encuentra de la misma forma el escudo de Ferro Carril Oeste.
Theo Ortiz, ex jugador del club y vecino del barrio, señaló que, pese a que tiene algunas actividades más, lo central es el fútbol. “Arriba tiene mesas de ping-pong, en alguna ocasión usaron la cancha, que es de cemento, para hacer patinaje… pero lo central es el baby fútbol, ahí van muchísimos, muchísimos chicos”, explicó Ortiz.
Ortiz, que es de la categoría 2008, jugó desde los 5 hasta los 12 años en Unión Marchigiana. En esa canchita repleta de banderas y fotos en las que predominan el verde, blanco y rojo —los colores de Italia, país del cual llegaron los fundadores del club, más precisamente de la región de Le Marche, por eso “Unión Marchigiana”— muchos han hecho sus primeros pasos en el fútbol y el caso de Ortiz no es excepción. “Ahí aprendí todo, desde el control de la pelota de chico hasta de más grande llegar a entender más el juego”, explicó el joven mientras mostraba su camiseta de “Marchi” de hace unos años que, contrario a lo esperado, cuenta con mayoría de negro y apenas un poco de los colores italianos.
De todos esos niños que se acercaban a Nicasio Oroño entre Avellaneda y Aranguren, a menos de tres cuadras del Estadio Arquitecto Ricardo Etcheverri (Ferro), algunos lograron, llegados los doce años, cuando el baby fútbol se termina y el deporte se vuelve un tanto más “serio” y competitivo, continuar con su carrera y pasar a entrenar en el predio rodeado por las calles Yerbal, Martín de Gainza, Avellaneda y el Puente Caballito.
Uno de esos pibes que iba a pasar el rato a jugar al fútbol recreativamente —porque, más allá de que se entrene y se compita, solo se trata de niños buscando divertirse— es Gabriel Pereira. Hasta hace alrededor de tres años, Pereira iba como cualquier otro, semana a semana, a jugar a la pelota a “Marchi”. Sus gambetas y goles en la ruidosa cancha de cemento del club hicieron que, por sugerencia de los entrenadores, fuera a hacer una prueba en Ferro, club al que llevó su picardía y su engaño aprendido en Unión Marchigiana. Hoy se lo puede ver cada fin de semana con la camiseta del “Verde” siendo una de las figuras del torneo de la séptima división de la Primera Nacional. Este “progreso” conseguido por Pereira podría interpretarse como un “paso al fútbol grande”: el avance al club de renombre gracias a haber tenido un buen desempeño en el clubcito de barrio. Pero no habría nada más equivocado que ese pensamiento: si estos niños ya devenidos en casi adolescentes lograron progresar y empezar a entrenar en las Inferiores, se debe a que en esos dos entrenamientos por semana en Unión Marchigiana los han formado de la mejor manera, no sólo para las competencias que disputaban en ese momento sino también para el futuro. La grandeza no se halla, entonces, solamente en el renombre ni en el estadio lleno, sino que en esa cancha pequeña y sobrepoblada (tanto de niños como de fotos, banderas y familiares) del “semillero de Caballito” también está presente.