Por Gustavo Satragno
Suena la campana, cada alumno regresa a su hogar, se cierran las puertas de la escuela y ahí es donde muere la vida de este pueblo. Así sería la vida de Banderaló, al menos para los chicos que están en el primario, si no fuera por la fuerte presencia de los clubes en su sociedad.
Es mediodía, todos los niños vuelven caminando a casa, se debaten entre ellos por quién pasa a buscar al otro para el partido de la tarde, mientras que patean alguna botella que trajo el viento de camino a casa. El almuerzo es rápido, más que nada para evitar que alguien llegue primero que uno a la casa del “amiguito” que juega mejor. No es que eso les asegure tenerlo en el equipo, pero inclina la balanza, nadie quiere traicionar al compañero que lo fue a buscar primero. Mientras los adultos duermen la siesta, el silencio intimidante del pueblo da lugar a la travesía, gomera en el cuello, pedalines en las bicicletas para que nadie vaya caminando, pelota abajo del brazo y rumbo a la canchita. El calor del sol invita a meterse a escondidas al vestuario a mojarse la cabeza, el que llevó una botellita de agua sabe que se condena a hacer de campana, ya que si los ve el canchero corre riesgo el partido. Aún no son las dos de la tarde cuando se pone en marcha el partido, camisetas de todos los equipos, mitad y mitad para cada lado y a jugar. Así es una tarde cualquiera en el Club Atlético Juventud Unida.
A media tarde llega el profesor de inferiores, quien observa el partido de reojo mientras va planificando el entrenamiento del día. Las actividades dan inicio con un orden ya establecido, con las últimas horas de sol arrancan las categorías infantiles, haciendo que lleguen a casa antes de que anochezca, cuando es hora de que entrene “La primera”. El vestuario se convierte en un lugar de charla de mayores. Manos encalladas, remeras salpicadas con pintura, bombachas de campo y alpargatas, todo tipo de laburantes convive en ese espacio de relajación donde las charlas sobre el día de cada uno fluyen mejor que la pelota en el campo de juego.
Arranca el entrenamiento de los mayores y con ellos, la ilusión de aquellos hinchas que se hacen un espacio para poder ir a ver la práctica. Llega el panadero, el carnicero, algún que otro dirigente y los padres que van a ver a sus hijos perfilarse para tener un lugar entre los concentrados para el domingo. El hincha que no se encuentra en la cancha, está en la confitería del club, donde cada tardecita se arma la mesa de truco por la bebida. El mozo desfila por las mesas desparramando bebidas como si fuera el 5 del equipo, algo que no le es ajeno porque fue un excelente mediocampista en el pasado, solo que ahora vive el club de otra manera. Gancia con soda y limón, Quilmes de litro, alguna que otra ginebra y a fumar afuera, por favor.
El club en el pueblo es más que un simple club, es una manera de vivir, que trasciende todas las edades. Tal vez podría estar cada uno en su casa esperando un nuevo día, pero la felicidad colectiva siempre es mayor que la individual, y eso en Banderaló sí que lo saben.