Por Leandro Manganelli
San Lorenzo perdió su glorioso estadio en manos de dictaduras y dirigentes que hicieron de ese espacio un negocio inmobiliario: usina de lo social, el “Wembley porteño” funcionaba para muchas más cosas que sólo 90 minutos de fútbol y, gracias a la lucha de sus hinchas, el Ciclón recuperó las tierras para soñar una vez más. Como reza la canción, “hicimos dos canchas, vamos a hacer tres”.
– La utopía está en el horizonte. Y si está en el horizonte nunca la voy a alcanzar, porque si camino diez pasos, la utopía se va a alejar diez pasos; y si camino veinte pasos, ella se va a colocar veinte pasos más allá. Yo sé que nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve? Para eso, para caminar.
El concepto es del director de cine argentino Fernando Birri, pero lo popularizó Eduardo Galeano, el escritor uruguayo. Desde fines de los 90, a Adolfo Resnik y a Diego, su hermano, una utopía se les posó en la conciencia. Volver a Boedo. El horizonte hablaba en francés, era un hipermercado, y cuando estos cuervos comenzaron a caminar, vieron que la utopía no se alejaba la misma cantidad de pasos que ellos se acercaban. Algo estaba pasando. De hecho, la capturaron en un departamento en pleno centro porteño al que llamaron “El rincón de las utopías”. La puerta está abierta. Desde adentro se oyen voces que invitan. Hay olor a historia. Y la historia tiene color azul y rojo. Allí conviven una maqueta del Viejo Gasómetro, recortes de diarios, pósters, camisetas enmarcadas, banderines, banderas y un sinfín de objetos relacionados a San Lorenzo que materializan la utopía y, claro, la descalifican en su condición de inalcanzable. “Adolfo y yo nunca sentimos que era una utopía; siempre creímos que se podía volver con el poder del pueblo azulgrana”, aclara Diego Resnik. Él y su hermano encabezaron la vuelta a Boedo, una lucha social de un club que, muy arraigado a su barrio, sintió como un tiro en el pecho la “larga noche de la última dictadura”, como define Diego en el libro Avenida La Plata nos espera: el sanlorencismo empuja, publicado por Adolfo Resnik.
El relato tomó más fuerza y se despojó de la utopía cuando, en noviembre del año 2010, gracias a la gestión de la legisladora Laura García Tuñón, el proyecto de Ley de Restitución Histórica de aquellos hermanos hinchas de San Lorenzo ingresó a la Legislatura Porteña y “se dejaba de discutir en los bares, oficinas y sitios de Internet”, como expresa, con orgullo, el libro que cuenta los cimientos de esta lucha social.
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Ni un código encriptado, ni la contraseña de un candado de alta seguridad, ni la respuesta para abrir una caja fuerte. Siete números.
– ¿Hola…?
El tono, del otro lado del teléfono, parece eterno. Insistir es inútil (¿es inútil?). Los tablones ya no hablan. Y eso no significa que no tengan mucho para decir. 921-2139, el teléfono del Viejo Gasómetro, que hasta figuraba en un álbum de figuritas de 1975, no tiene a nadie que responda del otro lado.
Son las seis y media de la tarde de un jueves de invierno. Como si fuera su oficina, Javier Miguel Eugui espera en el Bar San Lorenzo, un signo de resistencia ante el desarraigo. Él es un hincha que ve a San Lorenzo en todos lados, y que vió el Gasómetro en sus épocas más gloriosas. Y el café, esa esquina tan porteña de Avelino Díaz y Avenida La Plata, es un espejo que no refleja lo que tiene enfrente: un predio arrumbado sin un estadio montado en él. El mozo atiende con una camiseta retro que bien puede representar a los campeones invictos de 1968, a los bicampeones de 1972 o a los campeones del Nacional 1974.
Un cortado. Un café solo. Gracias.
Javier Miguel Eugui se hizo socio del club en 1981, después del descenso de San Lorenzo. “¿Estás seguro?”, le preguntaron en la sede. Su corazón se apoderó de él. La hondonada que cubrió de oscuridad al Ciclón no pudo con la resistencia de Javier. Iba a la tribuna que estaba detrás de uno de los arcos con su viejo, y cuando Héctor Scotta le pegaba a la pelota se agachaban porque el bombazo podía romper la red. En el Bar San Lorenzo hay banderines con caricaturas de distintos campeones, fotos del básquet que reinó el plano nacional durante las décadas del 40 y del 50 y, por sobre todos los objetos que decoran el café, imágenes del Viejo Gasómetro: diferentes perspectivas, en blanco y negro, a color, lleno, vacío; siempre con un aura especial. “Tenía una cámara Kodak Fiesta, de plástico, y tuve la particularidad de sacar fotos de la cancha que quedaron en la historia de mi vida y en la de San Lorenzo”, cuenta Javier. Le pone un sobre de azúcar a su café. “Esa la saqué cuando tenía 20 años”, dice y señala una foto que está detrás de él, del Gasómetro visto desde Avenida La Plata. Y de repente, parece tomar posesión del bar. Al menos de su decoración. “Ahí pusieron el cuadro de mi viejo -señala el rincón de una pared que está a centímetros de la mesa que sostiene sus recuerdos-. Estaba muy enfermo; ese es el último partido que vimos juntos. Es en la cancha de Vélez, cuando (Rubén Darío) Insúa metió el gol con el que volvimos a Primera”. En la foto, Javier tiene un piluso azulgrana y un pelo largo que destila juventud; su papá viste un traje parecido al de aquellos señores que se deleitaron con los goles de José Sanfilippo en el Campeonato 1959.
– Me emociono porque lo tengo presente. Sus últimas palabras fueron ‘¿cuándo juega San Lorenzo?’. Él estaba muy mal durante la semana y los días sábados iba con un fitito verde musgo a buscarlo: ahí estaba perfecto.
A Javier se le entrecortan las palabras y los ojos se le llenan de lágrimas cuando habla de su viejo. Lucha todos los días por el regreso definitivo a Boedo. “La vuelta es con estadio”, repite en sus redes sociales a diario. Le da tiempo a su café mientras habla; lo toma de a poco, y la lucha tiene en él una razón de ser: “Yo vengo con la esperanza de que se va a hacer el estadio. Sé que mi viejo estaba triste porque lo cerraron; quiero que él, donde esté, se ponga contento de que se abrió la cancha nueva”.
En los títulos de 1968, 1972 y 1974 estuvo Sergio Villar, que viste un pantalón largo de San Lorenzo, remera de manga larga y gorra, y se ríe y levanta la mirada cada vez que recuerda algo relacionado a sus épocas como wing o marcador de punta. Cuando aparece por primera vez la palabra “Matadores” en ese sábado soleado de primavera, Villar se deleita. “Uf”, suelta. Invita al recuerdo. Claro, el Sapo -apodo que se trajo de su Montevideo natal- es el jugador con más partidos en la historia de San Lorenzo. La estadística oficial habla de 447 presencias. Villar corrige: “Yo tengo 601 porque la camiseta la vestí yo 601 veces, ¿tá?”. Empapado ya de nostalgia, descubre un banco de madera para cuatro personas. Lo había tapado para que no se mojara con la lluvia. Se sienta y apoya sus brazos sobre el respaldo de una especie de color verde que todavía oculta a la madera de su desnudez. Son asientos del Viejo Gasómetro de San Lorenzo. “Así como vinieron, no los toqué para nada”, aclara el Sapo. Y quizá sea un ejemplo gráfico del desarraigo. ¿Quién diría que el patio de una casa del barrio de Saavedra atesora un pedacito de aquella mole de hierro y madera que fue, por muchos años, la casa del fútbol argentino?. “Me siento todos los días”, revela Villar. Quizá aún oye las ovaciones, el “uruguayo, uruguayo” incesante. Quizá todavía adelanta su pie derecho cuando se levanta de esos asientos, como hacía cuando entraba al campo de juego desde el túnel del Gasómetro.
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San Lorenzo tuvo un latifundio en Boedo. No muy lejos del Cid Campeador, el centro geográfico de la Ciudad de Buenos Aires. Pero esa finca azulgrana no tenía plantaciones agrarias perfectamente ubicadas, sino que gozaba de un campo de juego de “tierra con algunas matitas de pasto”, como recuerda Villar mientras señala el verde césped de un parque del barrio de Saavedra, que encuentra la paz a metros de la General Paz. La selección argentina jugó en el Gasómetro su primera final contra Brasil, en 1937, y obtuvo su quinto Campeonato Sudamericano. Y si se tenían que disputar finales como la de 1951 entre Racing y Banfield o desempates por la permanencia como el que protagonizaron Lanús y Platense en 1977, el Gasómetro, con su sonrisa simpática, era una fija. Un estadio estructurado por toneladas de hierro y lapacho del norte argentino, con las raíces que allí plantó la mismísima gloria desde 1916, parecía inamovible. No existía una foto de Avenida La Plata al 1702 sin una tribuna que pareciera sobresalir hacia el empedrado para cubrirlo de la lluvia, del frío, del calor. La ordenanza municipal 27.770 encarnada en 1971, bajo la quinta y penúltima dictadura militar de Argentina y el mando de Alejandro Agustín Lanusse, disponía la construcción de una autopista que cortaría al Gasómetro por la mitad. Según el libro Memorias del Viejo Gasómetro, de Enrique Escande, la medida fue derogada en agosto de 1972 luego de “numerosas manifestaciones” de hinchas y dirigentes.
El fantasma seguía en el aire.
La dictadura que comenzó en 1976 -la más sangrienta de la historia argentina- y que dejó a la Ciudad de Buenos Aires bajo las ideas de Osvaldo Cacciatore -fue intendente entre 1976 y 1982- le dio el toque final al Gasómetro: la comisura de sus labios ya no buscaba simpatía; vivía una incesante caída. “Las locas de Plaza de Mayo serán un ejemplo de salud mental, porque ellas se negaron a olvidar en los tiempos de amnesia obligatoria”, dijo Eduardo Galeano cuando ensayó un derecho al delirio. El 20 de junio de 1977, en una de sus tantas negaciones al olvido, las Madres se congregaron en el Viejo Gasómetro en reclamo del paradero de sus hijos con vida: fue una de sus primeras apariciones públicas. San Lorenzo, usina de lo social, quedó marcado.
El Brigadier Cacciatore quería unir el norte y el sur de la ciudad con una autopista y su proyecto era abrir las calles Muñiz y Salcedo (son perpendiculares y, de juntarse, hubieran cortado al Gasómetro en cuatro manzanas) para construir viviendas y una escuela. La derogación de las ordenanzas 36.019 y 38.696, que establecían que los terrenos donde San Lorenzo tenía su estadio eran de zona habitacional, abrió todo tipo de posibilidades. En 1985, después de la demolición del Gasómetro, se publicó la ordenanza 40.674 que aprobaba el funcionamiento de un supermercado donde Héctor Scotta superó el récord de Arsenio Erico con los 60 goles que hizo entre el Metropolitano y el Nacional de 1975; donde el Terceto de Oro de Armando Farro, René Pontoni y Rinaldo Martino ganó el Campeonato de 1946 con un fútbol exquisito; donde Sergio Villar se aferraba a la línea de cal ante la mirada atenta y seguramente iluminada de la platea de niños.
“Es feo que te baile un wing, yo me cuidaba mucho en eso”, abre el juego el Sapo Villar. Aquellos que lo vieron jugar hablan de un marcador de punta que no pegaba. Y aquellos que no lo vieron jugar escuchan los fantásticos relatos de los que sí. También lo pintan. “El Sapo es lo más grande del fútbol nacional”, reza el mural número 19 del Grupo Artístico de Boedo, hecho en 2013 (ubicado en Rondeau 4059), que emplaza a Villar con una camiseta azulgrana de manga larga y un pantalón largo negro mientras trota con el Gasómetro de fondo.
– ¿Qué significa empezar con murales en la calle y llegar a pintar en la casa de Scotta?
– Es una locura porque ninguno de nosotros lo vio jugar -dice entre risas Julián Lema, uno de los integrantes del Grupo Artístico de Boedo.
– No lo vimos jugar y no hay muchas filmaciones, sin embargo eso nos genera un montón de recuerdos, cosas que me contaba mi abuelo. Mi viejo le dijo a todos los amigos que yo iba a ir a lo de Scotta: ahí empezás a dimensionar que pintamos cosas que nunca vivimos -expande Matías Colombo, otro de los representantes de este conjunto de cuervos artistas.
La identidad del Grupo Artístico de Boedo se plasmó sola. Julián Lema adjudica el estilo que tienen a que sus obras “están hechas por muchos artistas a la vez”. Con más de 150 murales numerados, el Grupo le puso azul y rojo al barrio de Boedo. Y contribuyó a la vuelta desde ese lado. En su sede en Las Casas, entre Muñiz y José Marmol, Lema dice que “es muy fácil recaer en el pensamiento mágico de ‘si yo hago murales, el club vuelve a Boedo’. Hay algo que beneficia a la vuelta, en la propaganda cultural del barrio, porque cuando empezamos a pintar la discusión estaba a pleno”. Claro, el arte inició en 2012, cuando el corazón acelerado por la pasión movía los pinceles como una máquina de coser que borda escudos. “Hacíamos casi tres murales por mes, porque los pintábamos en una noche: nos juntábamos a las seis de la tarde y a las seis, siete de la mañana los estábamos terminando”, cuenta Matías Colombo. El grupo nació gracias a una convocatoria de la Subcomisión del Hincha para que se pintara una de las esquinas de Mármol y Salcedo, pasadizo de entrada a los polideportivos Roberto Pando y Lorena Alloni. “Sumaron desde ese lugar para el sanlorencismo”, aporta Diego Resnik. Colombo despoja al grupo la posesión de los murales: “El hecho de pintar en la calle hace que las obras no sean nuestras. Pasan a ser de la gente que vive ahí. Siempre nos gustó absorber lo que pasa alrededor y tratar de plasmarlo”. Entonces, las cientos de postales del Viejo Gasómetro que inmortalizó el Grupo Artístico de Boedo pertenecen al barrio, que adoptó un sello identitario desde la llegada del arte.
Cuando Javier Miguel Eugui es interpelado por sobre qué le generaba pasar por el Viejo Gasómetro cuando aún estaba en pie, hace un silencio antes de responder. “Te cuento y por dentro estoy llorando -dice y suelta una risa nerviosa-. Vivíamos en Liniers y nos tomábamos el 4 que nos dejaba en Asamblea y Avenida La Plata. Ahí se daban las mejores charlas que tenía con mi papá: era el momento que veníamos felices, pero felices de verdad, por ver a San Lorenzo”. La nostalgia terminó con su café. Lo pidió solo, en jarrito, pues la lágrima sería redundante. No necesita nada más: ese es todo el combustible que utiliza para recordar. Entonces, Javier saca su carnet de socio refundador. Muestra el dorso del plástico que el club le dio a todos aquellos que compraron metros cuadrados para que la vuelta a Boedo se hiciera realidad. “Esta foto la saqué yo”, revela. El Gasómetro visto desde Avenida La Plata, con la entrada principal al club que se asoma, una fila de autos estacionados y otros en doble fila. Un templo que luego fue el vórtice de un desguace.
El Sapo Villar, activo en las manifestaciones que pidieron por la vuelta de San Lorenzo al barrio que lo vio nacer, parece negarse al desarraigo: “Por más que el Gasómetro no esté, en mi mente yo lo estoy viendo, veo a la gente, veo a los jugadores moverse”. Porque el jugador con más partidos en la historia del club aporta desde ese lado, de mantener su condición de leyenda. Julián Lema, que aporta desde el arte, también piensa en tablones: “Como objetivo culposo, detrás de todo lo que hago, está eso en realidad; es una cosa que no me puedo sacar de la cabeza. A la hora de pintar, lo que me gustaría que pase es la vuelta a Boedo definitiva”. Y Matías Colombo aparece con un llamado a la acción: “Tenemos que hacer. Quizá no sabemos cuándo pueda estar la cancha, pero si seguimos este camino va a ser realidad”.
– ¿Qué es el mural en relación al concepto de utopía?
– Es un movimiento de satisfacción personal, grupal y social que nos permite llegar a que esté el horizonte pero que en cada paso que vayamos dando estemos un poco más cerca de esa utopía, de eso que soñamos -define Matías Colombo. Al ángulo.
El periodista Pablo Calvo definió al viejo estadio de San Lorenzo como “una pequeña Atenas”, en su libro Los tesoros del Gasómetro, cuando retrató al campeón olímpico Delfo Cabrera trotar por la carbonilla de la cancha, en la que “había hasta lanzadores de jabalina”. Diego Resnik dice que, junto a su hermano Adolfo, lo definen como “una universidad popular con más de 30 manifestaciones culturales y deportivas debajo de los míticos tablones y el fervor del pueblo azulgrana arriba de los mismos”. Sergio Villar define al Gasómetro como “algo extraordinario, una gloria, una cosa irrepetible”. Y sonríe cuando su compatriota Galeano y el concepto de utopía son mencionados. “Yo me acuerdo que la gente iba caminando -dice el Sapo mientras hace gestos de esparcimiento con sus manos-, venían de Rivadavia, por Avenida La Plata, y se iban para San Juan”. Caminos más que recorridos por los hinchas de San Lorenzo.
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Hay un postigo en cada hogar cuervo que lleva al campo de juego del Viejo Gasómetro. En las casas de quienes vivieron el estadio y su gloria, pero también en las de aquellos que nacieron de los 80 en adelante y escucharon y escuchan a todas esas señoras y señores que, de forma anodina, contaron y cuentan en qué sector de la tribuna se sentaban, a qué jugador seguían, qué actividad deportiva hacían debajo de los tablones de madera. El mural número 131 del Grupo Artístico de Boedo, sobre la calle Inclán al 4300, en frente de la Casa Social y del Vitalicio, representa al Viejo Gasómetro, regio, visto desde la perspectiva de las torres que yacen al lado del mural, con un pino alto que lo acompaña a un costado. Ese árbol, todavía frondoso, fue traído desde Santa Fe y plantado en 1950. Claro, vio a cinco campeones: las décadas más gloriosas del viejo estadio. A su lado, permanece la mitad de lo que era la entrada al club sobre la calle Inclán. Es la única estructura que quedó de las viejas instalaciones de San Lorenzo en Boedo: algunos ladrillos están rotos y, en la punta superior derecha, el muro tiene golpes que le dio la propia historia. Si el Gasómetro fue un “coliseo de madera”, como lo retrató Pablo Calvo, este templo guarda, como el romano, los vestigios de una infamia voraz.