domingo, noviembre 24, 2024

Maradona era humano

Por Lautaro Sciaccaluga

Decir que era el más humano de los dioses ya aburre. Ya cansa. Ya no dice nada. Decir que era el más humano de los dioses es mentir. Es exagerar. Es fantasear. Maradona no era un dios. No era todopoderoso. No era omnipresente. Ni mucho menos era un santo. Maradona era humano, eso sí. Un humano lleno de errores, de debilidades, de problemas, pero también de sueños y esperanzas. Y toda esa humanidad que englobaba el Diego se ve reflejada en el mural realizado por Mariano López en la entrada del partido de La Matanza.

El primer Maradona que se ve es uno muy chico, dando sus primeros pasos en el fútbol, defendiendo los colores de los Cebollitas. Ese nene que con poco más de 10 años ya demostraba que iba a ser un distinto, un fuera de serie. Dejaba tanto la piel en el terreno de juego que si las cosas no salían como él quería, lloraba. Como lo hizo aquella vez en 1973 cuando, tras perder en la semifinal de los Juegos Evita,  provocó que un pequeño rival se le acerque y le dijera: “No llores, vas a ser el mejor jugador del mundo”. Cualquiera podía notarlo, ese chico tenía algo especial.

Si en 1973 el que lloraba era Maradona, en 1986 el que lo hacía era quien anteriormente se había acercado a consolarlo. No solo él, sino que todo un país derramaba lágrimas. Que Diego haya tenido entre sus manos la Copa del Mundo no provocó que la herida de la guerra se cerrase, ni tampoco fue consuelo para los padres que perdieron un hijo en el campo de batalla, ni mucho menos hizo que los desaparecidos vuelvan sonriendo a sus casas. Pero fue una excusa. Una excusa para olvidarse de todo. Sirvió para que cada uno de los habitantes de la nación pueda abrazarse a la bandera y dejar sus problemas y sus dolores a un lado, para todos juntos estar orgullosos de ser argentinos. Ese es el segundo Maradona que se ve en el mural, el alegre, el buen tipo, el que sabe que le dio a un pueblo herido una razón para festejar después de mucho.

El tercero transmite felicidad y tristeza. Sé que es contradictorio, pero es imposible describirlo de otra manera. Es un festejo que ilusionó. Un gol que parecía marcar que la hazaña era posible. Una goleada ideal para comenzar con un nuevo sueño mundialista. Sueño que se derrumbaría tan solo seis días más tarde, cuando al astro le cortaron las piernas. Maradona llegaba a Estados Unidos con ganas de comerse al mundo, de demostrar que seguía intacto. Pero fracasó, y no como los dioses, sino que como los humanos.

Y como muestra de humanidad, llega el cuarto Maradona. El que tocó fondo pero supo levantarse. El que vivió etapas buenas y no tan buenas pero que ahí estaba, con una sonrisa. Ya en sus últimos años de vida y preparándose, sin saberlo, para regresar a la Argentina y dirigir en el país al que tantas alegrías le dio como jugador y como persona.

Estas cuatro etapas de su vida están inmortalizadas hace ya tres años en La Matanza, en la Avenida Don Bosco y la Avenida Diego Armando Maradona, la cual fue renombrada en honor al diez en el momento de su fallecimiento. Mariano López contó que lo hizo porque para él: “Maradona es lo más grande que hay por todo lo que hizo adentro y afuera de la cancha. Muchas veces se podría haber hecho el distraído y hacer la suya y sin embargo siempre estuvo del lado del pueblo”.

El repaso que hace el mural por la historia del Diego lo muestra tal y como fue, con sus errores y sus virtudes. Porque Maradona no era un genio, no era un ejemplo, no era ni bueno ni malo, ni santo ni diablo, era mucho más que todo eso. Era humano.

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