Por Lourdes Fernández
El jugador del ascenso no vive del fútbol, vive para el fútbol. Lleva una vida sacrificada en la que, usualmente, debe dejar de lado todo lo ajeno a una pelota, una cancha y sus botines. A esa lista, Alejo Martínez le sumó los guantes que utiliza todos los sábados cuando se para bajo el arco de Yupanqui. También afirmó que la rutina ideal de un futbolista debería consistir en “levantarse, desayunar en el club, entrenar, ir a su casa a dormir la siesta y volver a ejercitarse de manera particular”. Sin embargo, la suya dista mucho de esa realidad que sólo tiene el futbolista de Liga Profesional.
“Me levanto a las seis y, después de desayunar, me voy a tomar el tren hasta Lugano, donde queda mi lugar de trabajo”, comentó. Todos los días a las 8 de la mañana, el arquero de 24 años comienza su jornada laboral en la cooperativa de reciclado Primavera: “Empecé hace tres años, cuando llegué a jugar en el club, y varios que hoy son o fueron mis compañeros trabajan conmigo porque el dueño del centro de reciclaje es quien era el director técnico de Yupa en ese momento”.
En los vestuarios se ganó el apodo por el que lo reconocen los Traperos: Mono. “Soy de comer mucha banana, una antes de entrenar y otra después”, confesó mientras se cebaba un mate. “Y también mi estilo de juego acompaña, salto para todos lados”.
Respecto a su tarea en la cooperativa, se declaró “polifuncional”, hace un poco de todo. Su turno termina a las 14 y de allí se acerca a la Autopista Dellepiane, donde un compañero lo pasa a buscar con el auto para ir a entrenar. La práctica en el club suele extenderse hasta alrededor de las 17:30, cuando pega la vuelta para su casa o va al centro de entrenamiento particular donde se ejercita tres veces a la semana.
A pesar del ajetreado ritmo de vida que lleva, el Mono aseguró que está acostumbrado; desde los seis años juega al fútbol y desde los 14 trabaja. “Cuando jugaba en Sacachispas era peor, porque entrenaba a la mañana y a la noche trabajaba en Telecentro haciendo el mantenimiento de redes en la calle”. Cuando se percató de que, al ir casi trasnochado a entrenar, no rendía, Alejo se la jugó por el fútbol y dejó su trabajo. Sin embargo, al poco tiempo le avisaron desde Saca que no le renovarían el contrato.
Durante los seis meses que pasó sin jugar al fútbol, siguió dentro de la cancha, pero desde un lugar completamente distinto al que ocupa hoy: el del árbitro. “Me recibí en la Escuela de Árbitros en Bajo Flores y ejercí por bastante tiempo, ahora ya no porque decidí apostar como jugador”.
“Acá en la Primera C el sueldo mínimo para firmar un contrato es de $370.000, pero en Yupanqui el que más cobra gana eso, después es de ahí para abajo, yo tengo compañeros que ganan $50.000, $100.000 quizá. En mi club todos trabajan aparte o tienen emprendimientos”, agregó. Aunque también admitió que el sueldo, más allá de la categoría, depende mucho del club: “Ituzaingó o Luján, por ejemplo, donde hay jugadores que quizá ganan $700.000, un millón”.
“Hay días que salgo de trabajar y lo que menos quiero es ir a entrenar, pero sé que si quiero salir de la categoría en la que estoy, tengo que hacer el sacrificio. Con lo que cobro en Yupanqui no me alcanza, por lo que necesito mi trabajo, pero también soy consciente de que quiero seguir jugando al fútbol, y en general se entrena a la mañana, por lo que, si tengo que renunciar, lo voy a hacer”. Como el Mono, la gran mayoría de los jugadores del ascenso argentino aspiran con subir de categoría y, por qué no, en algún momento vivir del fútbol. Sin embargo, es complicado salir del cíclico sistema que implica tener casi una doble vida, porque abandonar el trabajo secundario para apostar por el deporte es un riesgo que, sin el apoyo y soporte económico de sus allegados, el futbolista no puede tomar.