Por Tomás Allami
Domingo gris. De esos días donde el plan ideal está dentro de la casa, en la comodidad del sillón o de la cama, con la estufa encendida, protegido de la lluvia y del frío infernal que ha vuelto después de tantas semanas de incertidumbre y clima templado. Es extraño que haya llegado tan tarde, pero según les gusta decir a algunos amantes de la brisa fresca y el vapor que sale con cada soplido, mejor tarde que nunca. Sin embargo, para el futbolero, los domingos son de fútbol. No importa que llueva o truene, que caigan granizos helados o meteoritos llameantes, este día es sinónimo de ir a la cancha, solo, entre amigos o con la familia, a alentar al equipo del cual son hinchas.
En Victoria, Provincia de Buenos Aires, una zona en constante renovación estructural, hay una concentración importante de futboleros del mismo palo, que respetan a rajatabla la cultura de los domingos argentinos. Tigre, el equipo del barrio, abría la primera fecha del campeonato recibiendo al flamante campeón del fútbol argentino, Estudiantes de La Plata, coronado hacía apenas una semana atrás en Santiago del Estero frente a Vélez.
Los hinchas de Tigre, que no eran muchos, caminaban con determinación sobre la Avenida Presidente Perón, tiñendo las calles de rojo y azul con sus banderas, camisetas y bengalas, y cantando “a la cancha voy a ver al matador” con una euforia digna de un conjunto que está por salir campeón. La lluvia y el frío no eran excusa. Varias familias con niños -que a ninguno le faltaba la camiseta de su club- y abuelos -algunos con gorro de lana y camperones largos que les cubrían las rodillas- estaban presentes en una previa espectacular. Sin embargo, no eran los únicos con tanta emoción por el comienzo del campeonato, ni que habían ido a ver a su equipo. Entre ellos, se encontraba un infiltrado, un agente doble, que con una camiseta apretada del “Chino” Luna por encima de una remera térmica negra, un piluso negro y una barba recortada con mucha delicadeza, que parecía retocada por un barbero experto, aparentaba ser uno mas del montón, cuando por dentro, era un confeso “Pincharrata”.
Sin la oportunidad de acompañar al club que juega como visitante, que les fue arrebatada a los hinchas en el fútbol argentino hace más de 10 años, convertirse en un agente doble es la única alternativa para visitar canchas ajenas y alentar al equipo del que es hincha, conociendo los riesgos que eso conlleva. Un murmullo, un grito sin querer, una tarareada involuntaria, puede comprometer toda la operación y dejar al infiltrado en una situación más que delicada. Si es descubierto, tiene que huir lo más rápido posible, antes de ser capturado en líneas enemigas. Con esa adrenalina se vive el ir a la cancha como visitante.
El agente pincha ingresó a la popular local del estadio José Dellagiovanna, junto con una ola enorme de matadores, entre ellos dos conocidos que lo habían invitado a ver el partido, y se acomodó en uno de los escalones del costado derecho de la popular local, cerca de las plateas que están delante de la calle Guido Spano, a una distancia coherente de la barra brava. La camiseta que llevaba, aunque le cause dolor y comezón por el simple hecho de portarla contra su equipo, era el disfraz perfecto para no ser descubierto en territorio enemigo. Antes de partir hacia la cancha, había dejado una pulsera y un collar de Estudiantes en un cajón de la cocina de su casa en Parque Patricios. No podía permitir que algo saliera mal. Muchos infiltrados a lo largo de los años han sido sorprendidos solo por ir vestidos con una remera lisa y no cantar las canciones del local.
El infiltrado tenía emociones encontradas. La adrenalina que le generaba aparentar ser de Tigre cuando en realidad estaba alentando a Estudiantes chocaba de lleno con la angustia provocada por no poder cantar, arengar o gritar por su verdadera pasión. El hecho de que su equipo sea el actual campeón del fútbol argentino, lo hizo todavía más difícil. Saber que, de ser necesario, tenía que gritar con todas sus fuerzas un gol a su propio equipo, le causaba mucho malestar.
Los conjuntos salieron y los cantos, aunque tenues, empezaron a sonar en la pequeña fortaleza de Victoria. El infiltrado jugaba bien su papel, y cantaba a la par de los matadores. Con el arranque del partido, la tarea parecía hacerse cada vez más fácil. Los hinchas de Tigre que habían estado en la previa, todavía no habían ingresado al estadio, por lo que no se estaba alentando demasiado. Ese era el escenario ideal para él, ya que como mucho, se sabía apenas una canción del local. Agarró la más sencilla para aprender y memorizar, y la canto todo el camino de ida, con temor a olvidarse la única justificación que lo protegía si algún matador dudaba de él. Con el inicio tan calmado, sus nervios comenzaron a dispersarse mientras disfrutaba de un partido de fútbol.
Sin embargo, todo cambió con un gol de Estudiantes, que abrió el partido con un zapatazo cruzado de Mendez y sorprendió a más de uno en la tribuna. El infiltrado quería estallar de alegría. Sus ojos brillaban como una lluvia de fuegos artificiales en año nuevo y un calor abrumador que salía de su pecho hizo que se le ponga la piel de gallina. Contra todo pronóstico, y sabiendo lo que significaba si no lo hacía, el pincha se contuvo y no emitió ni un suspiro. Casi en simultáneo, una manada de matadores subía por la popular, cantando con fuerza e imponiendo autoridad. La previa había ingresado al estadio. Todo este conjunto de sucesos género que el Coliseo de Victoria se encienda, como la llama de un fósforo que busca prender el fuego interior del horno.
El infiltrado, cada vez más nervioso, sufría cantando la única canción que se había aprendido de memoria. “Dale matador, quiero ser campeón” era el cántico que el impostor disfrazado entonaba con sus hermanos temporales de la tarde. Para que el ambiente se tornara aún más pesado de lo que ya estaba, uno de los matadores comenzó a sospechar. Un gigante que aparentaba ser patovica de boliches los fines de semana, con una calva brillante, un camperón rojo que resaltaba entre tantos buzos azules, y un tatuaje extraño en el cuello, empezó a observar al infiltrado. Este se percató y comenzó a transpirar una secreción helada que le recorría todo el cuerpo. El ser descubierto significaba el fin.
La situación iba de mal en peor. Sobre el final del partido, los matadores cantaban canciones para empujar a su equipo al empate. Todo el estadio comenzó a hervir. Todos menos el pincha disfrazado que, salvo por algún que otro gesto con sus brazos y una falsa sonrisa mirando hacia la popular, ni se inmutó. El gigante de Tigre se percató y con un vozarrón rayado que expone sus años de fumador, se dirigió hacia el infiltrado.
-Dale pendejo, ¿qué pasa qué no cantás? Esto es Tigre viejo, hay que empatarlo. Empezá a cantar, dale.
-Pará boludo, tranquilo. Canté todo el partido, no me da la voz.
Los que habían entrado al infiltrado frenaron al gigante, que mientras hablaba, se acercaba cada vez más al pincha, que le respondía con una voz tenue y temblorosa. La sangre se le helaba y su cuerpo se paralizaba. El partido estaba cerca de terminar, pero él ya no quería saber nada. Su identidad estaba siendo comprometida y era el momento de huir. Por el griterío ajeno al aliento, cada vez más gente se percató de lo que estaba pasando. Uno de los hinchas matadores que estaba un escalón por encima suyo, con pelo largo y lacio, y cargando a su hijo a caballito, se acercó al impostor, que estaba cerca de ser descubierto.
-Pibe, escuchame. Rajá de acá rápido porque te van a matar.
-¿Rajar por qué? si yo soy de Tigre.
-Seas o no seas, la gente va a comprar lo que grita el gordo este, y no te van a escuchar. Haceme caso y andate que es peligroso.
El pincha abrió los ojos y escuchó con atención, pero no podía moverse. El miedo lo tenía paralizado. Le impidió actuar rápido para escapar de allí. Para su suerte, los compañeros que lo habían invitado a ese infierno se percataron de la cadena de sucesos que podían desembocar con el descubrimiento del infiltrado, cada vez más vulnerable. Uno lo agarró por la espalda para llevarlo. Parecía como si estuviera empujando un auto que se quedó sin nafta en la Panamericana. El otro fue al frente, como barredora de nieve para limpiar el camino repleto de matadores e irse lo más pronto posible. El gigante seguía gritando con furia, para que el resto de los matadores se dieran cuenta de lo que estaba pasando.
-Ese es de Estudiantes, es de Estudiantes! agárrenlo ya.
Para la suerte del pincha, nadie se percató. Con sus compañeros, que ayudaron a despabilarlo y sacarlo de su parálisis temporal, corrieron por la calle Pasteur hasta un supermercado Jumbo sobre Avenida Del Libertador, escapando de alguno que se le hubiera ocurrido seguirlos. Tal vez los hinchas de Tigre se hicieron los distraídos o pensaron que el gigante les gritaba por irse antes de un partido importante que estaba abierto, ni más ni menos que ante el campeón del fútbol argentino. El infiltrado nunca lo sabrá. A pesar del mal momento, que servirá para dudar la próxima vez en ir de doble agente a una cancha, el infiltrado cumplió su misión. Aunque fue comprometido y estuvo al borde de ser descubierto, salió ileso, y “disfrutó” la victoria de Estudiantes. Tal cual lo vivió, con esa adrenalina, se vive el ir a la cancha como visitante.